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– Eres muy valiente, grandulón -comentó Quaid con ironía.

Cohaagen apartó a Richter.

– Lo siento, Quaid. Pronto acabará, y todos volveremos a ser amigos.

¡Antes preferiría hacerse amigo de unos escorpiones! Pero eso era lo menos importante. ¿Cómo podía proteger el mensaje de los No'ui de ser descubierto?

El doctor activó la máquina de los implantes. Emitió un espantoso sonido gimoteante que le recordó los viejos tornos de los dentistas, la clase que aún se usaba en los videos de terror. Cohaagen sonrió y se llevó a Richter del laboratorio. Se detuvo en la puerta y se volvió hacia Quaid.

– De paso, doy una pequeña reunión en casa esta noche. ¿Por qué tú y Melina no venís a eso de las nueve?

Quaid apretó los dientes y se negó a responder.

Cohaagen se dirigió al doctor.

– Doc, ¿se lo querrá recordar usted?

– Hum, hum -replicó el doctor, con aire ausente.

Richter se despidió con un gesto de la mano.

– Te veré en la fiesta.

Y expresaría su sorpresa ante el ojo hinchado de Hauser. Así que el tipo era un hipócrita; ése era uno de sus defectos menores.

Cohaagen y Richter abandonaron el laboratorio. En ese instante, los ruidos que salían del equipo se hicieron aterradores de verdad, no por su mecánica, que esencialmente era indolora, sino por su significado. Era como si el cerebro vivo fuera partido en trozos, de modo que se pudieran emplear partes de los que había en la morgue.

Tanto Quaid como Melina lucharon contra ello. Se concentraron en anular los efectos de la reprogramación; pero sus recursos eran escasos para enfrentarse a una fuerza tan abrumadora. Quaid tiró de las abrazaderas metálicas que le sujetaban las muñecas, los antebrazos y los tobillos.

– Por favor, quédese quieto -pidió el doctor.

Entonces sintió dolor, tanto físico como mental, cuando su piel fue apretada por las ataduras y su mente intentó oponerse al lavado de cerebro. Las dos clases de dolor se agudizaron. Quaid hizo una mueca, como si con ello pudiera apartar el programa hostil.

– No se oponga -aconsejó el doctor-. Eso lo convierte en un proceso doloroso.

Quaid vio que Melina se debatía en vano. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas y la saliva brotaba de su boca. Se retorció en el sillón, intentando soltarse. El gemido del equipo sonaba espantoso; pero no era nada comparado con el dolor de la lucha y la pérdida. Parecía desvalido; no obstante, no podía dejar, simplemente, que sucediera. ¿Era esto lo que sentía una mujer al ser violada? Porque, sin lugar a dudas, se trataba de una clase de violación.

– Es un procedimiento muy delicado, señor Quaid -le advirtió el doctor-. Si no se queda quieto, terminará esquizofrénico.

¿Les impediría eso que descubrieran el mensaje de los No'ui? Si fuera así, podía ser una salida. Pero no confiaba en ello. Reunió todas sus fuerzas para mantener intacta su identidad y soltarse del sillón.

Los grilletes no cedieron nada; Cohaagen se había cerciorado de que fueran eficaces. Sin embargo, los tornillos que mantenían unido el sillón empezaban a crujir.

– Active el sedante -le dijo el doctor a un ayudante.

¡Eso sería el fin! Quaid supo que era su última oportunidad. Aun así, su fuerza se hallaba al máximo de tensión; ¿qué más podía hacer?

¡No'ui!, pensó. ¡Necesito ayuda!

Y de una fuente intacta surgió una oleada de fuerza. El ruido, el dolor y el forcejeo crecieron, y le pareció que ya no podía aguantar más; sin embargo, notó que la fuerza aumentaba. Quizá se tratara de la fuerza que otorga la locura y que el implante de los No'ui sabía cómo llamar. No importaba. Tensó aún más los brazos y abrió la boca para lanzar un grito.

¡Entonces, con un rugido tanto vocal como estructural, arrancó el apoyabrazos derecho del sillón! Colgó de su brazo como una tablilla floja. ¡Se estaba liberando!

De inmediato, se quitó de un golpe la intravenosa de la otra mano, deteniendo el sedante. Con una mano parcialmente suelta podía…

El doctor se abalanzó sobre él para detenerle. Quaid empuñó el apoyabrazos como una incómoda arma y lanzó un golpe duro y abierto a la garganta del médico.

Los ayudantes cayeron sobre él. Uno asió el antebrazo de Quaid. Quaid lo retorció en una presa de un sólo brazo y le rompió el cuello.

Entonces dispuso de un instante para quitarse el equipo. Alzó el casco de su cabeza. ¡Con eso liquidaba el proceso de implantación! Mientras se lo sacaba sintió un terrible dolor de cabeza, como si se estuviera arrancando cables del cerebro; luego la sensación desapareció.

Otro ayudante, a espaldas de Quaid, le aferró la muñeca. Quaid agarró el cabello del hombre y tiró brutalmente de él hacia delante por encima de su hombro. La cabeza aterrizó entre sus rodillas. Las cerró de un golpe, presionando el cráneo como si fuera una nuez en un cascanueces. El hombre lanzó un aullido y se derrumbó.

Quaid alargó el brazo y soltó la abrazadera que le rodeaba la muñeca izquierda. Ya tenía los dos brazos libres. Vio que Melina aún luchaba contra el lavado de cerebro.

– ¡Aguanta! -gritó.

Tres ayudantes más se lanzaron sobre Quaid, sujetándole los brazos. Y otro le atacó con una larga vara metálica. Quaid colocó a un hombre delante de él, como un escudo. La vara le atravesó el ojo. Eso acabó con él. Los otros, asustados, se quedaron congelados durante un momento. Quaid aprovechó para agacharse y quitarse la abrazadera de un pie.

En el acto le propinó una patada en la entrepierna al ayudante que se lanzaba contra él; recordó exactamente lo que se sentía cuando pensó en la patada que le diera Lori. El hombre cayó de lado.

Quaid se ayudó con los brazos y se incorporó. Aún tenía una pierna inmovilizada, pero no disponía de tiempo para soltarla. Dos ayudantes más le acosaban, manteniéndole a raya como a un oso, utilizando la vara y un hacha de mango largo contra incendios. Quaid esquivó la embestida del hacha, aferró el extremo de la vara metálica, y luego se inclinó con rapidez para soltar la última abrazadera que tenía alrededor del tobillo. El hacha cayó en un arco descendente sobre él, y apenas logró apartarse a tiempo.

Completamente libre ya, Quaid empaló al asistente que había blandido la vara con su propia arma. Luego se dirigió hacia Melina para quitarle el casco.

El ayudante que quedaba hizo lo que debió haber hecho desde el principio: activó la alarma y corrió hacia la puerta. Quaid saltó detrás de él, lo atrapó y le ayudó a llegar más deprisa a la puerta, con la cara por delante. La nariz del hombre dejó un reguero sangriento en la superficie de la puerta mientras se deslizaba sin sentido hacia el suelo. Qué pena que no fuera Richter, que se merecía la devolución de una palmadita en el hocico. No es que eso le hiciera más feo de lo que era.

Quaid regresó al lado de Melina y empezó a quitarle las abrazaderas de los brazos y las piernas.

– ¿Te encuentras bien?

Ella asintió.

No era suficiente. Había estado bajo tratamiento más tiempo que él.

– ¿Sigues siendo tú?

Ella lo meditó.

– No estoy segura, cariño -repuso, con voz perfectamente dócil-. ¿Tú que crees? -Quaid se sintió horrorizado. Entonces ella sonrió y restalló-: ¡Larguémonos de aquí!

¡Ese tono irritado fue como música para sus oídos! Soltó la última abrazadera. Ella bajó del sillón, cogió el hacha empotrada en los restos del sillón de Quaid y corrió hacia la puerta.

Salieron corriendo del laboratorio. Las alarmas aullaban. Dos soldados aparecieron por una esquina. Melina clavó el hacha en el esternón de uno. Quaid golpeó con la vara metálica la sien del otro. Dos menos.

Recogieron las ametralladoras de los soldados, corrieron hacia el ascensor y pulsaron el botón de llamada. Quaid dudaba que la cosa resultara tan fácil como bajar simplemente por el ascensor; pero ninguno de los dos se podía permitir el lujo de ignorarlo.

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