En resumen, Millennium tenía una obra cojonuda que pronto se hallaría camino de la imprenta. Que el libro daría lugar a grandes titulares no lo dudó Mikael ni un instante. Dag Svensson había sido tan implacable a la hora de denunciar a los puteros y de atar los cabos sueltos que a nadie se le escaparía que algo funcionaba mal en el sistema. Esa parte era la literaria. La otra parte eran los datos que Dag Svensson presentaba y que vertebraban el libro; una investigación periodística modélica que debería ser protegida como patrimonio cultural.
Durante los últimos meses, Mikael había aprendido tres cosas acerca de Dag. Era un periodista meticuloso que apenas dejaba hilos sueltos. En sus textos brillaba por su ausencia aquella retórica pesada que caracteriza a tantos reportajes sociales y los convierte en altisonantes bodrios. Más que un reportaje, el libro era una declaración de guerra. Mikael sonrió serenamente. Dag Svensson tenía aproximadamente quince años menos, pero Mikael reconocía esa pasión que él mismo tuvo una vez, cuando emprendió su personal cruzada contra los pésimos periodistas de economía y redactó un libro que causó un gran escándalo y por el que todavía no lo habían perdonado en algunas redacciones.
El problema consistía en que el libro de Dag Svensson no podía tener fisuras. El reportero que da la cara de esa manera necesita o tener las espaldas totalmente cubiertas o renunciar a su publicación. Dag Svensson las tenía cubiertas al noventa y ocho por ciento. Existían puntos débiles que había que examinar más profundamente y afirmaciones que, en opinión de Mikael, no había documentado de una manera satisfactoria.
A eso de las cinco y media abrió el cajón de su mesa y sacó un cigarrillo. Erika Berger había prohibido terminantemente que se fumara allí, pero Mikael estaba solo y nadie iba a pisar la redacción durante el fin de semana. Siguió trabajando cuarenta minutos más antes de reunir las hojas y colocarlas encima de la mesa de Erika Berger para que las leyera. Dag Svensson le había prometido que a la mañana siguiente le enviaría por correo electrónico la versión final de los últimos tres capítulos, lo cual le daría a Mikael la posibilidad de repasar el material durante el fin de semana. Para el martes después de Pascua habían acordado una reunión en la que Dag, Erika, Mikael y la secretaria de redacción, Malin Eriksson, se reunirían para decidir la versión final del libro y de los artículos de Millennium. Después sólo quedaría el layout -responsabilidad de Christer Malm-, y mandarlo todo a la imprenta. Mikael ni siquiera había pedido presupuestos a las imprentas. Simplemente decidió contratar, una vez más, a Hallvigs Reklam, de Morgongåva. Habían impreso su libro sobre el caso Wennerström y le ofrecieron un precio y un servicio con los que pocas imprentas podían competir.
Mikael consultó el reloj y, furtivamente, se fumó otro cigarrillo. Se sentó junto a la ventana y, bajando la mirada, se puso a contemplar Götgatan. Con la punta de la lengua rozó, pensativo, la herida de la parte interna de su labio. Había empezado a cicatrizar. Por enésima vez se preguntó lo que realmente había ocurrido en Lundagatan, ante el portal de Lisbeth Salander.
Lo único que sabía a ciencia cierta era que Lisbeth Salander estaba viva y que había vuelto a la ciudad.
En los últimos días, desde el incidente, había intentado contactar con ella a diario. Le había enviado correos a la dirección que usaba hacía ya más de un año pero no obtuvo respuesta alguna. Había paseado hasta Lundagatan. Había empezado a desesperarse.
Ahora, en la placa de la puerta figuraban los apellidos Salander-Wu. En Suecia había censadas doscientas treinta personas llamadas Wu, de las cuales más de ciento cuarenta residían en la provincia de Estocolmo. Ninguna, sin embargo, empadronada en Lundagatan. Mikael no tenía ni idea de quién sería ese tal Wu que se había instalado en casa de Salander. Tal vez se hubiera echado novio o alquilado la casa. Al llamar a la puerta, nadie abrió.
Al final se sentó y redactó una carta como las de antes.
Hola, Sally:
No sé lo que pasaría hace un año pero, a estas alturas, incluso un tío duro de mollera como yo se ha dado cuenta de que no quieres saber nada de mí. Es tu derecho y tu privilegio decidir con quién deseas relacionarte y no pienso darte la tabarra. Simplemente me gustaría decirte que sigo considerándote mi amiga, que echo de menos tu compañía y que me encantaría, si te apetece, tomarme un café contigo.
No sé en qué líos andas metida, pero el altercado de Lundagatan me pareció preocupante. Si necesitas ayuda, puedes llamarme a la hora que sea. Tengo, evidentemente, una gran deuda contigo.
También tengo tu bolso. Si quieres que te lo devuelva llámame. Si no deseas verme, dame una dirección a la que te lo pueda mandar. Ya que has dejado tan claro que no te apetece verme, no te buscaré.
Mikael
No recibió, claro está, respuesta alguna.
La mañana de la agresión de Lundagatan, cuando llegó a casa, vació el contenido del bolso sobre la mesa de la cocina. Había una cartera con un carné de identidad expedido en Correos y aproximadamente seiscientas coronas en metálico y doscientos dólares americanos, así como un abono mensual de Stockholms Lokaltrafik. También tenía un paquete de Marlboro Light abierto, tres mecheros Bic, una cajita de caramelos para la garganta, un paquete abierto de kleenex, un cepillo y pasta de dientes y tres tampones en un bolsillo lateral, un paquete de preservativos sin abrir con una etiqueta que indicaba que había sido comprado en el aeropuerto de Gatwick, en Londres, un cuaderno con tapas duras y negras de formato A5, cinco bolígrafos, un bote de gas lacrimógeno, una bolsita con pintalabios y maquillaje, una radio FM con auriculares pero sin pilas y el vespertino Aftonbladet del día anterior.
El objeto más fascinante del bolso era un martillo que había en un compartimento exterior, de fácil acceso. Sin embargo, el ataque se había producido de manera tan sorprendente que Lisbeth no tuvo tiempo de echar mano ni al martillo ni al espray lacrimógeno. Al parecer, usó las llaves como puño americano. En ellas quedaban rastros de sangre y de piel.
Su llavero tenía seis llaves. Tres de ellas eran las típicas de casa: la del portal, la del piso y la de la cerradura de seguridad. Sin embargo, no eran las de Lundagatan.
Mikael abrió y pasó las páginas del cuaderno. Reconocía la parca pero pulcra escritura de Lisbeth y tardó poco en constatar que no se trataba precisamente del diario secreto de una niña. Aproximadamente unas tres cuartas partes del cuaderno estaban llenas de una serie de garabatos que parecían fórmulas matemáticas. Arriba de todo, en la primera página, había una ecuación que incluso Mikael reconocía:
(x3 + y3 = z3)
A Mikael siempre se le habían dado bien las matemáticas. Terminó el instituto con sobresaliente en esa asignatura, algo que, sin embargo, para nada quería decir que fuera un buen matemático, sólo que fue capaz de asimilar los contenidos de las clases. Pero las páginas del cuaderno de Lisbeth contenían garabatos que Mikael no entendía ni tampoco pretendía comprender. Una de las ecuaciones se extendía a lo largo de dos páginas y terminaba con tachaduras y cambios. Le costó decidir, incluso, si se trataba de fórmulas y cálculos matemáticos serios pero, ya que conocía las peculiaridades de Lisbeth Salander, suponía que las ecuaciones eran correctas y que seguramente tendrían algún significado.
Repasó el cuaderno de nuevo un buen rato. Las ecuaciones le resultaban tan comprensibles como si lo hubiesen puesto ante unos signos chinos. Pero entendía lo que ella quería hacer: (x3 + y3 = z3). A Lisbeth le fascinaba el enigma de Fermat, todo un clásico del que hasta Mikael Blomkvist había oído hablar. Suspiró profundamente.
La última página contenía una anotación muy parca y críptica que no tenía nada que ver con las matemáticas pero que, aun así, parecía una fórmula.