– Lo ha descubierto… -dijo Audrey.
Leo la agarró por el brazo porque sabía lo que ella estaba a punto de hacer.
– Sólo conseguirás que os detengan a los dos.
– No puedo dejar que…
La frase de Audrey se quedó a medias, porque vio que las luces del Harvard Hall empezaban a apagarse de nuevo, una tras otra, en una sucesión opuesta a la anterior. La última en apagarse fue la luz de la entrada. Y de la oscuridad del interior surgió Zach.
– Tenéis que ayudarme. Ese tipo pesa por lo menos cien kilos.
Leo no pudo impedir esta vez que Audrey corriera hacia el edificio. Al llegar junto a su novio, vio que tenía sangre en la cara.
– ¿Qué ha pasado?… ¿Qué te ha hecho?
En un primer instante Zach pareció no entender a qué se refería. Luego, supo por la mirada de ella que tenía algo en la cara. Se pasó la mano por el pómulo y comprobó que estaba manchado de sangre.
– No es mía. Es de él.
– ¿Esa sangre es del guardia?
– ¿Preferirías que fuera mía?
– Yo sí-dijo Leo, que se les había unido-. ¿Qué le has hecho a ese pobre hombre?
– Tú, cállate, imbé…
El puñetazo de Leo le impactó a Zach en los labios. Un chorro de su propia sangre se mezcló con la del guardia, que aún le manchaba la cara.
– ¡Hijo de puta! ¡Te voy a matar!
– ¡BASTA! -Si aquel grito de Audrey no había despertado a todo el campus de Harvard, nada podría hacerlo-. ¡Basta!
La serenidad de la noche volvió durante unos segundos, hasta que Zach dijo con voz amenazadora:
– Ya arreglaré cuentas contigo más tarde, cuando no esté ella para defenderte. Ahora tengo un edificio que quemar.
Zach entró de nuevo en Harvard Hall. Le había robado la linterna al guardia. Todo era oscuridad más allá del haz luminoso que partía de su mano.
– Se ha vuelto loco.
– No, Leo, no está loco. Es algo peor.
Audrey sabía de qué hablaba. Ella estaba estudiando para convertirse algún día en psiquiatra. Y ya había aprendido a distinguir a un loco de un fanático.
El cuarto de baño de Audrey apestaba a vómitos y a alcohol, aunque había tirado ya tres veces de la cadena e intentado limpiar con papel higiénico la porquería esparcida por el suelo. «¡Que se joda!», dijo con voz pastosa. El comentario no eramás que un modo de demostrar su frustración, hasta que se dio cuenta de que su adorada asistenta tendría que limpiar al día siguiente aquel desastre.
– Sí, ¡que se joda!
El espejo del cuarto de baño reflejó una sonrisa desagradable.
– A tu salud, Aufdrey.
En ningún momento había soltado el vaso de whiskey, que se le derramó encima casi por completo cuando trató de beberlo.
Audrey suspiró de alivio al comprobar que el guardia tenía pulso. Estaba inconsciente, derrumbado en el suelo entre unas sillas. La luz de la linterna iluminó la parte metálica de una de ellas, en la que podía verse un mechón de cabello negro, adherido por una costra de sangre coagulada.
– Está vivo, pero quizá tenga una hemorragia cerebral, o puede que… ¡Dios, ¿yo qué sé?! ¿Cómo has podido, Zach?
– Cuando se despierte, sólo tendrá un buen dolor de cabeza -dijo Zach desde un rincón de la oscura sala-. No le he dado tan fuerte. No te preocupes por él.
El aire se llenó de pronto de un olor intenso, similar al de la gasolina, pero con alguna clase de perfume añadido.
– ¿Qué es eso? -preguntó Leo, alarmado.
Había estado sosteniendo la linterna mientras Audrey examinaba al guardia, y ahora la enfocó en dirección a Zach. Lo vieron moviéndose frenéticamente de un lado para otro, al tiempo que lanzaba por todas partes chorros de líquido inflamable para encender barbacoas. Zach no iba a desistir. Realmente pretendía pegarle fuego a Harvard Hall. Y era un plan premeditado. De eso ya no cabían dudas.
– Lo cogiste de la habitación, ¿verdad? -preguntó Audrey, aunque sabía ya la respuesta-. Cuando dijiste que ibas al cuarto de baño.
Zach estaba de espaldas a ellos, echando el resto del líquido inflamable sobre las bolsas con lo que quedaba de sus panfletos.
– Eres una chica lista, Audrey. Eso es lo que más me gusta de ti.
– Vamonos -le dijo Audrey a Leo-. Ayúdame a sacarlo de aquí.
No estaba segura de que ella y Leo fueran capaces de transportar al pesado guardia, pero iba a intentarlo.
– Esperaré a que estéis fuera -dijo Zach, que no se ofreció a ayudarles.
Tenía prisa por ver ardiendo el Harvard Hall. Había sacado un mechero Zippo del bolsillo, y jugueteaba peligrosamente con él por encima de los panfletos empapados de líquido inflamable.
Audrey se colocó en la parte de la cabeza del guardia y Leo en la de los pies. Luego, éste dijo:
– Lo levantamos a la de tres. Una, dos y…
– ¡AAAH!
Los ojos que el guardia acababa de abrir miraron a Audrey. El grito de ella retumbó en la habitación, y el sobresalto hizo que a Zach se le escapara el Zippo de las manos. Se oyó un ruido como de succión, justo antes de que los papeles y todo a su alrededor comenzara a arder con una violencia súbita y brutal. Un chorro ardiente de calor les golpeó en la cara. El guardia se revolvió para levantarse y luego se alejó de Audrey entre bamboleos. La herida de su cabeza empezó a sangrar de nuevo. Estaba desorientado, con los ojos casi en blanco. Abrió la boca como para decir algo, pero de ella no salió más que una especie de lamento inarticulado. Ese lamento se convirtió en un grito desgarrador con el que Audrey aún se despertaba a menudo en mitad de la noche.
Las piernas del hombre estaban ardiendo. Se había detenido sobre un pequeño charco de líquido inflamable que unas llamas habían alcanzado. El fuego le subió deprisa por el tronco, hasta su cara. Y el hombre no paraba de gritar y gritar, cada vez más alto. Al olor del líquido le sustituyó entonces un hedor funesto, dulzón, que hizo vomitar a Leo.
No hicieron nada para intentar salvar al guardia. Lo vieron arder y no hicieron nada. Ninguno de los tres era capaz de moverse. Ni siquiera para huir. Aquella forma horrenda de morir los tenía hechizados. El rechoncho rostro del guardia se transformó. La boca y las cuencas de sus ojos se convirtieron en huecos oscuros. «Una calabaza --pensó Audrey, casi delirando-. Es como una calabaza de Hallo-ween.»
– ¡Fuera!
Ese grito de Zach los salvó. Fue lo único bueno que hizo en toda esa noche maldita.
Salieron del edificio acompañados por el ruido ensordecedor de la alarma de incendios. No tardaron en encenderse varias luces a su alrededor. Los gestos somnolientos de las caras que asomaban por las puertas se convertían casi al instante en otros de alarma. «¡Fuego!», se oía gritar cada vez a más voces. El Harvard Hall ardía de un extremo a otro.
Ignoraban si alguien los había reconocido, porque ya no llevaban puestos los pasamontañas. Aunque en este momento no era ésa su mayor preocupación. Querían alejarse lo más rápido posible. No del fuego, sino de aquel pobre hombre ardiendo. Y de sus gritos, que ya debían de haber cesado para siempre.