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Y, además, pareció dar resultado. Durante el último mes, la capacidad de coordinación y el estado general de Holger Palmgren habían mejorado considerablemente, cosa que podía comprobarse en las pruebas que realizaba todas las semanas. Sivarnandan se preguntaba cuánto de esa mejora se debía al entrenamiento y cuánto a Lisbeth Salander. No cabía duda de que Holger Palmgren se esforzaba al máximo y de que esperaba sus visitas con la ilusión de un niño. Parecía divertirle que ella le ganara siempre al ajedrez.

Una vez el doctor Sivarnandan los acompañó. Fue una partida curiosa. Holger Palmgren jugaba con las blancas y abrió con la defensa siciliana. Y lo hizo todo bien.

Meditaba cada movimiento durante mucho tiempo. Poco importaban los impedimentos físicos que la apoplejía le hubiera provocado: su agudeza mental permanecía intacta.

Mientras, Lisbeth Salander leía un libro sobre un tema tan peculiar como «la calibración de frecuencia de radiotelescopios en estado de ingravidez». Se encontraba sentada sobre un cojín para estar más alta frente a la mesa. Cuando Palmgren hizo su movimiento, ella levantó la vista y movió una pieza sin apenas pensárselo aparentemente. Acto seguido volvió al libro. Tras la jugada veintisiete, Palmgren se rindió. Salander levantó la mirada y, con el ceño fruncido, examinó el tablero durante un par de segundos.

– No -dijo-. Todavía puedes conseguir tablas.

Palmgren suspiró y dedicó cinco minutos a estudiar el tablero. Al final la miró fijamente.

– Demuéstramelo.

Ella le dio la vuelta al tablero y se hizo cargo de sus piezas. Llegó a tablas en la jugada treinta y nueve.

– ¡Dios mío! -exclamó Sivarnandan.

– Lisbeth es así. Nunca apuestes dinero con ella -dijo Palmgren.

Sivarnandan llevaba jugando al ajedrez desde pequeño; siendo adolescente se presentó al campeonato escolar de Abo, donde quedó segundo. Se consideraba un aficionado competente. Se dio cuenta de que Lisbeth Salander era una extraordinaria jugadora. Por lo visto, nunca había pertenecido a ningún club, de modo que cuando él mencionó que la partida le recordaba a una variante de una clásica partida de Lasker, ella puso cara de no entender nada. No parecía haber oído hablar de Emanuel Lasker. El doctor no pudo resistir la tentación de preguntarse si su talento sería innato y, en tal caso, si tendría otros talentos que pudieran interesar a un psicólogo.

Pero no le dijo nada. Constató, simplemente, que Holger Palmgren daba muestras de encontrarse mejor que nunca desde que ella había llegado a Ersta.

El abogado Nils Bjurman llegó a casa tarde. Había pasado cuatro semanas seguidas en la casa de campo que tenía en las afueras de Stallarholmen. Estaba desanimado. No había ocurrido nada que cambiara en lo fundamental su miserable situación. Tan sólo que el gigante rubio le había comunicado que les interesaba la propuesta; le iba a costar cien mil coronas.

En el suelo, bajo la trampilla del buzón, se había acumulado una montaña de correspondencia. La recogió y la puso sobre la mesa de la cocina. Había perdido el interés por todo lo que tuviera que ver con el trabajo y el mundo exterior. Hasta bien entrada la noche no detuvo la mirada en el montón de cartas. Las revisó distraídamente.

Una de ellas procedía de Handelsbanken. La abrió y casi sufrió un shock cuando descubrió que era el extracto de un reintegro de 9.312 coronas de la cuenta de Lisbeth Salander.

«Ha vuelto.»

Entró en su despacho y dejó el documento en su mesa de trabajo. Lo contempló con odio durante más de un minuto mientras ordenaba sus ideas. Tenía que buscar el número de teléfono ya. Acto seguido, levantó el auricular y marcó el número de un móvil con tarjeta prepago. El gigante rubio contestó con un ligero acento.

– ¿Sí?

– Soy Nils Bjurman.

– ¿Qué quiere?

– Ha vuelto a Suecia.

Al otro lado del hilo se hizo un breve silencio.

– Está bien. No vuelva a llamar a este número.

– Pero…

– Le avisaré dentro de poco.

Para su gran irritación, la llamada se cortó. Bjurman lo maldijo por dentro. Se acercó al mueble bar y se sirvió un buen chorro de Kentucky Bourbon. Apuró la copa en dos tragos. «Tengo que beber menos», pensó. Luego se sirvió un poquito más y se llevó la copa a su mesa, donde volvió a mirar el extracto.

Miriam Wu masajeó la espalda y el cuello de Lisbeth. Llevaba veinte minutos amasando intensamente mientras Lisbeth se limitaba a emitir algún que otro gemido de satisfacción. Que Mimmi le diera un masaje resultaba enormemente placentero: se sentía como una gatita que sólo quería ronronear y mover las patitas.

Ahogó un suspiro de decepción cuando Mimmi le pegó una palmadita en el culo diciendo que ya estaba bien. Permaneció quieta un momento, alimentando la vana esperanza de que Mimmi continuara; pero cuando la oyó alargar la mano para coger una copa de vino, se volvió boca arriba.

– Gracias -dijo.

– Creo que pasas demasiado tiempo sentada ante el ordenador. Por eso te duele la espalda.

– Sólo me ha dado un tirón en un músculo.

Las dos yacían desnudas en la cama de Mimmi, en Lundagatan. Estaban bebiendo vino tinto y ya habían llegado al punto de la risa tonta y la flojera. Desde que Lisbeth había recuperado el contacto con Mimmi era como si nunca se cansara de ella. Se había convertido en una mala costumbre llamarla un día sí y otro también, cosa a todas luces exagerada. Mientras contemplaba a Mimmi se recordó a sí misma que no debía volver a sentir demasiado apego por otra persona. Podría acabar resultando doloroso para alguien.

De repente, Miriam Wu estiró la espalda y, sacando medio cuerpo de la cama, abrió un cajón de la mesilla de noche. Extrajo un pequeño paquete plano envuelto en un papel de regalo con flores y con una roseta hecha con cinta dorada, y se lo tiró a las manos.

– ¿Qué es esto?

– Tu regalo de cumpleaños.

– Falta más de un mes.

– El del año pasado. Cuando resultaba imposible contactar contigo. Lo he encontrado al hacer la mudanza.

Lisbeth permaneció callada un instante.

– ¿Lo abro ahora?

– Bueno, si te apetece.

Dejó la copa de vino, sacudió el paquete y lo abrió con cuidado. Sacó una preciosa pitillera con una tapa esmaltada en azul y negro, y decorada con unos signos chinos.

– Deberías dejar de fumar -dijo Miriam Wu-. Pero ya que te empeñas en seguir, por lo menos podrás guardar los cigarrillos en algo con cierto gusto.

– Gracias -dijo Lisbeth-. Eres la única persona que me hace regalos de cumpleaños. ¿Qué significan los signos?

– ¿Y yo qué diablos sé? No entiendo el chino. Es sólo una cosa que encontré en un rastro.

– Es un estuche muy bonito.

– Es una de esas chorradas baratas. Pero parecía haber sido hecha para ti. Oye, se nos ha acabado el vino. ¿Salimos a tomar una cerveza?

– ¿Eso significa que tenemos que levantarnos de la cama y vestirnos?

– Me temo que sí. Pero ¿qué sentido tiene vivir en Södermalm si una no puede ir de bares de vez en cuando?

Lisbeth suspiró.

– Venga -dijo Miriam Wu, clavándole suavemente el dedo en el brillante del ombligo-. Podemos volver después.

Lisbeth volvió a suspirar, puso un pie en el suelo y se estiró para coger las bragas.

Dag Svensson estaba sentado en un rincón de la redacción de Millennium, en la mesa que le habían dejado, cuando, de repente, oyó el ruido de la cerradura de la puerta principal. Le echó un vistazo al reloj y vio que ya eran las nueve de la noche. Mikael Blomkvist también pareció sorprendido de que todavía hubiera alguien allí.

– Sí, aquí me tienes, al pie del cañón… Hola, Micke. He estado retocando unas cositas del libro y no me he dado cuenta de lo tarde que es. ¿Qué haces aquí?

– Sólo venía a por un libro que se me ha olvidado. ¿Va todo bien?

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