Un inusual olor a incienso se mezclaba con el tufo rutinario a desinfectante en el pasillo que conducía hasta Daniel. Delante de la puerta de su habitación, el exorcista esperaba a Audrey, vestido para el combate. Pues de eso se trataba, de un combate. Sobre el hábito llevaba puesta la túnica ceremonial de lino blanco, el alba, y de su cuello colgaba una estola morada. Cuando habló, fue muy directo en sus palabras:
– Señorita Barrett, soy el padre Gómez. Aunque la Iglesia recomienda ahora que esté presente un psiquiatra en los exorcismos, sus conocimientos científicos aquí no sirven de nada por sí mismos, así es que haga el favor de observar y no intervenir en ningún momento, salvo cuando yo se lo diga. ¿Estamos de acuerdo?
– Por supuesto.
Quizá por influencia del cine, Audrey esperaba encontrarse con un sacerdote ya anciano, de aspecto sabio y mirada profunda, con un gesto duro esculpido en mil batalias contra el Príncipe del Mal. Ésa era la imagen que Audrey tenía de un sacerdote exorcista. Y no pudo evitar sentirse decepcionada, además de temerosa. El padre Gómez era un hombre joven, de origen portorriqueño y gesto altivo. Su voz afectada y su comentario desdeñoso revelaban una soberbia que la inquietó. Un exorcismo es una lucha despiadada entre el Bien y el Mal, una tierra de nadie donde las fuerzas de ambos bandos se encuentran más igualadas que en ningún otro caso. Para vencer la batalla son necesarias fe y perseverancia. Pero también humildad. Un exorcista que carezca de ella puede caer fácilmente en las trampas del Demonio. Dios es quien sale victorioso en un exorcismo, y no el exorcista, que es su mero instrumento. Ojalá el padre Gómez no se olvidara de ello.
– ¿Es éste su primer exorcismo?
Audrey tuvo que preguntar. Había demasiado en juego.
– ¡Claro que no! ¡Por supuesto que no es mi primer exorcismo!
– Me alegro. Para mí, sí lo es.
Él la miró con desdén y, sin añadir nada más, entró en la habitación de Daniel. Allí el olor a incienso era casi sofocante. Daniel estaba sentado encima de la cama. A su lado, el exorcista había puesto el crucifijo que normalmente colgaba de la pared. Y Audrey detectó también otro cambio: sobre la mesilla en la que solía haber una lámpara, el padre Gómez había colocado una imagen de la Santísima Virgen y dos pequeños recipientes, uno con agua bendita y otro con sal.
– ¡Au… drey! Tengo… miedo.
– Vuelve a sentarte -le ordenó a Daniel el sacerdote, cuando vio que el anciano iba a levantarse de la cama.
– No hace falta que le hable así -dijo Audrey-. ¿No ve que está aterrorizado? Tranquilo, Daniel. Yo estoy aquí. No va a pasarte nada.
El exorcista puso una mueca exasperada, antes de decir:
– Señorita Barrett, ya le he dicho que usted debe limitarse a hacer lo que yo le diga. Si eso no le parece bien, será mejor que se marche ahora mismo y que no participe en el ritual. No se puede ser condescendiente con Satanás.
Audrey pensó: «Este no es Satanás, pedazo de imbécil. Es sólo un pobre anciano retrasado que está muerto de miedo». Sin embargo, lo que dijo fue:
– Haré todo lo que me ordene.
– Muy bien -la voz del padre Gómez sonó aguda, de complacencia-. Puede empezar poniéndole esto a Daniel.
Al ver lo que el exorcista sacó de su maletín, Audrey tuvo que contenerse otra vez.
– Yo… no quiero… co… rreas.
La expresión doliente de Daniel le partió a Audrey el corazón.
– Daniel, ¿confías en mí?
– Sí.
– Entonces ¿me crees si te digo que es necesario que te pongas las correas? -Daniel asintió-. No las apretaré mucho.
– Apriételas todo lo posible.
Por tercera vez, Audrey no dijo lo que estaba pensando. La mirada de odio que le dirigió al exorcista fue más que elocuente.
– Tengo que hacerle caso al padre Gómez. ¿Lo entiendes, Daniel?
– Yo… con… fío… en ti.
Siguiendo las instrucciones del exorcista, Audrey ató con las correas las manos de Daniel; una a la cabecera de la cama y otra a su pie. El anciano quedó así con los brazos extendidos, como el propio Cristo que descansaba a su lado. La penosa imagen hizo asentir, satisfecho, al padre Gómez. Luego, rebuscó de nuevo en su maletín, del que esta vez sacó una pequeña cámara de vídeo digital.
– ¿Va a grabar el exorcismo?
Esto había cogido a Audrey por sorpresa. Se había resignado a que, durante el ritual, pudieran revelarse acontecimientos de su pasado que habría preferido mantener ocultos. Pero nunca se le ocurrió que fueran a quedar registrados en una cinta.
– Yo grabo todos mis exorcismos. De hecho, es preceptivo cuando los medios técnicos lo permiten.
– ¿De verdad lo cree necesario, padre Gómez?
En la respuesta de él volvió a percibirse su hiriente y peligrosa soberbia.
– El registro de imagen y sonido en el exorcismo es un procedimiento habitual en el siglo XXI. ¿Acaso le molesta?
«Claro que me molesta, engreído de mierda.»
– No. No me molesta.
El padre Gómez puso la cámara digital sobre una cómoda apoyada en la pared hacia la que miraba Daniel. Después de graduar el zoom y el enfoque, oprimió el botón de grabación y volvió atrás.
– Empecemos de una vez. La cámara ya está en marcha. Puede orar en silencio por Daniel, pero se lo repito una vez más: no intervenga en ningún momento, salvo cuando yo se lo ordene expresamente.
– Así lo haré.
El exorcista se colocó a la izquierda de Daniel e indicó a Audrey que se pusiera al otro lado. La psiquiatra vio al padre Gómez mirar al objetivo de la cámara. Él mostraba una estúpida autocomplacencia. Incluso llegó a arreglarse los cabellos, como si fuera a prepararse para un concurso de belleza masculina, en vez de para un combate contra el Demonio. Por fin, sacó de un bolsillo el libro con el ritual del exorcismo y, tras cerrar los ojos, comenzó a orar para sus adentros. Terminado el rezo preparatorio, hizo la señal de la cruz, que exhortó a Audrey a hacer también, y dijo:
– En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo… Usted debe responder «amén».
– Amén.
Extendiendo los brazos y las manos, el exorcista prosiguió:
– Dios, Padre Omnipotente que quiere que todos los hombres se salven, esté con todos vosotros. -Hacia Audrey, dijo-: Y con tu espíritu.
– Y con tu espíritu.
– Daniel, te pido tu permiso para expulsar a los demonios que te atormentan. ¿Me lo concedes?
Daniel no sabía qué responder. Por eso, miró a Audrey, que asintió y le dijo en un murmullo: «Di que sí».
– Sí… Sí.
Ahora, el exorcista tomó un puñado de sal, que echó en el recipiente con agua bendita:
– Te suplicamos, Dios Todopoderoso, que bendigas en tu bondad esta sal creada por ti. Tú mandaste al profeta Eliseo arrojarla en el agua estéril para hacerla fecunda. Concédenos, Señor, que al recibir la aspersión de esta agua mezclada con sal nos veamos libres de los ataques del enemigo, y la presencia del Espíritu Santo nos proteja siempre. Por Jesucristo, nuestro Señor…
El padre Gómez volvió a mirar hacia Audrey. Pero ella no contestó «Amén». Estaba ensimismada.
– ¡Responda amén! -exclamó el padre Gómez.
– Amén.
Airado, el exorcista comenzó la súplica litánica. La furia de su voz desvirtuó las dulces palabras de la oración:
– Queridos hermanos, supliquemos intensamente la misericordia de Dios, para que, movido por la intercesión de todos los santos, atienda bondadosamente la invocación de su Iglesia a favor de nuestro hermano Daniel, que sufre gravemente.
El anciano estaba sufriendo, sí. Pero el demonio que llevaba dentro no parecía resentirse en absoluto por el ritual. De hecho, Audrey aún no había notado siquiera su maléfica presencia.
– Arrodillémonos para comenzar las letanías -dijo el exorcista-. Tú no, Daniel.
Este no habría podido arrodillarse aunque hubiera tenido que hacerlo, porque las correas que lo sujetaban a la cama se lo habrían impedido. El jardinero sudaba. De la frente húmeda le caían gotas sobre los ojos sin que pudiera limpiárselas con sus manos atadas. Audrey vio la mirada suplicante del anciano y estuvo a punto de levantarse para enjugarle ella misma el sudor. No lo hizo porque sabía que, en ese caso, el exorcista la echaría de la habitación. Fijó cobardemente su mirada en el suelo, incapaz de soportar la angustia de Daniel.