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Se agachó para recuperar el hacha. La tierra se movió bajo sus pies cuando el dolor estalló en su cabeza. Tuvo que sentarse. Alargó la mano y buscó a tientas en los bolsillos de la cazadora de Zalachenko. Seguía llevando la pistola en el bolsillo derecho. Lisbeth intentó enfocar la mirada mientras la tierra se tambaleaba.

Una Browning del calibre veintidós.

«Una puta pistola de boyscout.»

Por eso continuaba con vida. Si le hubiese disparado una bala de la Sig Sauer de Niedermann, o de una pistola con munición de mayor calibre, tendría un agujero enorme en la cabeza.

En el mismo instante en que formulaba ese pensamiento, oyó los pasos de Niedermann, recién levantado, que ya había alcanzado el vano de la puerta. Se detuvo en seco y, con los ojos abiertos de par en par, miró sin parpadear la escena que tenía ante sí. Zalachenko bramaba como un poseso. Su cara era una máscara de sangre. Tenía un hacha clavada en la rodilla. Lisbeth Salander, ensangrentada y sucia, estaba sentada en el suelo junto a él. Era como algo sacado de una película de terror, de esas que Niedermann había visto en exceso.

A Ronald Niedermann, insensible al dolor y construido como un robot antitanques, nunca le había gustado la oscuridad. Hasta donde él recordaba, siempre había estado asociada a una amenaza.

Había visto figuras en la oscuridad con sus propios ojos, de modo que un terror indescriptible le acechaba constantemente. Y, ahora, ese terror se había materializado.

La chica del suelo estaba muerta. De eso no cabía duda.

El mismo la había enterrado.

Por lo tanto, la criatura que ahora se hallaba ante él no era una chica, sino un ser que había vuelto desde el más allá y al que no podía vencer ni fuerza humana ni arma alguna.

La metamorfosis de ser humano a muerto viviente ya se había iniciado. Su piel se había convertido en una coraza como la de los lagartos. Sus dientes al descubierto eran puntiagudos pinchos preparados para arrancar la carne de su presa. Sacó su lengua de reptil y se lamió la boca. Sus manos abiertas de sangre tenían unas garras afiladas como cuchillas de afeitar de unos diez centímetros de largo. Vio cómo le ardían los ojos. Podía oír sus gruñidos apagados y la vio tensar los músculos para tomar impulso y saltar sobre su yugular.

De repente, descubrió que ella tenía una cola que se curvaba y que empezaba a golpear el suelo de modo amenazador.

Luego, ella alzó la pistola y le disparó. La bala pasó tan cerca de la oreja de Niedermann que sintió el latigazo del aire. Él lo vivió como si la boca de la criatura le hubiera lanzado una llama de fuego.

Fue demasiado para él.

Dejó de pensar.

Dio media vuelta y salió corriendo para salvar la vida. Ella disparó otro tiro que erró por completo, pero que a él pareció darle alas. Dando una zancada de alce saltó unas vallas, en dirección a la carretera, y se lo tragó la oscuridad del campo. Se fue corriendo preso del terror más irracional.

Perpleja, Lisbeth Salander lo siguió con la mirada hasta que desapareció de su vista.

Se arrastró hasta la puerta y miró hacia fuera; no consiguió divisarlo. Al cabo de un rato, Zalachenko, tumbado y en estado de shock, dejó de gritar, pero siguió quejándose. Lisbeth abrió el cargador de la pistola y, al constatar que le quedaba una bala, sopesó la idea de pegarle un tiro en la cabeza a Zalachenko. Después, se acordó de que Niedermann rondaba por allí fuera y que más le valía guardar esa última bala. Si él la atacara, probablemente le haría falta algo más que una bala del calibre veintidós. No obstante, era mejor que nada.

Lisbeth se levantó como pudo, salió cojeando de la caseta y cerró la puerta. Tardó cinco minutos en poner el travesaño. Cruzó el patio tambaleándose, entró en la casa y encontró el teléfono sobre un mueble de la cocina. Marcó un número que hacía más de dos años que no usaba. No respondió. Saltó el contestador.

«Hola, soy Mikael Blomkvist. En estos momentos no me puedo poner. Deja el nombre y el número de teléfono y te devolveré la llamada cuanto antes.»

Piiip.

– Mir-g-kral -dijo y se dio cuenta de que su voz sonaba pastosa. Tragó saliva-. Mikael, soy Salander.

Luego no supo qué decir. Colgó el auricular despacio.

La Sig Sauer de Niedermann, desmontada para la limpieza, estaba sobre la mesa de la cocina, junto a la P-83 Wanad de Sonny Nieminen. Dejó caer la Browning de Zalachenko al suelo y se acercó a trompicones hasta la mesa, de donde cogió la Wanad para comprobar el cargador. También encontró su Palm y se la metió en el bolsillo. Cojeando, avanzó hasta el fregadero y llenó una taza sin fregar de agua muy fría. Se bebió cuatro. Al levantar la vista, se encontró, de súbito, con su propia cara en un viejo espejo de afeitar que estaba colgado en la pared. Casi pegó un tiro de puro terror.

Lo que vio se parecía más a un animal que a un ser humano; una loca con la cara contraída y la boca entreabierta. Estaba cubierta de suciedad. Su cara y su cuello eran una papilla coagulada de sangre y lodo. Se hizo una idea de lo que había visto Niedermann en la caseta.

Se acercó al espejo y, súbitamente, adquirió conciencia del peso de su pierna izquierda. Tenía un intenso dolor en la cadera, donde le había impactado la primera bala de Zalachenko. La segunda le había dado en el hombro y le había dejado paralizado el brazo izquierdo. Le dolía.

Pero era el dolor de la cabeza el que le resultaba tan agudo que la hacía tambalearse. Con cuidado, levantó la mano derecha y se palpó la parte posterior de la cabeza. De repente, sus dedos notaron el cráter del orificio de entrada.

Se toqueteó el agujero del cráneo y se dio cuenta, horrorizada, de que estaba tocando su propio cerebro, de que sus lesiones eran tan graves que iba a morir, o tal vez ya estaba muerta. No entendía cómo podía mantenerse en pie.

De pronto, la invadió un cansancio paralizante. No sabía si estaba a punto de desmayarse o de dormirse, así que se acercó al banco de la cocina, donde se tumbó poco a poco y apoyó la parte derecha de la cabeza -la buena- sobre un cojín.

Necesitaba acostarse y recuperar fuerzas, aunque sabía que no se podía dormir con Niedermann rondando por allí fuera. Tarde o temprano volvería. Tarde o temprano, Zalachenko, conseguiría salir de la caseta y, arrastrándose, entraría en la casa, pero a ella ya no le quedaban fuerzas ni para mantenerse en pie. Tenía frío. Quitó el seguro de la pistola.

Ronald Niedermann permanecía indeciso en la carretera que iba de Sollebrunn a Nossebro. Estaba solo. A oscuras. Había vuelto a pensar de manera racional, y se avergonzaba de su huida. No entendía cómo había sido posible, pero llegó a la conclusión lógica de que ella había sobrevivido. «Habrá conseguido salir de la fosa de una u otra manera.»

Zalachenko lo necesitaba. Por lo tanto, debía regresar a la casa y partirle el cuello a esa Lisbeth Salander.

Al mismo tiempo, Ronald Niedermann tenía la sensación de que todo había acabado. Hacía ya tiempo que la albergaba. Las cosas habían empezado a ir mal desde el momento en que Bjurman se puso en contacto con ellos. Zalachenko se convirtió en otra persona en cuanto oyó el nombre de Lisbeth Salander. Todas las reglas de prudencia y moderación que Zalachenko llevaba predicando durante tantos años dejaron de existir de golpe.

Niedermann dudó.

Zalachenko necesitaba atención médica.

Si es que ella no lo había matado ya.

Eso conllevaría una serie de preguntas.

Se mordió el labio inferior.

Llevaba mucho tiempo siendo el socio de su padre. Habían sido años de éxitos continuos. Tenía un dinero escondido y, además, sabía dónde ocultaba Zalachenko su fortuna. Contaba con los recursos y la competencia que se requerían para seguir llevando el negocio. Lo racional sería marcharse de allí sin mirar atrás. Si algo había conseguido inculcarle Zalachenko era que siempre debía mantener la capacidad de salir, sin sentimentalismos, de una situación que se hubiera vuelto ingobernable. Esa era la regla fundamental de la supervivencia. «No muevas ni un dedo por una causa perdida.»

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