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– He defendido a muchas mujeres en distintos casos de violaciones y malos tratos, pero no soy una abogada penalista -contestó Annika.

– Eres la abogada más lista que conozco y Lisbeth va a necesitar a alguien en quien confiar. Creo que ella te aceptaría.

Annika Giannini reflexionó un instante antes de decir, con no pocas dudas, que, llegado el momento, trataría el tema con Lisbeth Salander.

A la una del mediodía del sábado de Pascua, la inspectora Sonja Modig llamó por teléfono para pasarse a recoger el bolso de Lisbeth Salander lo antes posible. Al parecer, la policía había abierto y leído la carta que Mikael le envió a la dirección de Lundagatan.

Apenas veinte minutos después, Modig se presentó y Mikael la invitó a sentarse con Malin Eriksson junto a la mesa del comedor. Él se acercó a la cocina a buscar el bolso de Lisbeth, que había colocado en un estante situado al lado del microondas. Dudó un instante y, acto seguido, lo abrió y sacó el martillo y el bote de gas lacrimógeno. «Ocultación de pruebas.» El espray estaba catalogado como arma ilegal y conllevaría una sanción. El martillo confirmaría, sin duda, el carácter violento de Lisbeth. Eso no era necesario, pensó Mikael.

Invitó a Sonja Modig a tomar café.

– ¿Puedo hacerle unas preguntas? -dijo la inspectora.

– Adelante.

– En la carta a Salander que encontramos en Lundagatan, le escribe que está en deuda con ella. ¿A qué se refiere?

– A que Salander me hizo un gran favor.

– ¿De qué se trata?

– Un favor de carácter puramente privado del que no tengo intención de hablar.

Sonja Modig lo observó atentamente.

– Por si no lo recuerda, estamos investigando un crimen.

– Y espero que cojan cuanto antes al cerdo que asesinó a Dag y Mia.

– ¿No piensa que Salander sea culpable?

– No.

– Y entonces, ¿quién cree usted que mató a sus amigos?

– No lo sé. Pero Dag Svensson pensaba denunciar a un gran número de personas que tenían mucho que perder. Alguna de ellas podría ser la culpable.

– ¿Y por qué iba a matar una de esas personas al abogado Nils Bjurman?

– No lo sé. Todavía.

La mirada de Mikael tenía la firmeza de una inquebrantable fe. Sonja Modig sonrió. Conocía el apodo de Kalle Blomkvist. De repente comprendió por qué.

– Pero ¿piensa averiguarlo?

– Si puedo, sí. Se lo puede decir a Bublanski.

– Descuida. Y si Lisbeth Salander se pone en contacto con usted espero que nos avise.

– No cuento con que ella se comunique conmigo y se confiese culpable de los asesinatos, pero si así fuera, haré todo lo que esté en mi mano para convencerla de que se rinda y se entregue a la policía. En ese caso también intentaré ayudarla por todos los medios posibles. Necesitará un amigo.

– ¿Y si dice que no es culpable?

– Entonces, espero que pueda arrojar luz sobre los hechos.

– Oiga, señor Blomkvist, entre nosotros, y sin hacer una montaña de un grano de arena, espero que entienda que hay que detener a Salander. Así que no haga nada estúpido si ella contacta con usted. Si se equivoca y resulta que es culpable, no tomarse la situación en serio puede exponerlo a un peligro mortal.

Mikael hizo un gesto de asentimiento.

– Espero que no sea necesario vigilarlo. Supongo que sabe que es ilegal ayudar a una persona sobre la que pesa una orden de busca y captura. Se le podría procesar por proteger a un criminal.

– Y yo espero que ustedes dediquen unos minutos a reflexionar sobre los posibles autores alternativos.

– Lo haremos. Siguiente pregunta: ¿tiene idea de con qué ordenador trabajaba Dag Svensson?

– Tenía un Mac iBook 500 de segunda mano, blanco, de 14 pulgadas. Igual que el mío pero con una pantalla más grande.

Mikael señaló su portátil, que se hallaba allí mismo, sobre la mesa del salón.

– ¿Tiene alguna idea de dónde guardaba ese ordenador?

– Dag solía llevarlo en una mochila negra. Supongo que estará en su casa.

– No, allí no lo hemos encontrado. ¿Tal vez en su lugar de trabajo?

– No. He registrado su mesa y ni rastro.

Permanecieron un rato en silencio.

– ¿Debo sacar la conclusión de que el ordenador de Dag Svensson ha desaparecido? -preguntó finalmente Mikael.

Mikael y Malin habían identificado a un considerable número de personas que, teóricamente, podían tener motivos para matar a Dag Svensson. Todos los nombres habían sido escritos en unas grandes hojas que Mikael había pegado con cinta adhesiva en la pared del salón. La nómina estaba compuesta, de principio a fin, por hombres que eran o puteros o chulos y que figuraban en el libro. A las ocho de la noche, ya tenían una lista de treinta y siete nombres, veintinueve de los cuales podían ser identificados; los ocho restantes sólo aparecían bajo seudónimo. Veinte de los tipos identificados eran puteros que se habían aprovechado de alguna de las chicas en diferentes ocasiones.

También hablaron de si podrían imprimir el libro de Dag Svensson o no. El problema práctico residía en que gran número de las afirmaciones se basaba en el conocimiento que, a título personal, tenían Dag o Mia sobre el tema, razón por la cual sólo ellos eran capaces de formularlas, pero que un escritor menos ducho en la materia desearía verificar o estudiar con más profundidad.

Constataron que aproximadamente el ochenta por ciento del manuscrito podría editarse sin mayores problemas, pero que se necesitaría una investigación más exhaustiva para que Millennium se atreviera a publicar el restante veinte por ciento. Sus dudas no se debían a una falta de confianza en la veracidad del material, sino única y exclusivamente a su escaso conocimiento del tema. Si Dag Svensson viviera, habrían podido publicarlo sin la menor vacilación. Dag y Mia se habrían ocupado de rechazar eventuales objeciones o críticas.

Mikael miró por la ventana. Había oscurecido y estaba lloviendo. Le preguntó a Malin si quería más café. Su respuesta fue negativa.

– De acuerdo -dijo Malin-. Tenemos el manuscrito bajo control. Pero no hemos encontrado rastro alguno del asesino de Dag y Mia.

– Podría ser alguno de los nombres de la pared -sugirió Mikael.

– Podría ser alguien que no tenga nada que ver con el libro. O podría ser tu amiga.

– Lisbeth -precisó Mikael.

Malin le echó una mirada furtiva. Había empezado a trabajar en Millennium hacía ya dieciocho meses, en medio de aquel tremendo caos surgido a raíz del caso Wennerström. Tras varios años de suplencias y alguna que otra colaboración esporádica, Millennium representaba el primer empleo fijo de su vida. Allí se encontraba a gusto. Trabajar en Millennium era sinónimo de estatus. Tenía una relación cercana con Erika Berger y el resto de la plantilla, pero siempre se había sentido un poco incómoda en compañía de Mikael Blomkvist. No había un motivo claro, pero de todos los colaboradores, Mikael se le antojaba el más reservado e inaccesible.

Durante el último año, siempre llegaba tarde y pasaba mucho tiempo solo en su despacho, o bien en el de Erika Berger. Se ausentaba con bastante asiduidad y, durante los primeros meses, a Malin le dio la sensación de que lo veía más en algún estudio de televisión que en carne y hueso. Viajaba con cierta frecuencia o se hallaba aparentemente ocupado fuera de la redacción. No daba pie a una relación más cordial y, según los comentarios que pillaba de los demás colaboradores, Mikael había cambiado. Se había vuelto más callado y retraído.

– Si voy a intentar averiguar por qué mataron a Dag y Mia, necesito saber más de Salander. No sé muy bien por dónde empezar, si no…

Dejó la frase en el aire. Mikael la miró de reojo. Al final él se sentó en un sillón situado perpendicularmente a ella, levantó los pies y los puso junto a los de Malin.

– ¿Te encuentras a gusto en Millennium? -le preguntó de pronto-. Quiero decir, llevas año y medio trabajando con nosotros pero como yo no he parado de andar de un lado para otro nunca hemos tenido tiempo de conocernos de verdad.

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