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Se incorporó y desapareció en la oscuridad.

Richter y Helm se detuvieron en seco cuando el taxi estalló. La lluvia aún seguía cayendo, pero poco podía hacer para extinguir las grandes llamaradas que brotaban del destrozado vehículo.

Lo contemplaron durante un instante, conteniendo el aliento mientras saboreaban la destrucción. Cualquier caos resultaba agradable; sin embargo, el fuego tenía una atracción especial. Helm fue a adelantarse, pero Richter lo retuvo.

– Todavía no -dijo-. Me gusta la carne bien hecha. -Encendió un cigarrillo, luego se volvió para contemplar la barbacoa.

Mientras tanto, más abajo, Quaid saltaba, sin que nadie le observara, el guardarrail, con el maletín en la mano. Se hallaba en la zona industrial de la ciudad. Se encaminó hacia el reconfortante escondite que le proporcionaban dos edificios de ladrillos. Con un poco de suerte, el accidente distraería el tiempo suficiente a los matones y perderían su rastro de forma definitiva. Siguió corriendo con más confianza. En este momento, lo que necesitaba era encontrar un lugar solitario y resguardado de la lluvia donde pudiera inspeccionar el contenido del maletín. Se llevó una mano a la cabeza y sostuvo en su lugar el flojo turbante; ¡era afortunado de no haberlo perdido durante su choque contra el muro!

Helm había ido en busca del coche y llamado por radio pidiendo ayuda. Ahora él, Richter y otros cuatro agentes contemplaban cómo los dos bomberos llenaban de espuma los humeantes restos y buscaban en su interior. Uno de los bomberos retrocedió y se dirigió a Richter.

– No hay nadie dentro -dijo, con un encogimiento de hombros.

Richter y Helm se miraron, sorprendidos.

– Quizás ardió por completo -murmuró Helm.

Entonces el otro bombero llamó desde los restos del coche.

– ¡Esperen un momento! ¡He encontrado algo!

Richter y Helm se acercaron ansiosamente mientras el bombero extraía una forma carbonizada de entre la espuma. Eran los semifundidos restos del maniquí conductor. La horrible cabeza se volvió.

– Gracias por haber tomado un TaxiJohnny -dijo alegremente-. Espero que haya disfrutado de la carrera.

¡La presa se les había escapado una vez más! Encolerizado, Richter aplastó el puño contra la cabeza de Johnny, cerrándole con fuerza la mandíbula. Hizo una mueca y retiró rápidamente la mano. ¡La maldita cosa estaba ardiendo!

Un agente se le acercó corriendo.

– Hemos conseguido una lectura en el complejo industrial -dijo-. Es débil, pero se trata de él.

– ¡En marcha! -gritó Richter.

13 – Hauser

Quaid avanzó zigzagueando por entre el complejo industrial, tratando de mantenerse oculto al tiempo que buscaba un edificio apropiado. Quería algo que estuviera vacío y que no resultara un escondite demasiado obvio.

Quaid había estado en lugares así muchas veces en su trabajo. Estaba familiarizado con el olor acre de los residuos químicos que rezumaban de los oxidados bidones; con la visión de la enmarañada maquinaria anticuada; con el aceitoso naranja y verde flotando en la superficie de los charcos. Sabía mucho mejor que la mayoría cómo muchas fábricas habían cerrado desde que la guerra con el Bloque Sur se había vuelto caliente. Con gran parte del dinero desviado hacia la fabricación de armamento, la producción de artículos cotidianos había cesado en su mayor parte.

Eso importaba poco a los ricos, como los del nuevo bloque de torres de Quaid. Los lujos que deseaban les eran proporcionados por pequeñas fábricas «boutique» especializadas. Ahora, como en el pasado, los ricos se hacían más ricos, y los pobres seguían jodidos. El abandono de los grandes centros industriales habían dado como resultado carestías y privaciones para el individuo medio. También hacía que le resultara mucho más difícil a la gente encontrar trabajo: las nuevas plantas dedicadas a la defensa estaban casi enteramente mecanizadas.

No era extraño que mucha gente emigrara a trabajar a las minas marcianas. No sólo se ofrecían enormes bonificaciones, sino también seguridad en el trabajo. Parecía muy probable que la demanda de turbinio seguiría incrementándose durante largo tiempo todavía. El turbinio era un recurso raro, desconocido en la Tierra pero relativamente común en Marte, un elemento clave en el programa de armas de haces de partículas. Exactamente qué era y cómo era utilizado constituía información clasificada; ni siquiera era listado en la mayor parte de los libros de referencia, pero era sabido que el sistema de armas con base en el espacio del Bloque Norte dependía de él. El material era más valioso que los diamantes y, mientras la guerra continuara, se seguirían necesitando mineros para arrancarlo del suelo marciano.

Quaid detuvo sus pasos cuando descubrió un escondite apropiado: una amplia y destartalada fábrica donde seguramente hallaría un rincón en que ocultarse. Seguro que más adelante la demolerían con el fin de construir una nueva fábrica de procesado de turbinio, pero ahora se hallaba desierta. Ni siquiera habían cerrado las ventanas; su interior no debía de contener nada que valiera la pena robar.

Trepó por una ventana con la cabeza agachada para que no se le cayera el turbante y, por fin, consiguió guarecerse de la lluvia. Se halló en una cavernosa ruina industrial. El agua caía por diversos agujeros en el techo. ¡Era ideal!

No perdió tiempo. Depositó el maletín sobre una oxidada cadena de montaje y vació su contenido, esperando febrilmente que de alguna forma le dijera algo sobre su verdadera identidad. Quizás entonces comprendiera porqué aquellos matones intentaban matarle.

Había fajos de dinero marciano: un montón de ellos. Lanzó un silbido mientras examinaba los billetes de color rojo. Como el dinero marciano era válido en la Tierra, esto le ayudaría a solventar cualquier problema financiero que se le pudiera presentar. Sin embargo, de momento, no era lo que más necesitaba. Su prioridad era algo que le salvara la vida.

Los siguientes artículos demostraron ser de mayor interés. Había un par de tarjetas de identidad. Una de ellas, extendida a nombre de alguien llamado Brubaker, contenía la foto de un rostro que encajaba con el suyo. Sus manos temblaron de excitación. ¿Era Brubaker su auténtico nombre? ¿Era Brubaker el hombre tras el que iban los matones? Examinó la otra tarjeta de identidad. La foto era de una mujer de edad indefinida, con exceso de peso y múltiples papadas. Tenía que ser alguien importante para él…, ¿por qué si no estaría su tarjeta de identificación en el maletín? Contempló largamente su rostro, buscando dentro de sí mismo con la esperanza de hallar alguna chispa de reconocimiento. ¿Podía tratarse de algún familiar? ¿Su madre? ¿Una amiga? No era probable. El rostro no significaba nada para él. Alejó una oleada de decepción y siguió vaciando el maletín.

Había una especie de extraño aparato quirúrgico en el interior de una bolsa de plástico sellada. Bueno, el maletín parecía el de un médico, y quizá lo habían introducido para darle visos de autenticidad. Podía alegar que era algún especialista.

Había un peculiar molde de goma. Lo alzó y vio que era una elaborada máscara que cubría la cabeza, con alguna especie de dispositivos electrónicos encajados en ella que hacían que la boca se moviera y cambiara ligeramente de expresión. Encajaba con el rostro de la mujer de la tarjeta de identidad. Así que tenía que tratarse de un disfraz, con una identificación para respaldarlo. Detrás de la máscara había metros y metros de una viscosa tela plástica; parte del disfraz, esperó. Necesitaba algo más que una máscara -aunque fuera algo tan sofisticado como aquello- para transformarse en la mujer reflejada en la tarjeta de identificación.

Inspeccionó el fondo del maletín. Sólo quedaban unos pocos artículos. Sacó un paquete de tabletas de chocolate.

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