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19 – Fuga

Richter y Helm esperaban en un coche fuera del Hotel Hilton. Richter cerró el puño con satisfacción. Él hubiera preferido matar al hombre; pero, por lo menos, la zorra había sido capaz de cogerlo con vida, cumpliendo la orden de Cohaagen.

– Tomad el ascensor de servicio -comunicó Richter-. Saldremos a vuestro encuentro.

Helm ya estaba saliendo del coche. Richter le siguió, y los dos corrieron al interior del hotel.

Quaid recuperó el sentido con las percepciones borrosas. Le arrastraban a un ascensor de servicio. Dos clientes y un mozo con un carrito se hicieron a un lado, sin interferir en sus movimientos. Debió de perder la consciencia sólo unos pocos segundos…, el tiempo suficiente para que sus testículos se asentaran en un nivel de agonía soportable.

Le incorporaron mientras aguardaban a que llegara el ascensor. Miró el suelo y no ofreció resistencia; lo único que intentaba era recuperarse por completo. Fijó los ojos en algo agradable. Después de un momento, se dio cuenta de que se trataba de las piernas de Lori. ¡Era una pena que su corazón no estuviera a la altura de su cuerpo!

También se percató de que llevaba una funda con un cuchillo sujeta al tobillo. ¡Ya no le cabía ninguna duda de que era una profesional! ¿Cómo pudo creer en ella alguna vez?

Las puertas del ascensor se abrieron. Brotó una ráfaga de disparos.

¿Eh? ¿Finalmente le habían disparado? No sintió nada.

Entonces, el agente que tenía delante cayó al suelo. El rostro del hombre parecía como un boceto de expresiones de sorpresa. No habían matado a Quaid…, el muerto era el agente. ¿Qué estaba pasando?

En ese momento, una mujer salió corriendo del ascensor. Tenía unas piernas tan atractivas como las de Lori, unos pechos más llenos y un cabello largo y oscuro. Entonces, cuando posó la mirada en su cara, quedó sorprendido. ¡Era Melina!

Melina giró, sin dejar de disparar la ametralladora. En un instante había abatido a los tres agentes que quedaban de pie y cuyas manos estaban ocupadas en Quaid. Logró no darle ni un balazo a éste. O tenía suerte, o poseía una excelente puntería.

Lori se arrojó al suelo, agitó las piernas y derribó a Melina. El arma salió volando por los aires. Lori agarró el cabello de Melina y tiró con tanta fuerza que casi le rompió el cuello. Se enroscó el pelo de Melina alrededor del puño, sujetando con firmeza su cabeza, y le aplastó la cara contra la pared. Una vez. Dos, tres veces. Melina dejó de debatirse. Quaid, que acababa de experimentarlo en carne propia, sabía lo que se sentía.

Se arrastró por encima de los cadáveres de los agentes. Con las manos esposadas a la espalda, arrancó un arma de una mano muerta. Los agentes llevaban pistolas, sólo que, en esta ocasión, no las habían empleado contra Quaid.

Lori extrajo el cuchillo de la funda del tobillo. Lo alzó muy alto, preparándose para clavarlo en el corazón de Melina. Pero se detuvo un instante.

Los ojos de Melina recuperaron el enfoque. Vio el acero que pendía sobre ella.

Era lo que estaba esperando Lori. Sin lugar a dudas, sabía quién era Melina: la mujer de su sueño. Deseaba que Melina viera lo que le aguardaba. Tal vez también deseaba que Quaid lo contemplara. Su intención era herirle de cualquier forma que pudiera, y había encontrado el modo perfecto.

– ¡No lo hagas! -gritó Quaid. No era un ruego, sino una advertencia.

Lori se volvió, y vio que él la tenía encañonada con la pistola. No obstante, también notó que se hallaba contorsionado, con las manos esposadas a la espalda. ¿Podría disparar con precisión desde esa postura?

La actitud de Lori cambió, de esa forma tan camaleónica suya. ¡Evidentemente, ya conocía la respuesta a su puntería!

– Doug… -jadeó-. Tú nunca me dispararías, ¿verdad?

Él mantuvo la pistola apuntada sobre ella.

Lori bajó el cuchillo y juntó las manos en un gesto inocuo.

– Sé razonable, cariño. Estamos casados.

Sí, eso creyó en una ocasión. Sin embargo, ahora conocía la verdad. Era mucho mejor así. El arma no tembló en sus manos.

Lori, con un movimiento sutil, colocó el cuchillo en una posición para arrojarlo, sosteniendo el extremo del acero entre los dedos. Él no tenía ninguna duda de su capacidad para lanzarlo al sitio que deseara. Se había convenido en su blanco principal.

– Considera esto un divorcio -dijo hoscamente.

Lori echó el brazo hacia atrás para lanzar el cuchillo.

Quaid disparó. La bala le dio en mitad de la frente. El cuchillo cayó de sus manos, luego fue Lori la que cayó.

Quizá la hubiera dejado marchar con vida, incluso después de que intentara matar a Melina. Odiaba matar a mujeres. Pero le había demostrado qué tipo de naturaleza tenía hasta el mismo instante final. Toda ella era una agente, tan brutal como cualquiera de los matones, y más peligrosa que la mayoría. Tuvo que hacerlo.

Melina se sentó en el suelo, magullada y atontada. Estaba claro que no había esperado que otra mujer la superara en combate.

– ¿Ésa era tu esposa?

Quaid asintió. La había matado, y sabía que tenía una justificación; pero, pese a ello, le enfermaba el acto cometido. Estaba claro que Lori no sólo no le había amado, sino que ni siquiera le había caído bien. Él no la amaba; pero que le gustaba. La había matado con más remordimientos de los que habría sentido ella si la situación hubiera sido a la inversa.

– Vaya zorra -comentó Melina.

Eso resumía adecuadamente la situación. Ocho años -o seis semanas- habían sido arrancados de su vida. Dolía.

Richter aporreó con impaciencia el botón de llamada del ascensor de servicio. Finalmente llegó. Helm y él entraron. Todavía lamentaba que Hauser no hubiera intentado escapar, así habría tenido una excusa para matarlo…, en cumplimiento del deber.

Con un gesto de dolor, Melina se arrastró hacia Lori y hurgó en sus bolsillos.

Quaid la observó.

– ¿Has venido a verme en tu pausa para el café? -preguntó sarcásticamente-. ¿Te has tomado un descanso en tu trabajo?

– Éste es mi trabajo -replicó ella.

– Y El Último Reducto es tu hobby. -Sabía que estaba siendo quisquilloso, pero estaba harto de permanecer en la oscuridad.

– Ésa es mi tapadera -dijo ella. Siguió su búsqueda.

Era una profesional, como lo había sido Lori. Hacía todo lo necesario para proteger su auténtica misión. Podía confiar en ello.

– Pensé que no te caía bien.

– Y así es -corroboró secamente Melina. Encontró la llave de las esposas y se las quitó.

– ¿Qué te hizo cambiar de parecer? -preguntó él, como si mantuvieran una conversación en vez de intentar escapar a la desesperada.

– Si Cohaagen quiere verte muerto, puede que, después de todo, digas la verdad.

En realidad, parecía como si Cohaagen, en esta ocasión, hubiera querido cogerlo con vida; los agentes podrían haberlo liquidado en cualquier momento desde el instante que penetraron a través de la pared; sin embargo, aguardaron a que acabara aquella breve escena con Lori y Edgemar. En cualquier caso, evitó clarificarle ese punto a Melina. El razonamiento de ella era parecido al que él hacía sobre ella: si se negó a tratar con él durante el tiempo en que dudó acerca de la naturaleza de su lealtad, probablemente también era sincera. Lori había sido todo lo opuesto a ella, y no sólo en el color del cabello. A veces resultaba necesario comprobar quiénes eran los enemigos de una persona antes de decidir si esa persona era amiga.

– Así que te dejaste caer para disculparte -indicó él.

– Kuato quiere verte. -Retiró las esposas de Quaid-. ¡Vamos! -Le hizo ponerse en pie y echaron a correr pasillo abajo.

Richter y Helm salieron corriendo del ascensor de servicio. Richter se detuvo en seco al ver el agujero de bala en la frente de Lori. La sangre huyó de su rostro al tiempo que era golpeado por una oleada de incredulidad y rabia. La última vez que la había visto había sido tan cálida, había estado tan viva, y ahora…

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