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Además, debía tener en cuenta a Ronald Niedermann.

Habría preferido sorprender a Zalachenko al aire libre, en algún sitio del patio donde se encontrara indefenso. No le apetecía lo más mínimo hablar con él; le habría encantado disponer de un rifle con mira telescópica. No obstante, no era así y a él le costaba andar y apenas salía. Sólo lo había visto cuando fue hasta el leñero de la caseta y no parecía muy probable que, de pronto, se le ocurriese dar un paseo vespertino. Por lo tanto, si quería esperar una ocasión mejor, debería retirarse y pernoctar en el bosque. No llevaba saco de dormir, y a pesar de que la tarde era cálida, la noche sería fría. Ahora que, por fin, lo tenía a tiro, no quería arriesgarse a que se le volviese a escapar. Pensó en Miriam Wu y en su madre.

Lisbeth se mordió el labio inferior. Tenía que entrar en la casa, aunque fuese la peor de las alternativas. También podría llamar a la puerta y disparar a quien abriera para ir, de inmediato, a por el otro cabrón. Esa opción significaría que éste estaría en alerta y que tendría tiempo de coger un arma. «Análisis de consecuencias. ¿Qué alternativas había?»

De repente, distinguió el perfil de Niedermann cuando éste pasó por delante de una ventana, a tan sólo unos pocos metros de ella. Estaba mirando por encima del hombro hacia el interior de la estancia mientras hablaba con alguien.

«Los dos están en la habitación a la izquierda de la entrada.»

Lisbeth se decidió. Sacó la pistola del bolsillo de la cazadora, le quitó el seguro y, en silencio, subió hasta el porche. Sostenía el arma con la mano izquierda mientras, con la otra, bajaba la manivela de la puerta con suma lentitud. No estaba cerrada con llave. Frunció el ceño y dudó. La puerta disponía de dobles cerraduras de seguridad.

Zalachenko no habría dejado la puerta sin echarle el cerrojo. Se le puso la carne de gallina. Algo no cuadraba.

La entrada estaba a oscuras. A la derecha vio una escalera que subía hasta la planta superior. Tenía dos puertas de frente y una a la izquierda por cuya rendija superior se filtraba una luz. Se quedó quieta escuchando. Luego oyó una voz y el ruido de una silla arrastrándose en la habitación de la izquierda.

Dio dos rápidas zancadas, abrió de un tirón y dirigió el arma contra… la habitación estaba vacía.

Escuchó un crujir de ropa tras de sí y se volvió como un reptil. En el mismo instante en que intentó levantar la pistola para disparar, una de las enormes manos de Niedermann se cerró como una anilla de hierro alrededor de su cuello mientras que la otra le aprisionó la mano que sostenía el arma. La cogió del cuello y la levantó como si fuese una muñeca.

Pataleó unos segundos con los pies en el aire. Luego se volvió y dirigió una patada a la entrepierna de Niedermann. Falló, pero le dio en la parte exterior de la cadera. Fue como pegarle un puntapié al tronco de un árbol. Se le nubló la vista cuando él le apretó el cuello. Sintió cómo se le caía el arma.

«Mierda.»

Luego, Ronald Niedermann la lanzó al interior de la habitación. Aterrizó estruendosamente sobre un sofá y, acto seguido, cayó al suelo. Notó cómo la sangre se le agolpaba en la cabeza y, tambaleándose, consiguió ponerse de pie. Sobre una mesa, vio un cenicero triangular de cristal macizo; lo cogió al vuelo e intentó darle un revés con él. Niedermann la detuvo en pleno movimiento. Se metió la mano que le quedaba libre en el bolsillo izquierdo, sacó la pistola eléctrica, se volvió y la apretó contra la entrepierna de Niedermann.

Ella también sintió cómo el fuerte latigazo eléctrico atravesaba el brazo con el que Niedermann la tenía agarrada. Daba por descontado que él se iba a desplomar de dolor; en cambio, bajó la mirada y contempló a Lisbeth con una expresión de desconcierto. Los ojos de Lisbeth Salander se abrieron de par en par; estaba perpleja. Resultaba obvio que él había experimentado una sensación incómoda, pero en absoluto dolor. «Este tío no es normal.»

Niedermann se inclinó, le quitó la pistola eléctrica y la examinó intrigado. Luego, le dio una bofetada con toda la mano. Fue como si la hubiese golpeado con un mazo. Ella se derrumbó sobre el suelo, ante el sofá. Levantó la vista y sus ojos se toparon con los de Niedermann. La observaba lleno de curiosidad, como si se preguntara qué sería lo próximo que haría Lisbeth. Como un gato que se prepara para jugar con su presa.

En ese momento, ella intuyó un movimiento en una puerta del fondo de la estancia. Volvió la cabeza.

Lentamente, él avanzó hacia la luz.

Se ayudaba de un bastón; Lisbeth vio la prótesis que le asomaba por la pernera.

Su mano izquierda era un muñón atrofiado al que le faltaban un par de dedos.

Alzó la mirada y contempló su cara. La mitad izquierda era un patchwork de cicatrices dejadas por las quemaduras. No tenía cejas y su oreja no era más que un resto de cartílago. Estaba calvo. Lo recordaba como un hombre atlético y viril, de pelo moreno rizado. Medía un metro sesenta y cinco y estaba demacrado.

– Hola, papá -dijo Lisbeth con un tono inexpresivo.

Alexander Zalachenko observó a su hija con la misma expresión ausente.

Ronald Niedermann encendió la luz del techo. Cacheó a Lisbeth y comprobó que no llevaba más armas. Después, le puso el seguro a la P-83 Wanad y le extrajo el cargador. Zalachenko pasó ante Lisbeth arrastrando los pies, se sentó en un sillón y levantó un mando a distancia.

La mirada de Lisbeth se centró en la pantalla del televisor que quedaba tras él. Zalachenko pulsó un botón y, al instante, reconoció en la imagen verdosa la zona situada tras el establo y el trozo del camino que accedía a la casa. Una cámara de rayos infrarrojos. Sabían que venía.

– Había empezado a creer que no te ibas a atrever a salir -dijo Zalachenko-. Te llevamos vigilando desde las cuatro. Has activado casi todas las alarmas de alrededor de la casa.

– Detectores de movimiento -constató Lisbeth.

– Dos en el camino de acceso y cuatro al otro lado del prado. Instalaste tu punto de observación justo en el sitio donde habíamos puesto la alarma. Las mejores vistas de la granja se tienen desde allí. Por lo general, los que se suelen acercar son alces o ciervos (a veces, alguna persona buscando bayas), pero no es muy frecuente que alguien aparezca moviéndose con sigilo y un arma en la mano.

Guardó silencio durante un momento.

– ¿Realmente creías que Zalachenko iba a estar completamente desprotegido en una pequeña casa en el campo?

Lisbeth se masajeó el cuello e hizo amago de levantarse.

– Quédate en el suelo -dijo Zalachenko con severidad.

Nieder mann dejó de examinar el arma y contempló a Lisbeth tranquilamente. Arqueó una ceja y le mostró una sonrisa. A ella le vino a la mente el rostro desfigurado de Paolo Roberto que había visto por televisión y decidió que sería mejor idea permanecer en el suelo. Suspiró y apoyó la espalda contra el sofá.

Zalachenko estiró la mano derecha, la que le quedaba sana. Niedermann se sacó un arma de la cinturilla del pantalón, retrajo la corredera alimentando la recámara y se la pasó. Lisbeth advirtió que se trataba de una Sig Sauer, la pistola estándar de la policía. Zalachenko asintió con la cabeza. Sin mediar palabra, Niedermann dio media vuelta de pronto y se puso una cazadora. Salió de la habitación y Lisbeth oyó cómo se abrió y cerró la puerta de la entrada.

– Es sólo para que no se te ocurra hacer ninguna tontería. En el mismo instante en que intentes levantarte, te dispararé a bocajarro.

Lisbeth se relajó. Le daría tiempo a meterle dos balas, tal vez tres, antes de que ella pudiera alcanzarlo, y lo más seguro es que empleara una munición que le haría desangrarse en un par de minutos.

– ¡Joder, qué pinta tienes! -comentó Zalachenko, señalando el aro de la ceja de Lisbeth-. Pareces una puta.

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