El elegante Lancia Thesis de color negro, con matrícula SCV del Stato della Cittá del Vaticano, dejó el Coliseo y el arco de Constatino a su derecha. Su ocupante había pedido expresamente al conductor que pasara por allí antes de dirigirse a su destino. Quería contemplar una vez más, aunque fuera de pasada, aquellas ruinas majestuosas que siempre le habían ayudado a elevar su espíritu. Desde el Coliseo, el coche continuó hacía el Circo Máximo, en dirección al Tíber. Lo cruzó y enfiló la vía de la Concilia-zione al fondo de la cual se levantaba la gran basílica de San Pedro. El vehículo rodeó la plaza y se detuvo ante la garita del guardia de la Inspección de Seguridad Pública. Tras acreditarse, pudo continuar hacia el interior hasta desaparecer por un lateral de la plaza. Monseñor Franzik había enviado a su chófer y su propio coche a buscar al padre Albert Cloister al aeropuerto Leonardo da Vinci.
El vuelo con escalas desde la selva amazónica había sido largo y agotador. Pero le permitió disponer de varias horas para reflexionar. Los pensamientos se agolpaban en su mente sin concierto. Sabía que eran -de eso estaba seguro- como las piezas de un puzzle o un rompecabezas. Aunque faltaba algo: la clave que pudiera obrar el prodigio de unir los distintos fragmentos. Quizá también necesitaba cierta perspectiva. La cercanía a los árboles impide ver el bosque.
El sacerdote se revolvió en el cómodo asiento trasero del coche. Desde que abandonó Suramérica, y ya en pleno vuelo, se había ido sintiendo cada vez peor. Empezó a tener sudores fríos y a tiritar. Su estómago estaba revuelto. Le parecía que su alma, duramente sometida a tensión, liberaba su mal hacia el organismo contagiándole la dolencia. Ahora, a punto de descender del automóvil de monseñor Franzik, sentía que las fuerzas lo habían abandonado. Las piernas experimentaban leves aunque espas-módicos temblores, y su rostro estaba demacrado, hundido, con ojeras y el brillo del sudor febril.
El conductor se bajó de su puesto para abrirle la puerta -cosa que Albert Cloister nunca hubiera esperado-, y entonces se dio cuenta de su estado. Una hora antes parecía encontrase bien, aunque debía de haber llegado al colmo de su aguante y ya no podía mantener por más tiempo un aparente estado de normalidad.
Asustado por su aspecto, el chófer llamó a un guardia suizo y le pidió que avisara a un médico. Después, avisó él mismo al cardenal Franzik y, siguiendo sus indicaciones, llevó casi en brazos al padre Cloister hasta el interior de uno de los edificios menores de la sede papal. La escalinata de mármol y las balaustradas del mismo material, daban acceso a una puerta cuadrada con dintel sobre la que se simulaba un arco circular en relieve. Un lugar hermoso que transmitía sensación de riqueza y poder.
Ya dentro, un religioso terminó de ayudar al conductor a llevar al padre Cloister hasta un saloncito lateral. Allí lo tendieron sobre un diván. La piel de su cara estaba verdusca, y sus manos temblaban. Sin necesidad de tomarle la temperatura, era evidente que había experimentado una fuerte subida de la fiebre.
El médico apareció enseguida, acompañado del cardenal Franzik. Éste mostraba una aguda expresión de preocupación. Con independencia del trabajo de Cloister bajo sus órdenes, lo consideraba el hijo que, por su condición de sacerdote, nunca tuvo. Desde que lo conoció, hacía ahora seis años, había sentido por él una inmediata simpatía. Su recia y franca manera de ser, su profundidad intelectual, el brillo del anhelo de saber en sus ojos… Todo ello le recordaba a sí mismo cuando era un joven postulante en Cracovia, en los tiempos en que la Iglesia polaca se veía obligada a actuar en la sombra, casi como una sociedad secreta.
– Monseñor… -dijo Albert Cloister en un hilo de voz.
– Tranquilo, muchacho. No hables ahora. No hagas esfuerzos.
El médico había empezado a reconocer al paciente. Mucho se temía que sufriera alguna clase de intoxicación alimentaria o, en el peor de los casos, una infección bacteriana o vírica; quizá un parásito. Se le había informado de que el paciente regresaba de la selva brasileña. Cualquiera de esas opciones era común allí, aunque el sacerdote tenía sus vacunas en regla. Por el momento, se limitó a ponerle el termómetro, tomarle la tensión sanguínea, auscultarle y sacarle una muestra de sangre para analizarla, y recomendó que lo metieran en una cama sin dejar de vigilar su evolución en las siguientes doce horas.
Cuando el médico se fue, Cloister se quedó dormido enseguida. Deliró en varias ocasiones. La fiebre se mantuvo alta, aunque fluctuante, a lo largo de toda la noche. Sin embargo, al día siguiente su aspecto era mucho mejor. Los resultados de los análisis resultaron incomprensibles: no tenía nada. Estaba sano como una rosa. El motivo de la fiebre y los temblores debía de ser psicosomático. No había causa física alguna.
El cardenal Franzik fue a visitarlo a media mañana. Albert se sentía casi totalmente restablecido.
– ¿Estás seguro de que tienes fuerzas para ponerte a trabajar?
– Fuerzas y ganas.
– Quizá haya sido simple estrés. La enfermedad del mundo moderno -dijo el cardenal sin demasiada convicción.
Los dos hombres abandonaron las habitaciones y se dirigieron al despacho del cardenal. Éste había indicado que le llevaran allí vanos documentos para que el padre Cloister pudiera consultarlos. En el Amazonas había presenciado un ritual en el que algunas personas de una tribu perdida, las más sensibles, eran capaces de tener visiones del futuro, o percibir conocimientos ocultos por medio del licor que las mujeres elaboraban según una receta ancestral, a base de las hojas de una planta de la selva. El jesuita realizó con los integrantes de ese grupo humano aislado varias experiencias rigurosas y científicas. Creó una batería de tests para comprobar la veracidad del proceso. Los resultados fueron, en algunas ocasiones, más que sorprendentes. Una anciana de ojos profundos llegó a describir cosas que nunca había visto. Y dio detalles de la vida de Albert Cloister que prácticamente nadie conocía y que ella, desde luego, ignoraba con toda seguridad.
Pero lo que más inquietó el ánimo del hombre de fe y de ciencia fue una frase, no por esperada menos perturbadora. Una frase pronunciada por aquella mujer en una antigua lengua india, ya extinta, que el intérprete brasileño de Cloister conocía por textos antiguos de los religiosos españoles que cristianizaron esas tierras. Antes incluso de que le fuera traducida, el sacerdote sintió un dardo atravesarle el corazón y al mismo tiempo una extraña sensación de triunfo. Las palabras abrasaban como el metal fundido cuando escuchó: «TODO ES INFIERNO».
La mirada de la anciana de piel cobriza y la expresión de su rostro, el modo en que le miró, el estremecimiento de sus carnes flaccidas, todo le indicaba a Cloister que había dicho lo que él esperaba escuchar de sus labios.
Por eso estaba él allí. En el Vaticano se habían recibido informes de un misionero que se relacionaban con su investigación. Los indígenas de aquella región remota de la selva describían con detalle horribles visiones de un supuesto más allá aterrador. Se drogaban para abrir una ventana al otro mundo. Eran criaturas sencillas pero valientes. Su teología no les prometía un paraíso al finalizar la vida, sino un final absoluto. Para ellos, ésta era la única vida. Jamás hubieran imaginado unirse al mundo desolado y maléfico de sus visiones. Eso era otro mundo diferente, en otra dimensión ajena y aislada.
Después de contemplar el efecto del brebaje en los miembros de la tribu, y tras escuchar las palabras de la vieja, que encarnaban su anhelo y su temor a un mismo tiempo, a Cloister ya sólo le quedaba una cosa por hacer allí. Tenía que probar él mismo el brebaje que inducía a los indios aquel estado en el cual sus mentes rompían en alguna medida la barrera del tiempo y el espacio. Y aunque ellos se mostraron reticentes en un principio, fue la misma anciana la que logró convencerles de que le dejaran probarlo. Con su sexto sentido notó que él necesitaba experimentar por sí mismo. Le dio una dosis del bebedizo en un vaso labrado en madera. Albert lo apuró como si le fuera la vida en ello. Enseguida notó los efectos de la fermentación. Un raro embotamiento le invadió. Su mirada se hizo borrosa. Un hormigueo en absoluto desagradable fue recorriendo su cuerpo, desde las extremidades hacia el interior. El sonido se hizo más intenso. Y también más claro, aunque, a la vez, extraño y diferente. Su nariz empezó a captar olores sutiles, a madera quemada, a verdor, a tierra, a sudor, a animales, a comida, al propio bebedizo. Su mente estaba iniciando el viaje. Estaba penetrando un nuevo mundo, el de la conciencia alterada. Él había leído mucho sobre ese estado. Lo conocía muy bien y, sin embargo, jamás lo había experimentado.