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No, pensó. No Lori. ¡No mi Lori! Ella había sido lo mejor que le había ocurrido en su vida. Lista, hermosa, y estupenda en la cama. No podía soportar el pensamiento de no poder volver a abrazarla, de no poder volver a verla sonreír, de no escuchar de nuevo su sensual voz.

Se sintió lleno de una aturdidora angustia que se vio rápidamente reemplazada por una furia al rojo blanco. Hauser había hecho aquello. ¡Aquel asesino, traidor pedazo de escoria! Richter vengaría la muerte de Lori aunque fuese la última cosa que hiciera en su vida. Le arrancaría la cabeza al bastardo, le…, le…

Helm apoyó una mano en su hombro y señaló. Richter vio a Quaid y Melina correr pasillo abajo. Con un aullido incoherente, abrió fuego y cargó tras ellos. Las balas zumbaron junto a los oídos de Quaid.

¡Maldición! Había temido que saldrían más matones del ascensor, de modo que una ráfaga de balas acabarían matándolos a él y a Melina aun en el caso en que pudieran liquidar a Richter y a Helm. Sin embargo, daba la impresión de que únicamente estaban los dos hombres. En este momento, cualquier vacilación, cualquier intento de obtener una posición desde la cual disparar con precisión, les pondría en una desventaja fatal. Tenían que continuar corriendo.

Llegaron hasta una puerta de salida de emergencia. Melina tiró de ella. Se negó a abrirse.

– ¡Mierda! -exclamó.

Siguieron corriendo, ya que, de momento, no gozaban de otra alternativa. Se encaminaron hacia la gran ventana que había al final del pasillo. Más allá del cristal, sólo estaba el cielo rojo y el armazón geodésico, sin ninguna indicación de que hubiera alguna superficie sobre la que pudieran apoyarse.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Quaid, viendo el callejón sin salida al que se aproximaban.

– ¡Salta! -replicó ella sucintamente.

Si hubiera tenido un control más férreo sobre su voluntad, quizá lo habría cuestionado; pero aún seguía un poco atontado por el golpe recibido. Quizás a ella le sucedía lo mismo. Bueno, si iba a lanzarse al vacío, ¡ella era la persona con quien deseaba hacerlo! Recordó el sueño…

Saltaron juntos…, y atravesaron el cristal de la ventana. Volaron por el aire, y cayeron, y fragmentos de la vida de Quaid pasaron ante sus ojos, y de ellos pudo obtener una mayor comprensión de los sucesos que tenía enterrados en su mente. ¡Se relacionaban con el bienestar de la humanidad!

Entonces miró hacia abajo, y vio el techo a sólo un metro ochenta de distancia. Obviamente, Melina lo sabía. El hotel era una serie de terrazas construidas justo al lado del domo.

Aterrizaron, rodaron, y se pusieron de pie para reanudar la carrera. Richter y Helm aparecieron ante la ventana rota y les dispararon. En ese momento, Quaid y Melina se desvanecieron de su campo de tiro al girar una esquina.

Quaid escuchó el impacto producido por Richter y Helm cuando saltaron por la ventana para seguirles. ¡La persecución aún no había acabado!

Corrieron de techo en techo, zigzagueando para mantenerse fuera de la línea de tiro. Afortunadamente, sus perseguidores no podían disparar con precisión mientras corrían, de modo que estaban desperdiciando las balas.

Sin embargo, pronto se hallaron arrinconados, tal como lo estuvieran en el hotel, aunque en esta ocasión les rodeaba el precipicio y no las paredes. ¿Adonde irían ahora?

Melina corrió a toda velocidad hacia el borde de la tenaza. Quaid la siguió, consternado.

– ¿De nuevo?

Evidentemente, así era. Esperaba que ella supiese todavía adonde iba. Entonces vislumbró el domo. Dejó caerla ametralladora que llevaba, ya que le resultaría imposible sostenerla mientras empleaba ambas manos para aferrarse a la estructura que le esperaba delante. Se metió la pistola en el cinturón. Lamentaba no haber podido guardar la pistola de plástico que tanto le costó introducir en Marte; era un arma de excelente calidad.

Llegaron hasta el borde del techo de la terraza, saltaron y se aferraron al andamiaje del domo geodésico. ¡Nuevamente habían encontrado una vía de escape!

Mientras se sujetaba a una viga, Quaid echó un vistazo hacia atrás. Vio que Richter y Helm llegaban hasta el borde del techo. Richter alzó el arma para dispararles, pero Helm le dio un golpe en el brazo a tiempo para que el arma descargara contra el suelo.

– ¿Pretendes matarnos? -chilló Helm.

Furioso, Richter dio un manotazo a Helm en la cabeza e intentó disparar de nuevo. Helm luchó ferozmente con su más robusto jefe para impedírselo.

– ¡Agujerearás el maldito domo! -gritó mientras le daba de puñetazos a Richter.

Cierto, pensó Quaid, recordando la escena en el espaciopuerto. Una bala podía conseguirlo con la misma facilidad que una máscara explosiva. El hombre era un idiota de los que disparaban primero, con la misma probabilidad de matar a un inocente que a la persona a la que perseguía. Pero debió de recuperar los sentidos, porque el disparo no llegó nunca.

– Por cierto -jadeó Quaid, como si estuvieran haciendo aquello por pura diversión-. ¿Has oído hablar alguna vez de una compañía llamada Rekall?

– Hubo un tiempo en que fui modelo para ellos. ¿Por qué?

– Sólo me preguntaba. -Las cosas iban ocupando su lugar en su mente, aunque se estuvieran haciendo pedazos en otros aspectos.

Quaid siguió a Melina mientras ésta, con movimientos atléticos, avanzaba a lo largo de las vigas, descendía por tuberías y se balanceaba de un puntal a otro. ¡Quizá su aspecto fuera el de una mujer sensual, pero ahora también era una acróbata!

Sin embargo, las contorsiones de él hicieron saltar el arma que llevaba a la cintura. Quaid no pudo cogerla; lamentándolo, tuvo que contentarse con verla caer. Melina había soltado la suya sobre el techo o la había perdido de una manera similar. Ya no disponían de ningún modo con que devolver los disparos.

Mientras tanto, Richter y Helm descendían por el lado del hotel, una empresa mucho más fácil y corta. ¡Estaban recuperando la distancia!

Quaid y Melina saltaron al suelo cerca de una sólida pared. Richter y Helm aterrizaron casi simultáneamente. Emprendieron la carrera, disparando sus armas.

Quaid miró a su alrededor y no vio ningún lugar en el que ocultarse. Buscó frenéticamente el arma que se le había caído; pero estaba perdida entre la basura que había al pie del domo. En cualquier caso, no disponía de tiempo para continuar la búsqueda. ¡Las cosas se ponían mal para el equipo de casa!

Richter aminoró la velocidad hasta un paso rápido cuando llegó a distancia de tiro. Alzó el arma, apuntando con cuidado. Sonreía con una mueca. ¡Su intención era no hacer prisioneros!

Entonces un coche derrapó en una esquina, interponiéndose entre Richter y Helm. Se detuvo delante de Quaid y Melina.

¡Se trataba de Benny, el taxista vestido como un músico de Jazz!

– ¿Una carrera? -preguntó.

Se lanzaron de cabeza al interior del taxi, cayendo uno encima del otro cuando Benny pisó el acelerador y arrancó con una sacudida de cola.

– ¡Al Último Reducto! -jadeó Melina-. ¡Aprisa!

Richter disparó desde la acera, y la ventanilla trasera del taxi saltó hecha añicos. Quaid empujó a Melina hacia abajo para evitar los volantes trozos de cristal.

– ¡Jesús! -exclamó Benny-. ¿Están en problemas, amigos? -Pisó el acelerador a fondo.

Tras ellos, Richter y Helm subieron a su coche y se lanzaron en medio del tráfico, haciendo sonar sus armas.

Benny dio un volantazo y se metió por el túnel principal.

– ¡Cuidado con lo que hacen, amigos! ¡Tengo seis hijos que alimentar!

Benny dio un pronunciado giro a la izquierda y se metió en un conducto que atravesaba el abismo. El movimiento juntó a Quaid y a Melina. ¡Deseaba poder hacerlo de forma deliberada! Pero, tal como estaba la situación, se separó con cuidado, sin querer producir ningún malentendido.

El pavimento de este conducto era bastante irregular. A medida que el coche avanzaba de segmento en segmento a máxima velocidad, se encendieron bastantes luces y las ruedas produjeron sonidos rítmicos. Calumf, calumf, calumf, transmitidos a través del chasis. El efecto era extrañamente calmante.

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