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Se subió a otro metro, intentando dificultarles a los matones su rastro. No obstante, no podía continuar eternamente con eso; necesitaba trasladarse a otro lugar. Y para ello le hacía falta dinero.

Se detuvo en un cajero automático cerca del final de la línea del metro y sacó todo el efectivo que se atrevió: lo suficiente como para pagarse un vuelo a otro continente. La transacción sería localizada, y en unos pocos minutos los matones le seguirían el rastro de nuevo; ésa era la causa por la que aún no le hubieran cancelado su tarjeta de identidad. Pero, aunque carecía de la experiencia mortífera de su yo oculto, sí poseía una cierta astucia innata. En vez de dirigirse al aeropuerto, tomó el siguiente metro que volvía al centro de la ciudad y regresó casi al punto en el que comenzara todo. Eso les pillaría por sorpresa. Así lo esperaba. Quizá pensaran que no se había dado cuenta del rastreo de su tarjeta de identidad y que, de forma inocente, seguía su camino, y que no haría nada impredecible. Así lo esperó de nuevo.

Se bajó del tren y subió por unas escaleras mecánicas. Salió por un arco en el que se leía metro hacia la planta baja de unas galerías comerciales de los años 80, que habían degenerado por completo en una típica escena callejera de barrio: llenas de bares, pensiones de mala muerte, billares, tiendas de empeños y salas de masaje. Las galerías estaban atestadas de niños en monopatines y bicicletas, e incluso se veía a varios vagabundos durmiendo en los portales. Era como penetrar en el pasado, y casi sintió nostalgia. ¡La vida debió ser mucho más sencilla antes de que colonizaran los planetas!

Este era el lugar ideal para esconderse. Descubrió un hotelucho al otro lado de las galerías. Allí aceptarían efectivo sin hacer ninguna pregunta, y no tendría que mostrar su tarjeta de identidad. Podría descansar, lavarse la camisa o, tal vez, comprarse algo de ropa en una tienda de segunda mano. Empezaba a cogerle el ritmo a la supervivencia como un fugitivo anónimo.

Iba a cruzar en dirección al hotel cuando pasaron dos policías motorizados realizando una ronda. Se volvió hacia un escaparate y se quedó allí hasta que se alejaron. Demasiado tarde se dio cuenta de que no había tomado la mejor decisión: el escaparate mostraba unos maniquíes con sujetadores y lencería femenina. Bueno, quizá pareciera que era un mirón. Algunos de esos maniquíes tenían una buena silueta.

Sin embargo, la costa había quedado despejada. Reanudó la marcha y entró en el hotel.

Helm conducía el coche a gran velocidad a través de las mojadas calles.

– Hey, hombre -dijo-. Apuesto a que te alegra que Lori esté fuera de este caso.

La mandíbula de Richter se tensó, pero mantuvo los ojos fijos en el aparato de rastreo.

– Se trata sólo de un trabajo -dijo secamente.

– Bueno, yo puedo asegurar que no me gustaría que Quaid estuviera jodiendo a mi chica.

Richter hizo una mueca. Su mano salió disparada, agarró la oreja de Helm, y retorció dolorosamente. El coche dio un bandazo.

– ¿Acaso estás diciendo que a ella le gustó? ¿Es eso lo que estás intentando decir?

Helm luchó por controlar el coche y evitar que la oreja le fuera arrancada de la cabeza.

– ¡No, no, por supuesto que no! -dijo, rechinando los dientes-, ¡Estoy seguro de que ella odió cada minuto de ello!

Richter dio a la oreja de Helm otro doloroso giro y luego la soltó. Con el rostro enrojecido, volvió su atención al aparato de rastreo, que cambió a una sección más detallada del mapa.

– Círculo veintiocho. Nivel superior -dijo inexpresivamente. Y luego sonrió-. Las viejas Galerías…, por supuesto. Quaid piensa que se puede ocultar entre la carroña. ¿Sabes una cosa? -le preguntó a Helm-. Creo que no se ha enterado de que lleva un transmisor. -Pero lo llevaba. En realidad, había sido ese transmisor el que les alertó en un principio de la visita que Quaid realizó a Rekall. La alarma saltó en el instante mismo en que el hombre se apartó de su ruta normal, y tuvieron que moverse rápido y visitar Rekall para interrogar al personal y ocuparse de ellos.

Helm dobló una esquina, con los ojos fijos en la carretera y frotándose la oreja.

Quaid se dirigió a su habitación del hotel. Era tal y como había esperado: poca cosa. Estaba separada de los otros cuartos básicamente por un tabique de escayola. Si se molestaba en escuchar, podía captar lo que pasaba en las otras habitaciones: el ruido de vasos, una discusión acalorada, una partida de póquer que duraba toda la noche, la vibración del sexo intenso, y un montón de ruido de video. Eso convertía el lugar en el sitio perfecto para ocultarse.

Sin embargo, apenas había cerrado las sucias cortinas de la ventana cuando sonó el videófono. No respondió. Pero eso le perturbó: ¿por qué le llamaría alguien aquí? ¿Sería para el inquilino de la noche anterior? En cuyo caso, quizá lo mejor sería que contestara y fingiera que era el mismo hombre, ocultando así su propia presencia. No obstante…

Cuando ya sonaba por cuarta vez, se situó al lado de la pantalla, de modo que no le vieran, y pulsó la tecla de respuesta. No habló. Si le pedían un nombre, inventaría uno. Se asomó levemente para espiar la pantalla, manteniéndose fuera de su campo.

Lo único que se veía era la mano de un hombre que bloqueaba la lente. ¡Vaya, ésa era otra forma de hacerlo!

– Si quieres vivir, no cuelgues -le dijo una voz hosca masculina.

¡No parecía que se hubiera equivocado de número! Quaid permaneció inmóvil, sin colgar, aunque también sin hablar.

– Llevas encima un transmisor que les indica tu posición -anunció el hombre-. Entrarán por esa puerta en unos tres minutos, a menos que hagas exactamente lo que yo te diga.

Quaid, manteniéndose fuera del campo de visión de la cámara, buscó el transmisor. ¡Como un maldito idiota, no pensó en ningún momento en eso!

– No te molestes en buscarlo. Lo tienes en el cerebro.

Quaid miró a su alrededor, intrigado.

– ¿Quién eres? -Estaba claro que su identidad no era un secreto para el hombre que le llamaba.

– No te preocupes por eso. Moja una toalla y enróllatela a la cabeza. Así se mitigará la señal. Además, no es muy fuerte.

– ¿Cómo me encontraste?

Tenía que suponer que se trataba de un amigo, y no de un enemigo. ¿Por qué un enemigo le haría una advertencia?

– Te aconsejo que te des prisa.

Quaid vio el lavabo en el otro extremo de la habitación. Pasó delante del videófono para ir hacia allí. Ya no parecía tener mucho sentido ocultarse.

– Eso te permitirá ganar algo de tiempo -dijo el hombre con tono de aprobación-. No podrán localizarte con precisión.

Quaid se sentía como un idiota, pero mojó una toalla grande y se la enroscó alrededor de la cabeza. Consiguió formar un tosco turbante, que le chorreaba por el cuello y la espalda.

Helm conducía el coche, acercándose a la señal generada por el transmisor de Quaid. El aparato rastreador cambió de un mapa detallado a un mapa general de la zona. La luz parpadeante se hizo más débil.

Richter se sobresaltó.

– ¡Mierda!

– ¿Qué ocurre? -preguntó Helm.

Richter trasteó con el aparato de rastreo y lo observó unas cuantas veces.

– ¡Lo hemos perdido! -¿Qué demonios? Quizá se estaba dando una ducha. Richter sabía que el agua podía interferir la señal. Apretó los puños entre sus rodillas. No era un hombre paciente por naturaleza, pero podía aprender. Quaid no iba a permanecer toda la noche en la ducha, y cuando saliera…

Helm siguió conduciendo.

Quaid volvió a envolverse la cabeza con la toalla mojada, realizando un turbante mejor; sin embargo, aún le goteaba por el cuello.

– Con eso vale -le dijo el hombre-. Ahora, mira por la ventana.

Quaid se acercó a la ventana y, con cautela, apartó la cortina. Espió fuera. No se trataba de un rascacielos; se hallaba bastante cerca del pavimento.

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