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Las llaves de Lisbeth Salander. Las había encontrado tras la agresión de Lundagatan y las había dejado encima del microondas, junto a su bolso. Debían de haberse caído. Se le había olvidado entregárselas a Sonja Modig.

Se quedó mirando fijamente el llavero. Tres llaves grandes y tres pequeñas. Las grandes eran de un portal, de la puerta de un piso y de una cerradura de seguridad. «Su casa.» Pero no se correspondían con las de Lundagatan. ¿Dónde diablos vivía?

Estudió las tres llaves pequeñas con más detenimiento. Una pertenecía a su moto Kawasaki. Otra era la típica llave de un armario de seguridad o de un mueble de almacenaje. Cogió la tercera. Tenía grabado el número 24914. El descubrimiento le impactó notablemente.

«Un apartado de correos. Lisbeth Salander tiene un apartado de correos.»

Buscó en la guía telefónica las oficinas postales que había en el barrio de Södermalm. Ella había vivido en Lundagatan. La de Ringen le quedaba demasiado lejos. Tal vez la de Hornsgatan… o la de Rosenlundsgatan.

Apagó la cafetera, pasó de desayunar, cogió el BMW de Erika Berger y condujo hasta Rosenlundsgatan. La llave no encajó. Acto seguido, se dirigió a la oficina de Hornsgatan. La llave encajó perfectamente en el apartado 24914. Lo abrió y encontró veintidós envíos que metió en el compartimento exterior del maletín de su ordenador.

Continuó por Hornsgatan, aparcó delante del cine Kvartersbion y desayunó en Copacabana, en Bergsunds strand. Mientras esperaba su caffè latte examinó las cartas una a una. Todas iban dirigidas a Wasp Enterprises. Nueve de ellas habían sido enviadas desde Suiza, ocho desde las islas Caimán, una desde las islas Anglonormandas y cuatro desde Gibraltar. Las abrió sin el más mínimo remordimiento de conciencia. Veintiuna contenían extractos bancarios y rendimientos de distintas cuentas y fondos de inversión. Mikael Blomkvist constató que Lisbeth Salander era más rica que un marajá.

La que hacía el número veintidós era más gorda. La dirección había sido escrita a mano. El sobre tenía un membrete que indicaba que había sido enviada desde Buchanan House, en Queensway Quay, Gibraltar. El documento adjunto llevaba otro membrete, el del supuesto remitente, un tal Jeremy S. MacMillan, Solicitor. Tenía una letra pulcra.

Jeremy S. MacMillan

Solicitor

Dear Ms Salander:

This is to confirm that the final payment of your property has been concluded as of January 20. As agreed, I'm enclosing copies of all documentation but will keep the original set. I trust this will be to your satisfaction.

Let me add that I hope everything is well with you, my dear. I very much enjoyed the surprise visit you made last summer and, must say, I found your presence refreshing. I'm looking forward to, if needed, be of additional service.

Yours faithfully,

J. S. M. [2]

La carta estaba fechada el 24 de enero. Al parecer, Lisbeth Salander no recogía su correspondencia muy a menudo. Mikael echó un vistazo a la documentación adjunta. Se trataba de la adquisición de un piso en un inmueble de Fiskargatan 9, en Mosebacke.

Luego, se le atragantó el café. El precio de venta eran veinticinco millones de coronas y la compra se había efectuado en dos pagos en un intervalo de doce meses.

Lisbeth Salander vio a un hombre moreno y corpulento abrir con llave la puerta lateral de Auto-Expert, en Eskilstuna. Era un garaje, taller de reparaciones y empresa de alquiler de coches. Una más del montón. Eran las siete menos diez y, según rezaba el cartel escrito a mano de la puerta, no abrían hasta las siete y media. Lisbeth cruzó la calle, abrió la puerta lateral y siguió al hombre. Él la oyó y se dio la vuelta.

– ¿Refik Alba? -preguntó.

– Sí. ¿Quién eres tú? Aún no está abierto.

Empuñando la P-83 Wanad de Sonny Nieminen con las dos manos, la levantó y le apuntó a la cara.

– No tengo ni ganas ni tiempo de discutir contigo. Quiero ver el registro de coches alquilados. Ahora mismo. Te doy diez segundos.

Refik Alba tenía cuarenta y dos años de edad. Era kurdo, de Diyarbakir, y había visto bastantes armas en su vida. Se quedó paralizado. Después, comprendió que si una loca entraba en su oficina con una pistola en la mano, no había nada que hacer.

– En el ordenador -dijo él.

– Enciéndelo -contestó ella.

Refik Alba obedeció.

– ¿Qué hay detrás de esa puerta? -preguntó Lisbeth mientras el ordenador arrancaba con el típico runrún y la pantalla centelleaba.

– Es sólo un armario.

– Abre la puerta.

Contenía unos monos.

– Vale. Métete ahí sin hacer ningún movimiento raro y no te haré daño.

Hizo lo que le dijo sin rechistar.

– Saca tu móvil, ponlo en el suelo y acércamelo con el pie.

Él siguió sus instrucciones.

– Muy bien. Y ahora cierra la puerta.

Se trataba de un anticuado PC con Windows 95 y un disco duro de doscientos ochenta megabytes. El documento Excel con los datos de los coches alquilados tardó una eternidad en abrirse. Comprobó que el Volvo blanco que conducía el gigante rubio había sido alquilado en dos ocasiones; la primera en enero, durante dos semanas, y la segunda, el 1 de marzo. Aún no lo había devuelto. Pagaba un importe semanal en concepto de alquiler a largo plazo.

Su nombre era Ronald Niedermann.

Examinó las carpetas que se hallaban en los estantes situados encima del ordenador. Una de ellas tenía escrita en el dorso, con pulcras letras de imprenta, la palabra «identificación». Cogió el archivador y buscó a Ronald Niedermann. Cuando alquiló el coche en enero, se había identificado con su pasaporte y Refik Alba se quedó con una fotocopia. Lisbeth reconoció en seguida al gigante rubio. Según el pasaporte, era alemán, de Hamburgo, y tenía treinta y cinco años. El hecho de que Refik Alba hubiera hecho una copia del pasaporte significaba que Ronald Niedermann era un cliente normal y no un amigo que había cogido prestado el coche temporalmente. A pie de página, en un margen, Refik Alba había apuntado un número de móvil y la dirección de un apartado de correos de Gotemburgo.

Lisbeth devolvió la carpeta a su sitio y apagó el ordenador. Recorrió la estancia con la mirada y descubrió en el suelo, junto a la puerta principal, una cuña de goma. La cogió, se acercó al armario y llamó a la puerta con el cañón de la pistola.

– ¿Me oyes?

– Sí.

– ¿Sabes quién soy?

Silencio.

«Hay que estar muy ciego para no reconocerme.»

– Vale. Sabes quién soy. ¿Me tienes miedo?

– Sí.

– No me tenga usted miedo, señor Alba. No voy a hacerle daño. Dentro de poco, habré acabado aquí dentro. Le pido disculpas por las molestias.

– Eh… Vale.

– ¿Tiene suficiente aire para respirar ahí dentro?

– Sí… ¿qué quieres realmente?

– Quería ver si cierta mujer te alquiló un coche hace dos años -mintió-. No he encontrado lo que buscaba. Pero no es culpa tuya. Me iré dentro de unos minutos.

– De acuerdo.

– Voy a poner una cuña de goma por debajo de la puerta. Es lo bastante endeble para que puedas forzarla, aunque te llevará un rato. No hace falta que llames a la policía. Nunca más me volverás a ver y hoy podrás abrir como cualquier otro día y hacer como si esto no hubiese ocurrido.

La probabilidad de que no llamara a la policía era bastante inexistente, pero ¿por qué no ofrecerle esa posibilidad? Lisbeth abandonó el establecimiento y se fue andando hasta su Toyota Corolla, aparcado a la vuelta de la esquina, donde, en un instante, se disfrazó de Irene Nesser.

Estaba irritada. Le habría gustado conseguir la dirección física del gigante rubio, por ejemplo, la de Estocolmo, en vez de la de un apartado de correos en la otra punta de Suecia. Sin embargo, era la única pista que tenía. «De acuerdo. Hacia Gotemburgo.»

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