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– Bueno, supongo que puede decirse que he entrado a formar parte de su familia -dijo Joseph-. Yo lo rescaté del incendio del convento.

– Y encontró mi… rosa.

Joseph le dirigió a Daniel una sonrisa afable, y dijo:

– Sí. Eso también. Estaba entre los escombros.

– Así es que usted es bombero.

– «Servir, sobrevivir y volver a casa.»

– ¿Es ése su lema?

– Es lo más parecido a un lema que tenemos en mi unidad, sí.

– Ya…

El tono de Audrey era tan seco, y sus preguntas y respuestas tan cortantes, que Joseph empezaba a sentirse incómodo. Y eso que, hasta que entró aquella mujer, estaba de un humor excelente. Daniel era todo un personaje, a pesar de sus limitaciones, y las visitas de Joseph a la residencia se habían hecho cada vez más habituales y prolongadas. La verdad era que le había cogido cariño al viejo. Eso era otra prueba de que su ex mujer no tenía razón al afirmar que las únicas cosas que él amaba, en este mundo, eran su guante de béisbol con el autógrafo de David Ortiz y el colgajo de su entrepierna.

Audrey se quedó mirando al desconocido en espera de alguna clase de respuesta que, por el momento, no llegó. Sí vio en su rostro, no obstante, una sonrisa picara, casi desvergonzada, que, con toda seguridad, no iba dirigida a ella. El silencio se mantuvo. A Audrey le resultaba muy difícil prolongar conversaciones normales e intrascendentes; sobre todo con miembros del sexo opuesto. Desde hacía demasiados años, todos los hombres con los que hablaba eran colegas de profesión o pacientes suyos, a excepción de algún que otro fontanero, pintor o electricista que pasaban para hacer arreglos en su apartamento o su consulta. Le faltaba soltura para decir cosas triviales y no pretendía comentar con nadie las que no lo eran.

– Audrey quiere que… le cuente… mis sueños -dijo Daniel, acabando al fin con el incómodo silencio.

– ¿Es usted una loquera? No lo parece, -dijo Joseph, colocándose de espaldas a Daniel y hablando en voz baja.

– Quizá sea porque no soy loquera, sino psiquiatra -respondió Audrey, también en voz baja.

– Sí, claro. Perdone. No pretendía ofenderla.

Audrey se dio cuenta de que estaba siendo desagradable con Joseph de un modo injustificado. El hombre era simpático, aunque pareciera algo rústico. Y, además, no todo el mundo estaría dispuesto a pasar la tarde con un anciano retrasado como Daniel, sin tener ninguna obligación de hacerlo. Aunque curiosamente ella sí.

– No me ha ofendido. Supongo que soy una especie de loquera, después de todo. «Escuchar locuras, no enloquecer y volver a casa.» Ese es nuestro lema.

Con una mezcla de sorpresa y satisfacción, Audrey escuchó la risa de Joseph ante su broma. Las risas eran algo a lo que tampoco estaba ya acostumbrada. Ella misma logró esbozar una sonrisa leve, que devolvió la luz por un instante a sus hermosos ojos verdes. Daniel, que no se había enterado de lo que estuvieron hablando, también sonrió.

Acabadas las risas se produjo un nuevo silencio, que otra vez fue roto por el jardinero:

– Yo no quiero contar… mis sueños. Son malos… Son sueños malos.

– Por eso tienes que contármelos, Daniel -dijo Audrey, recuperando enseguida su actitud profesional-. Para que, juntos, podamos ahuyentarlos.

– ¿Ahuyen… tarlos?

Daniel no se mostraba nada convencido, a pesar del argumento y la vehemencia de Audrey. Ésta se dio cuenta de ello y prosiguió:

– Es como cuando hay bichos en las plantas. No puedes cerrar los ojos y confiar en que desaparezcan solos, ¿me entiendes, Daniel? Tienes que enfrentarte a ellos.

– Y echarles… inse… insec…

– ¡Insecticida! Eso mismo -terminó Joseph la palabra, demasiado complicada para Daniel. Y, en un arrebato de inspiración, añadió-: Tienes que contarle tus pesadillas a la doctora, porque ella es la que tiene el insecticida para matarlas.

La psiquiatra sonrió. Aquel rudo bombero quizá tuviera algo dentro de la cabeza, después de todo. Había logrado explicar a Daniel la situación de un modo comprensible para él.

– ¿Sí? ¿Ella… tiene el insec… tida?

No estaba claro si la pregunta de Daniel iba dirigida a Joseph, a Audrey, a sí mismo o a su querida rosa. Pero Audrey supo en ese preciso instante que iba a acceder a hablar con ella y contarle sus pesadillas. Y un escalofrío le recorrió la espalda.

Ya que el bombero le había ayudado a convencer a Daniel y que éste confiaba en él, Audrey decidió permitir que Joseph estuviera presente en la sesión. También decidió que hablarían en el propio cuarto de Daniel. Encontrarse en un medio relativamente familiar para él quizá facilitara las cosas. Antes de empezar a hablar con el anciano, Audrey le susurró a Joseph al oído: «No intervenga en ningún momento». Él asintió con la cabeza, a modo de respuesta.

– Muy bien, Daniel -dijo Audrey-. ¿Has tenido más… sueños malos esta semana?

– Sí

– ¿Y sigue habiendo en ellos campos quemados?

Tras reflexionar sobre eso, Daniel contestó:

– No están quemados… Están muertos… Todo está… muerto.

– ¿Qué es «todo»? ¿Qué más aparece en tus sueños?

– Había flores… árboles, ani… males, peces, hierba.

– ¿Todo estaba bien, y de repente las plantas y los animales empezaron a morir?

– Los animales… se mataron.

– ¿Quieres decir que se mataron unos a otros?

– Sí.

Audrey hizo unas anotaciones antes de proseguir:

– ¿Y qué le pasó a lo demás? ¿Cómo murieron las plantas?

Esta vez, la reflexión de Daniel le llevó algo más de tiempo.

– Creo que… las mató… él.

Tanto Audrey como Joseph notaron el miedo que invadió el rostro de Daniel. Hasta ahora se había mostrado tranquilo, pero la mención de ese «él», hecha en un susurro casi inaudible, lo alteró de un modo drástico. El jardinero estaba pálido y se removía, inquieto en la cama donde se hallaba, sentado. Cuando fue a hablar de nuevo, le sobrevino un ataque de tos, que no remitió hasta pasado un buen rato. Para entonces, su cara estaba congestionada por la brusquedad de los estertores, y los ojos aparecían enrojecidos y llorosos.

– Bebe un poco de agua -dijo Joseph, que le ofreció a Daniel un vaso de la mesilla de noche.

Acababa de romper la norma impuesta por Audrey de no intervenir en la conversación, pero suponía que aquello no contaba. Y si no era así, le daba igual. Empezaba a arrepentirse de haber ayudado a convencer a Daniel para hablar con aquella psiquiatra. El desdichado ya había sufrido bastante y no estaba en condiciones de sufrir más. Esa expresión de pánico que Daniel tenía justo antes de las toses…

– ¿No cree que es mejor dejarlo por hoy? -dijo el bombero a Audrey.

– ¿Puedes continuar, Daniel? -preguntó ésta.

Las toses habían conseguido preocuparla. Por un momento incluso llegó a pensar que el anciano iba a sufrir un colapso. Pero, ahora, Daniel parecía encontrarse aceptablemente bien otra vez y ella no quería interrumpir la sesión justo cuando empezaba a tener un cierto interés.

– ¿Tengo que… seguir? -preguntó Daniel.

Audrey y Joseph contestaron al mismo tiempo, aunque sus respuestas fueron bien distintas. El dijo «Claro que no», y ella «Deberíamos seguir». No se entendió ninguna de las dos contestaciones, pero intuyendo que Joseph iba a sugerir que lo dejaran, Audrey se adelantó diciendo:

– ¿Quién es él? ¿Quién es el que hizo que las plantas se murieran?

– No lo sé.

– ¿Y por qué pien…?

– Pero es… malo. Me… habla en mis sueños. Y… a veces… también cuando estoy… despierto.

La psiquiatra escribió nuevas notas en su bloc. Mientras tanto, Joseph se mantuvo en silencio. El anciano necesitaba ayuda psicológica, de acuerdo. Aquella confesión inesperada era la prueba de ello.

– ¿Está hablándote ahora esa persona? -quiso saber Audrey.

En otras circunstancias hasta podría haber resultado cómico el gesto de Daniel, con los ojos entrecerrados y la barbilla un poco levantada, aguzando el oído. Joseph desvió la mirada para ahorrarse la triste escena.

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