Fräklund asintió lentamente.
– De acuerdo. Milton se une a la investigación policial e intenta contribuir a que se detenga a Salander. ¿Algo más?
– Una cosa. Vuestra misión es averiguar la verdad. Nada más. Quiero saber si Salander ha matado a esas tres personas. Y en el caso de que así sea, por qué.
– ¿Alguien duda de su culpabilidad? -preguntó Eriksson.
– Los indicios que tiene la policía la ponen en una situación muy delicada. Pero yo quiero saber si existe otra dimensión en toda esta historia: si hay algún cómplice que no conocemos, si fue él quien empuñó el arma homicida, o si se dieron otras circunstancias que ignoramos.
– Creo que va a ser difícil encontrar atenuantes en un triple asesinato como ése -dijo Fräklund-. Si eso ocurriera, tendríamos que considerar la posibilidad de que sea inocente del todo. Y eso sí que no me lo creo.
– Yo tampoco -reconoció Armanskij-. Pero vuestro trabajo es ayudar a la policía en todo lo que esté en vuestra mano, y contribuir a que Lisbeth sea detenida cuanto antes.
– ¿Presupuesto? -preguntó Fräklund.
– Corriente. Quiero que me mantengáis informado de los gastos. Si se dispararan, nos veríamos obligados a abandonar. Pero contad con que, de ahora en adelante, trabajaréis en esto a tiempo completo durante una semana como mínimo.
Volvió a dudar un momento.
– Yo soy el que mejor conoce a Salander. Eso quiere decir que tenéis que considerarme como uno de los personajes de la historia, así que yo debo ser una de las personas a las que interroguéis -dijo para concluir.
Una estresada Sonja Modig recorrió el pasillo e irrumpió en la sala de interrogatorios justo cuando cesaba el rumor de sillas arrastrándose. Se sentó junto a Bublanski, que había convocado a todo el grupo de investigación, incluido el instructor del sumario. Hans Faste le echó una irritada mirada y luego empezó con la introducción. La reunión se celebraba por iniciativa suya.
Él había seguido hurgando en los eternos enfrentamientos entre la burocracia encargada de atender las necesidades sociales y Lisbeth Salander, la llamada «pista psicópata», tal como la calificaba Faste. E, innegablemente, había conseguido reunir un considerable material. Hans Faste se aclaró la voz.
– Éste es el doctor Peter Teleborian, médico jefe de la clínica psiquiátrica del hospital Sankt Stefan de Uppsala. Ha tenido la amabilidad de venir hasta Estocolmo para ayudarnos en la investigación con sus conocimientos sobre Lisbeth Salander.
Sonja Modig miró a Peter Teleborian. Era un hombre de baja estatura, con pelo castaño rizado, gafas de montura metálica y una pequeña perilla. Iba vestido informalmente, con una americana beige de pana, unos vaqueros y una clara camisa de rayas con el cuello desabotonado. Tenía una cara afilada y un aspecto juvenil. Sonja había visto a Peter Teleborian en alguna que otra ocasión, pero nunca llegó a hablar con él. Una vez -cuando ella estudiaba el último año en la academia de policía- él dio unas conferencias sobre trastornos psíquicos; y otra, en un curso de formación profesional, les habló de los psicópatas y de los comportamientos psicópatas entre los jóvenes. En otra ocasión ella también asistió como oyente a un juicio contra un violador en serie al que Teleborian había sido convocado como experto en la materia. Tras varios años de participación en debates públicos se había convertido en uno de los psiquiatras más conocidos del país. Se había distinguido por su fuerte crítica a los recortes de la asistencia psiquiátrica, los cuales habían provocado que se cerraran hospitales psiquiátricos y que personas con evidente necesidad de atención mental fueran abandonadas a su suerte en la calle, predestinadas a convertirse en vagabundos y marginados sociales. Después del asesinato de la ministra de Asuntos Exteriores, Anna Lindh, Teleborian pasó a ser miembro de la comisión estatal que investigaba el deterioro de la asistencia psiquiátrica.
Peter Teleborian saludó a los allí congregados con un movimiento de cabeza y se sirvió agua Ramlösa en un vaso de plástico.
– Vamos a ver en qué puedo contribuir a la investigación -empezó prudentemente-. Odio que mis pronósticos se cumplan.
– ¿Se cumplen sus pronósticos? -preguntó Bublanski.
– Sí. Resulta paradójico. La misma noche en la que tuvieron lugar los asesinatos de Enskede, yo participé en un debate televisivo sobre esa bomba de relojería que hace tictac en cualquier parte de nuestra sociedad. Es terrible. No es que estuviera pensando precisamente en Lisbeth Salander en ese momento, pero ofrecí una serie de ejemplos (anónimos, por supuesto) de pacientes que deberían estar recluidos en instituciones en vez de sueltos por la calle. Me atrevería a decir que ustedes mismos, sin ir más lejos, en sólo este año van a tener que investigar, por lo menos, media docena de asesinatos u homicidios cuyos autores pertenecerán a ese grupo de pacientes bastante reducido desde el punto de vista numérico.
– ¿Nos está diciendo que Lisbeth Salander es una de esas locas? -preguntó Hans Faste.
– La palabra «loca» no es la más apropiada. Pero sí, ella pertenece a ese grupo que ha sido abandonado por la sociedad. Ella representa, sin duda, a uno de esos trastornados individuos a los que yo no habría soltado si hubiera dependido de mí.
– ¿Quiere decir que la deberían haber encerrado antes de que cometiera algún delito? -inquirió Sonja Modig-. No es del todo compatible con los principios de una sociedad de derecho.
Hans Faste frunció el ceño y le echó una irritada mirada. Sonja Modig se preguntó por qué Faste parecía lanzar continuamente sus dardos contra ella.
– Tiene toda la razón -contestó Teleborian, acudiendo indirectamente a su rescate-. No es compatible con la sociedad de derecho, por lo menos en su forma actual. Se trata de mantener el equilibrio entre el respeto por el individuo y el respeto por las potenciales víctimas que una persona psíquicamente enferma puede dejar tras de sí. Ningún caso se parece al otro y cada paciente debe ser tratado según sus particularidades. Está claro que dentro de la asistencia psiquiátrica también cometemos errores y soltamos a personas que no deberían andar por la calle.
– Bueno, no creo que sea el mejor momento para profundizar en política social -dijo Bublanski tímidamente.
– Tiene razón -convino Teleborian-. Ahora estamos hablando de un caso concreto. Pero déjenme que les diga una cosa: es importante que entiendan que Lisbeth Salander es una persona enferma que necesita un tratamiento; al igual que lo necesita un paciente con dolor de muelas o con insuficiencia cardíaca. Puede recuperarse del todo y podría haberse curado si hubiese recibido la ayuda adecuada cuando todavía resultaba posible tratarla.
– O sea, que fue su médico -dijo Hans Faste.
– Yo soy una de las muchas personas que han tenido que ver con Lisbeth Salander. Fue mi paciente en sus primeros años de adolescencia y yo fui uno de los médicos que la evaluó cuando se decidió ponerla bajo tutela administrativa al cumplir los dieciocho años.
– Háblenos de ella -pidió Bublanski-. ¿Qué la podría haber impulsado a ir a Enskede y matar a dos desconocidos, y qué la podría haber llevado a asesinar a su administrador?
Peter Teleborian se rió.
– No puedo contestarle a eso. Hace muchos años que no sigo su evolución y no sé en qué grado de psicosis se encuentra. Lo que sí puedo decir, no obstante, es que dudo que la pareja de Enskede le fuese desconocida.
– ¿Qué le hace decir eso? -quiso saber Hans Faste.
– Uno de los puntos débiles del tratamiento de Lisbeth Salander es que nunca se ha hecho un diagnóstico completo sobre ella. Eso se debe al hecho de que nunca se ha mostrado receptiva al tratamiento. Siempre se ha negado a contestar a las preguntas y a participar en cualquier tipo de terapia.
– ¿Así que no saben si realmente está enferma? -preguntó Sonja Modig-. Quiero decir, que como no hay un diagnóstico…