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– Él no puede saberlo.

Una vez más, se dijo que Daniel era telépata. Y que tenía también la capacidad de visión remota. Pero los telépatas no lo saben todo. Nadie conoce el pasado y el futuro, salvo Dios y el Demonio. Eso le había dicho Audrey a Daniel. Pero ¿y si realmente él estuviera poseído, como pensaba la madre superiora? Entonces, el Demonio hablaría a través de él y Daniel podría saber cosas que nadie puede saber… En la mano, Audrey sostenía una foto de Eugene, la última que le sacó. Su hijo estaba sonriente. A su lado había un payaso vestido con ropas estrafalarias y el rostro pintado de blanco y rojo. El payaso usaba dos guantes enormes. De uno de ellos salían unos casi invisibles hilos de nailon, en cuyo extremo flotaba una nube de globos amarillos. Y Daniel había hablado en sueños de unos globos amarillos…

Aún así, Audrey seguía resistiéndose a admitir que Daniel estuviera poseído. Necesitaba pruebas completamente irrefutables de ello, capaces de satisfacer su rigurosa parte científica de psiquiatra. Si él era el Demonio, como afirmaba ser, que lo demostrara. Y, entonces, ella creería.

La sirena de la ambulancia volvió a oírse de nuevo, esta vez mucho más cerca. Audrey se limpió la nariz con el dorso de una mano. Había dejado de sollozar y se sentía un poco más tranquila. Las lágrimas son útiles, en ocasiones, aunque su consuelo nunca dure mucho y acaben siempre dejando un gusto salado en el alma.

A través de la ventana se oyeron nuevos pitidos rabiosos, que se juntaron a la estridente sirena de la ambulancia. Ésta debía de haberse quedado también atascada. Audrey se levantó del suelo y, sin soltar en ningún momento la foto de Eugene, se dirigió a una de las ventanas. Allí estaba la ambulancia, en efecto, aprisionada irremisiblemente en la esquina entre la avenida Commonwealth y una calle lateral. Iba a resultarle muy difícil salir de ese lugar. Los coches a su alrededor no tenían apenas margen de maniobra para abrirle paso. Lo mismo debieron de pensar los integrantes del equipo médico de la ambulancia, porque Audrey los vio saltar del vehículo y sacar de la parte trasera una camilla e instrumental de reanimación. O se habían vuelto locos, o la urgencia que tenían que atender estaba muy cerca.

Un pensamiento horroroso surgió en la mente de Audrey…

– Oh, no… No, no, ¡NO!

Salió corriendo del despacho, sin coger un abrigo ni cerrar la puerta de la consulta tras de sí. La lluvia furiosa la empapó completamente nada más pisar la acera. Miró a uno y otro lado, desorientada, y después empezó a correr hacia su derecha.

Los cabellos mojados le caían sobre los ojos, sus zapatos emitían un chapoteo desagradable con cada uno de sus rápidos pasos. Un par de ancianos a los que la lluvia había cogido por sorpresa se acercaban en sentido contrario. Audrey se desvío bruscamente de su camino y saltó a la calzada. Un coche estuvo a punto de atropellarla. A lo lejos, escuchó los insultos del conductor.

Siguió avanzando entre los vehículos detenidos. Sus propietarios la veían pasar a su lado y miraban con lástima a esa mujer que sin duda debía estar mal de la cabeza. Audrey llegó por fin a la ambulancia. El conductor, que se había quedado en ella, se dio un susto de muerte al verla aparecer junto a su ventanilla. Audrey no dejó de golpearla hasta que el hombre bajó el cristal.

– ¿Qué?

– ¡¿Dónde es la urgencia?!

– ¡Lárgate de aquí, loca!

– ¡DIME DÓNDE ES LA URGENCIA! -gritó Audrey, agarrando al hombre por la pechera de su uniforme.

El conductor iba a zafarse de un manotazo y a cerrar la ventana de nuevo, pero se dio cuenta de que Audrey sostenía la foto de un crío sonriente que posaba junto a un payaso. Y el corazón se le ablandó.

– La urgencia es en El Grill de Joe.

Audrey inició de nuevo su alocada carrera bajo la lluvia y entre los coches. Cuando llegó a las inmediaciones del restaurante, se topó con una colorida reunión de paraguas y gabardinas. Sus dueños estaban agolpados junto a los cristales, husmeando a través de las cortinillas. Audrey se abrió paso entre ellos a empujones, oyendo insultos y recibiendo codazos hasta entrar por fin en el Grill.

El restaurante estaba lleno, pero nadie comía. Un delicioso aroma a carne asada y maíz fresco llenaba el aire. Eran los olores de alegres cenas familiares de fin de semana, de celebraciones llenas de risas. Dios no debería permitir que nadie muriera en un sitio como éste.

Pero eso era justamente lo que acababa de ocurrir.

El médico de emergencia dejó de presionar el pecho de la mujer. Ella estaba tirada en el suelo, con la blusa abierta. Por fortuna, alguien se había llevado de allí a su hijo.

– Lo siento mucho -dijo el médico.

El infarto había sido fulminante, de una violencia inusual en alguien tan joven. El marido miró al médico con una expresión ausente. No entendía. No quería entender. Se volvió hacia las personas que lo rodeaban, quizá con la esperanza de que alguien le explicara el porqué de aquello. Su mirada se topó entonces con la de…

– ¿Audrey? ¿Eres tú?

Ésta tragó saliva. De nuevo notó el ardor de las lágrimas acudiendo a sus ojos.

– Michael, yo…

– Está muerta.

– Lo sé.

Audrey lo sabía. «Karen» era el nombre que Daniel escribió en la palma de su mano para obligarla a creer. Y lo había conseguido. Ahora creía.

Joseph Nolan estaba terminando de hacerse la cena cuando sonó el timbre del portero automático. No imaginaba quién podría ser, porque no solía recibir visitas, a excepción de las que sus hijos le hacían dos veces por semana. Bajó la intensidad del gas en el quemador y fue hacia la puerta.

– ¿Sí?

Nadie contestó.

– ¿Diga?

Nada.

Debía de ser algún adolescente bromista del barrio. Joseph se dispuso a terminar de cocinar sus espaguetis con tomate, pero el timbre sonó otra vez.

– ¡Esos niñatos!

En vez de dirigirse a la cocina, se encaminó hacia una de las ventanas del salón, desde la que se veía la entrada del portal. Se llevó una gran sorpresa cuando se asomó y vio quién estaba allí.

– ¡Audrey!

Volvió corriendo al intercomunicador y abrió la puerta de abajo. Luego, se dedicó rápidamente a intentar ordenar un poco el caos que reinaba en el apartamento. Audrey llegó en el instante en que Joseph lanzaba unas revistas de béisbol debajo del sillón. El se volvió con una gran sonrisa en la cara, que rápidamente se convirtió en un gesto de preocupación, al verla.

– Estás empapada… ¿Qué pasa, Audrey?

Sus ropas chorreaban agua en el suelo de la entrada. Parecía un fantasma, y se notaba que había estado llorando.

– Entra, por favor. -Le ayudó a hacerlo y después cerró la puerta-. Cuéntame qué ha pasado.

Audrey susurró:

– Abrázame…

Joseph la estrechó entre sus brazos. La camiseta que llevaba puesta no tardó en estar igual de mojada que las ropas de ella, pero el bombero no aflojó su abrazo. Nunca había visto a alguien más necesitado de cariño y consuelo que Audrey en ese momento. Nadie le había parecido jamás tan desamparado. E incluso un hombre normal y corriente como él, que no sabía nada de psicología, se daba cuenta de que el dolor de Audrey era profundo y de que iba más allá de lo ocurrido esa noche, fuera ello lo que fuese. La actitud, a veces seca y siempre profesional que Audrey mostraba desde que se conocieron, se había resquebrajado. Enfrente, estaba una Audrey a la que Joseph veía por primera vez. Frágil y desvalida. Y él quería ayudarla. Joseph nació para ayudar a los demás. Por eso se había hecho bombero.

– Lo siento -dijo Audrey, entre sollozos que se esforzó en ahogar-. No tenía que haber venido.

El bombero negó con la cabeza. No había nada por lo que ella debiera disculparse. Se soltó delicadamente del abrazo de Audrey y le agarró los hombros para dar más fuerza a sus palabras:

– Todo saldrá bien -le aseguró.

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