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11 – Ayuda

Richter y Helm salieron furiosos de la estación y cruzaron la lluvia hasta su coche. Richter estaba colérico. Después de todo, habían perdido su presa y, luego, les detuvieron los agentes de seguridad del metro porque sus armas habían activado de nuevo las alarmas. Eso no sería positivo en su historial. Sin mencionar a los cuatro agentes de bajo rango que habían perdido. Ya sumaban un total de ocho, más uno o dos civiles. ¡Para todas las personas involucradas en el asunto, esto apestaría! La primera misión había sido estropeada por Harry, sin lugar a dudas un incompetente al que, en primer lugar, no se le tendría que haber asignado aquel caso. Sin embargo, en esta ocasión, fue el mismo Richter el que falló, y no le darían ningún crédito por haber estado a punto de tener éxito. ¡«Estar a punto» equivalía casi a una degradación!

Odiaba a ese hombre que creía ser Douglas Quaid. Nunca le había gustado. Había algo en él en lo que no confiaba, pero Cohaagen simplemente no podía verlo. ¡Él había promocionado al hijo de puta, por el amor de Dios! Richter bufó, disgustado.

Pero no había empezado a odiar realmente al bastardo hasta que a Lori le había sido asignada la misión de representar el papel de su «esposa». Después de todos los chistes sobre la Bella y la Bestia, aquello había sido algo imposible de soportar. Y, ahora que el hombre le había eludido y humillado, ese odio se había convertido en algo al rojo blanco y apenas controlable. Vería los sesos del hombre esparcidos por el paisaje antes de terminar con él, y eso aún no sería suficiente. Si tenía suerte, quizá tuviera la oportunidad de contemplar al hombre sudar antes de morir.

Subieron al coche. Helm se sentó en el asiento del conductor, Richter a su lado, donde se encontraba todo el equipo. La lluvia que había empapado sus ropas pronto inundó el interior del vehículo con su polución, empeorando su humor.

El salpicadero se hallaba atestado de sofisticados aparatos de rastreo, mapas electrónicos y equipos de comunicación. Con gesto furioso, Richter activó interruptores y apretó teclas, tratando de obtener una lectura de su presa. Maldita sea, se suponía que el seguimiento era continuo; ¿qué era lo que interfería? ¿Había algún desperfecto en el equipo? ¡Adivina quién sería el culpable de que un rastreador en mal funcionamiento les fallara! Sabía que Cohaagen no estaba de acuerdo con él en este procedimiento, y si el tío conseguía un pretexto para apartarle del caso…

La radio cobró vida.

– Seis beta nueve, tenemos una transmisión del señor Cohaagen.

Richter miró a Helm y gruñó. ¡Pensando en el diablo!

Sin embargo, tenía que contestarla.

– Aquí Richter. Pásemela.

Se secó la lluvia de la cara y se alisó el cabello, aunque eso no le ayudó mucho. La ciencia moderna era maravillosa, pero en ese momento deseó que no hubieran inventado una forma de eliminar la limitación de la velocidad de la luz, convirtiendo la comunicación instantánea entre los planetas en algo virtualmente posible. Entonces, Cohaagen no podría pedirle explicaciones sobre la misión mientras se llevaba a cabo una persecución.

El monitor de video se iluminó, osciló levemente y, luego, mostró la granulosa imagen de la cara de Cohaagen. El hombre no era ni tan apuesto ni tan bien hablado como en las entrevistas televisadas, lo cual no resultaba ninguna sorpresa. Clavó los ojos en Richter y frunció el ceño.

– ¿Qué mierda estás haciendo, Richter?

Richter mostró una sonrisa congraciadora que sabía que no engañaba a nadie; tampoco era ésa su intención.

– Tratando de neutralizar a un traidor, señor. -¡Y ésa es la palabra adecuada! ¡Trágate ésa, señor!

El fruncimiento de ceño de Cohaagen se transformó en una cólera abierta.

– Si hubiera querido que lo mataran, ¡no lo habría mandado a la Tierra!

Richter suavizó sus facciones, jugando al subordinado obsequioso, de nuevo sin mostrar ninguna preocupación porque le creyeran.

– No podemos dejar que se nos escape, señor Cohaagen. Sabe demasiado.

– Lori dice que no puede recordar ni una mierda.

– Eso es ahora -respondió Richter-. Dentro de una hora puede recordarlo todo.

– Escúchame, Richter. -Había estática en la línea, pero no la suficiente como para hacer ininteligibles las palabras de Cohaagen-. Quiero que Quaid sea entregado vivo para reimplantación. ¿Lo has entendido? Lo quiero de vuelta aquí junto con Lori.

Sobre mi cadáver, pensó Richter. Aquello era todo lo que podía hacer para impedirse arrancar el monitor de video del tablero y arrojarlo fuera del coche.

– ¿Me has entendido? -repitió Cohaagen. Richter adelantó una mano y giró un dial, interfiriendo la recepción. Desde el otro lado sería imposible descubrir qué había causado la disrupción.

– ¿Qué ha dicho, señor? No le he entendido.

Cohaagen le miró con ojos furiosos.

– He dicho xtrfb… lsw… rojwf…

Richter incrementó la interferencia, evitando de forma deliberada escuchar las órdenes de Cohaagen. Helm miraba impasible por el parabrisas hacia la lluvia, fingiendo no ser consciente de nada de lo que ocurría. A él le gustaba menos que a Richter que la presa escapara del lazo.

– ¿Hola? -dijo Richter-. Tenemos manchas solares. Cambio a otra frecuencia. -¡Qué agradable resultaba que esas transmisiones no fueran de confianza cuando ocurría algo a escala solar!

Un punto rojo parpadeante apareció en el dispositivo rastreador de la consola. Helm dio un codazo a Richter, y Richter asintió. Tenían localizado de nuevo a su hombre.

– Señor Cohaagen, ¿está usted ahí? -continuó Richter-. ¿Me escucha? ¿Me escucha? -Muy educadamente, con un leve toque de perplejidad: la grabación mostraba que no tenía la menor idea de que las órdenes habían cambiado.

Con un despectivo giro del dial, Richter finalizó la transmisión. Cohaagen no podría probar nada; las transmisiones interplanetarias eran notables por las interferencias. Un precio que había que pagar por violar la velocidad de la luz. Había la suficiente interferencia real como para cubrirle las espaldas.

Richter se permitió emitir una sonrisa sombría y fugaz. Se volvió hacia Helm.

– Jodido tonto del culo. Debió de matar a Quaid cuando tuvo la oportunidad -dijo. Ahora sería él, Richter, quien lo haría, y con sumo placer. Había localizado la presa, y ninguna mancha solar, real o falsa, interferiría.

Helm metió el coche en el tráfico, salpicando de agua a los usuarios que salían de la estación de metro. Escuchó sus leves protestas, que sonaron como música a oídos de Richter. Alzó una mano por encima del hombro y levantó un dedo en dirección a ellos, aunque sabía que no podían ver el interior del vehículo. No obstante, el gesto le proporcionó satisfacción. Era una pena que no pudiera mostrarle el mismo respeto a Cohaagen.

Quaid había tomado la decisión de no ir muy lejos. Ellos esperarían que abandonara la ciudad, de modo que se apresurarían a cortar todas las salidas. Por lo tanto, se quedó cerca…, aunque no demasiado. Su otro yo le había dejado; sólo se manifestaba cuando era necesaria la acción inmediata y efectiva, como matar a varios hombres en segundos. Ahora dependía de sí mismo y, de momento, eso le agradaba.

Se bajó del metro unas pocas estaciones después y se dirigió al lavabo. ¡Su aspecto era horrible! Se lavó la cara y las manos y frotó las manchas más grandes de su camisa; sin embargo, no pudo hacer gran cosa al respecto. Se le ocurrió una buena idea; se agachó, pasó los dedos por el suelo cerca del ángulo con la pared y se los llenó de tierra. Se los pasó por la camisa, cubriendo así las manchas de sangre restantes. De este modo parecía bastante sucio, como un vagabundo, no como un refugiado de un matadero. Eso debería bastar. Se echó el cabello hacia atrás y adoptó una expresión cansada, como si sólo fuera un trabajador agotado que regresaba a casa después de un día duro en las alcantarillas.

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