Todos los temores de Audrey volvieron de repente. La pared del fondo estaba llena de marcas de un color rojo oscuro. «Por favor, que no sea sangre…», imploró ella. Las marcas representaban siempre un círculo, una cruz, un cuadrado, una estrella de cinco puntas o tres líneas sinuosas verticales: los símbolos de las cartas Zener.
Una idea absurda cruzó la mente de Audrey. Metió la mano en su bolso y extrajo las cartas de su amigo Michael. En su esquina de la pared, Daniel seguía gimoteando, sin atreverse a levantarse del suelo. Las manos de Audrey sudaban. Le costó dar la vuelta a la primera carta. Mostraba un círculo, igual que el primer símbolo de la pared. La mano temblorosa de Audrey metió esta primera carta bajo el mazo, para dejar al descubierto la segunda. Un cuadrado. Audrey alzó los ojos hacia el muro.
– Dios mío…
Cerca de perder por completo el control de sus manos, empezó a pasar las cartas una tras otra, cada vez más deprisa. Ya no se molestaba en colocarlas al final del mazo. Simplemente iba dejándolas caer al suelo.
Revisó las veinticinco cartas Zener. Todos y cada uno de los símbolos pintados en la pared estaban en el orden exacto de las cartas del mazo. Todos. Sin excepción.
Habían pasado tres horas. Daniel estaba en su cama, bajo los cuidados de Audrey y la madre superiora.
– Ya tiene menos fiebre -dijo Audrey.
Era una noticia tranquilizadora, pero eso no disminuyó la angustia de la religiosa. El anciano tenía el rostro demacrado y no paraba de toser. Unos ojos sin brillo se veían apenas en el fondo de las cuencas oscuras. Audrey le había administrado un sedante fuerte, pero ni siquiera eso logró calmarle del todo. Agarraba las sábanas con los puños cerrados, justo por debajo de su barbilla. La maceta con su planta estaba a un lado, sobre la mesilla de noche.
El anciano no había dicho una sola palabra desde que Audrey consiguiera hacerlo reaccionar en la sala de terapia y sacarlo de ella. La madre superiora, que fue informada inmediatamente de lo ocurrido, había ordenado cerrar esa sala bajo llave. Al día siguiente, dos de las hermanas que se encargaban de los trabajos de mantenimiento de la residencia, harían desaparecer esos símbolos que parecían escritos con sangre. Cuando los vio, la religiosa no pudo evitar santiguarse y musitar una breve plegaria protectora. Notaba allí la intervención del Diablo, le confesó a Audrey, y ésta tuvo la clara impresión de que esa sospecha no era reciente, ni se debía sólo a lo ocurrido en la sala de terapia.
Descubrieron también manchas rojas en las manos de Daniel, que Audrey tomó en un primer momento por sangre, al igual que los dibujos de la pared. Afortunadamente se trataba de la pintura que Daniel había utilizado para dibujar los símbolos Zener. Encontraron un pincel y una lata medio vacía tirados en un rincón de la sala de terapia, que Daniel había cogido del cobertizo de las herramientas.
La madre superiora acarició con ternura la cabeza del anciano. Estaba sentada en una silla junto a la cama, mientras que Audrey permanecía de pie, reflexionando frenéticamente. Lo que había presenciado demostraba con total certeza que Daniel era telépata. Más aún, demostraba que tenía la capacidad de visión remota, como esos «espías psíquicos» de los que le habló su amigo Michael. Por eso consiguió adivinar las cartas Zener a distancia. Pero a Audrey no le parecía que esa explicación fuera suficiente. Su corazón insistía en que algo mucho más profundo se ocultaba bajo aquel hecho excepcional. Algo mucho más temible a lo que quizá ella misma había abierto la puerta. Puede que la madre superiora tuviera razón, que la mano del Demonio estuviera allí. Audrey no descartaba esa posibilidad. Ella creía en el Demonio igual que creía en Dios, porque estaba convencida de que la existencia de uno implicaba necesariamente la del otro. No había Bien sin Mal, blanco sin negro, luz sin oscuridad. Su formación académica y su mente racional nunca la habían apartado de esa creencia. Al contrario: le permitían distinguir con claridad la frontera entre las enfermedades mentales y las del alma. Daniel se hallaba justo en esa frontera. Audrey aún no estaba dispuesta a admitir que el anciano se hallara poseído, como pensaba la madre superiora. Porque a eso se refería la religiosa cuando hablaba de la intervención del Diablo, aunque se resistiera a decirlo tan claramente. Audrey, en cambio, necesitaba más pruebas. Incluso con sus presentimientos negativos, creía que todo lo ocurrido era aún explicable sin tener que apelar al Maligno. Aunque fuera recurriendo a causas extraordinarias.
– Yo… no… quería… -habló Daniel por fin.
– No te esfuerces, hijo mío -dijo la madre Victoria-. Descansa ahora.
Daniel necesitaba reposo. Audrey asintió con la cabeza al oír la recomendación de la superiora. Pero él siguió hablando.
– Había… muertos. Mu… chos… Muchos… muertos. La tierra… estaba… llena de… muertos. Plumas…
Daniel estaba describiendo otra de sus pesadillas, o quizá una especie de alucinación que tuvo cuando el otro Daniel tomó el control de su mente y de su cuerpo. El modo de expresarse del anciano era más inarticulado de lo habitual, seguramente por causa del sedante. Eso hacía muy difícil entenderle, pero Audrey recordaba que, en una visita anterior, el anciano se había ya referido a una pluma, blanca, grande y ensangrentada.
– ¿Las plumas estaban manchadas de sangre, Daniel?
La monja dirigió a Audrey una mirada reprobadora.
– Daniel tiene que descansar.
– Las plumas eran… blancas… y negras. Alas… blancas… y negras. Sangre. Todos… muertos.
– ¿De qué estás hablando, Daniel? -insistió Audrey.
– «Y comenzó a librarse una batalla en el Paraíso -respondió por él la madre superiora. Su voz resonó de un modo luctuoso en la habitación-. El arcángel Miguel y sus ángeles se dispusieron a combatir a la Bestia, y la Bestia y sus ángeles los atacaron…»
– «… pero la Bestia no era lo suficientemente poderosa, y todos los suyos perdieron su lugar en el Cielo» -terminó Audrey.
Sus padres la habían obligado durante años a leer todos los días fragmentos de los libros sagrados. Luego le hacían preguntas, y el castigo por no acertar en las respuestas era muy severo. Audrey todavía era capaz de recordar una infinidad de esos pasajes.
La chocante nueva pesadilla era un nudo más en la enredada madeja en que se había convertido el caso de Daniel. Todo aquello era muy difícil de asimilar para Audrey. Y había llegado, además, de un modo inesperado. El origen fue una inofensiva petición de ayuda de la madre superiora para un caso de estrés postraumático. Lo único que se salía entonces de lo común era que el paciente fuera retrasado mental. Su primer encuentro con Daniel, en el jardin de la residencia, fue intrascendente. Pero, en el segundo, la situación cambió… Todo empezó a cambiar al aparecer ese otro Daniel y mencionar la estatua de John Harvard. Desde ese momento, nada había vuelto a ser normal. Y lo ocurrido hoy sólo confirmaba que la realidad estaba desquiciándose. Audrey sentía que empezaba a perder el control. No sólo del tratamiento psicológico de su paciente, sino de todo; de ella misma, de su propia racionalidad. Se preguntó ahora si habría tenido en algún momento el menor control sobre lo que estaba ocurriendo con Daniel. No le llevó mucho tiempo contestarse, y la respuesta fue que no. Tenía la sensación, cada vez más fuerte, de que había empezado a girar una rueda de un modo ajeno a su voluntad, y de que ella misma y cuantos rodeaban a Daniel eran meros engranajes de ella. Lo que Audrey ignoraba por completo era adonde los llevaría eso.
– Debo irme -dijo la madre superiora, con resignación-. No puedo descuidar mis obligaciones por más tiempo. ¿Te importaría quedarte tú con él?
– En absoluto.
– Gracias, Audrey. Pero prométeme que hoy no le harás más preguntas.