Se sentó en el porche, bebió más agua y se comió una manzana.
Cuando fue a cerrar los postigos de la ventana, se detuvo en el vestíbulo y reparó en una escalera de aluminio de un metro de alto. Volvió a entrar en el cuarto de estar y examinó el techo revestido de madera. La trampilla que daba al desván, situada entre dos vigas, resultaba casi imperceptible. Cogió la escalera y la abrió. Encontró cinco carpetas de tamaño A4.
El gigante rubio estaba preocupado. Todo se había ido al garete y las desgracias se sucedían sin cesar.
Sandström había contactado con los hermanos Ranta. Estaba aterrorizado y les informó de que Dag Svensson preparaba un reportaje denunciándoles no sólo a ellos, sino también a él y sus asuntos con las putas. Hasta ahí las cosas no representaban ningún problema relevante. Que los medios de comunicación pusieran en evidencia a Sandström no era asunto suyo y los Ranta podían desaparecer durante un tiempo. De hecho, los hermanos habían cruzado el Báltico a bordo del Baltic Star y ahora estaban de vacaciones. No parecía probable que el escándalo acabara en los tribunales, pero en caso de que ocurriera lo peor, no sería la primera vez que pasaban por el trullo. Gajes del oficio.
Pero Lisbeth Salander había conseguido escapar de Magge Lundin. Ya de por sí, resultaba incomprensible; comparada con él, Salander era como una muñeca diminuta. Además, su única misión consistía en meter a Salander en un coche y trasladarla al almacén situado al sur de Nykvarn.
Luego, Sandström había recibido otra visita y, en aquella ocasión, Dag Svensson le preguntó por Zala. Eso hizo que las cosas adquirieran un cariz diferente. Entre el pánico de Bjurman y las pesquisas de Dag Svensson, se había creado una situación potencialmente peligrosa.
Un gánster aficionado es aquel que no está preparado para asumir las consecuencias. Bjurman pertenecía a esa categoría. El gigante rubio le había desaconsejado a Zala que contactara con el abogado, pero a éste le resultaba irresistible el nombre de Lisbeth Salander. Odiaba a Salander. Era algo totalmente irracional. Reaccionó como si alguien hubiera apretado un botón.
Fue pura casualidad que el gigante rubio estuviera en casa de Bjurman la noche que llamó Dag Svensson, el mismo maldito periodista que ya le había creado problemas a Sandström y a los hermanos Ranta. A raíz del intento fallido de secuestrar a Lisbeth Salander, el gigante había pasado a ver a Bjurman para tranquilizarlo o amenazarlo, según la necesidad. La llamada de Svensson desató un pánico violento en Bjurman; se empezó a comportar como un idiota y no atendía a razones. De repente, quería abandonar.
Para acabar de colmar el vaso, Bjurman había ido a por su pistola de vaquero y le amenazó. Estupefacto, el gigante rubio se quedó mirándole y luego le quitó el revólver. Llevaba guantes, así que, por lo que respectaba a las huellas dactilares, no había de qué preocuparse. En realidad, tras haber visto que Bjurman había perdido los papeles, no le quedaba alternativa.
Bjurman sabía de la existencia de Zala. Y eso era un lastre. No podía explicar por qué había obligado a Bjurman a quitarse la ropa. Simplemente lo detestaba y quiso dejárselo claro. Estuvo a punto de perder la concentración cuando vio el tatuaje de su estómago: «SOY UN SÁDICO CERDO, UN HIJO DE PUTA Y UN VIOLADOR».
Hubo un momento en el que Bjurman casi le dio pena. Era un completo idiota. Pero él trabajaba en un negocio en el que ese tipo de sentimientos no tenían cabida, ni se permitía que se interpusieran en la actividad operativa. De modo que lo condujo al dormitorio, le obligó a arrodillarse y disparó usando un cojín como silenciador.
Dedicó cinco minutos a registrar el piso de Bjurman en busca de cualquier vínculo con Zala. Lo único que encontró fue el número de su propio móvil. Por precaución, se llevó el teléfono de Bjurman.
El siguiente problema se llamaba Dag Svensson. Cuando hallaran muerto a Bjurman, Svensson se pondría en contacto con la policía y le contaría que habían matado al abogado unos pocos minutos después de que él lo llamara para preguntarle por Zala. No requería mucha imaginación darse cuenta de que si eso sucedía, Zala sería objeto de numerosas y amplias especulaciones.
El gigante rubio se consideraba a sí mismo listo, pero le tenía un enorme respeto a la inteligencia estratégica, más bien terrorífica, de Zala.
Llevaban más de doce años trabajando juntos. Había sido una década fructífera. El gigante rubio miraba a Zala con veneración, como a un mentor. Podía pasar horas y horas escuchándole hablar de la condición humana y sus debilidades, de cómo se podía sacar beneficio de ello.
Pero, de repente, sus negocios estaban en la cuerda floja. Las cosas habían empezado a ir mal.
Desde la casa de Bjurman fue directamente a Enskede y aparcó el Volvo blanco a dos manzanas. Por suerte para él, el portal no estaba cerrado. Subió y llamó a una puerta en la que se leía Svensson-Bergman.
No le dio tiempo a registrar el apartamento ni a llevarse ningún papel. Hizo dos disparos; en la casa también había una mujer. Después, cogió el ordenador portátil de Dag Svensson, que estaba sobre la mesa del salón, giró sobre sus talones y dejó el domicilio. Al salir a la calle, se metió en el coche y abandonó Enskede. El único error que cometió fue que al sostener en equilibrio el ordenador cuando intentó sacar las llaves del coche mientras estaba bajando, el arma se le cayó por las escaleras. Se detuvo una décima de segundo, pero el revólver había ido a parar a la escalera que conducía al sótano. Perdería demasiado tiempo si iba a buscarlo. Era consciente de que tenía un aspecto físico fácil de recordar; lo que apremiaba era desaparecer del lugar antes de que nadie lo viera.
Hasta que quedaron claras las implicaciones, la pérdida del revólver le costó más de una reprimenda por parte de Zala. Cuando la policía inició la persecución de Lisbeth Salander, no salían de su asombro. La pérdida del arma se había convertido en una casualidad increíblemente afortunada.
Aunque, por desgracia, a su vez creó un problema nuevo. Salander era el único eslabón débil que quedaba. Conocía a Bjurman y también a Zala. Era capaz de sumar dos más dos. Cuando Zala y él hablaron del asunto estuvieron de acuerdo. Tenían que encontrar a Salander y enterrarla en algún sitio. Sería perfecto que nunca la hallaran; al cabo de un tiempo, la investigación de los asesinatos sería archivada y empezaría a acumular polvo.
Habían pensado en Miriam Wu para que los condujera hasta Salander. Y, de repente, las cosas se torcieron otra vez. «Paolo Roberto.» De entre todas las personas. Surgido de la nada. Y, según los periódicos, encima era amigo de Lisbeth Salander.
El gigante rubio estaba anonadado.
Después de lo de Nykvarn se había dirigido a Svavelsjö, a casa de Magge Lundin, situada a tan sólo unos cuantos cientos de metros del cuartel general de Sva-velsjö MC. No era el mejor escondite, pero no contaba con muchas alternativas y debía encontrar un sitio en el que permanecer oculto hasta que los hematomas de la cara empezaran a desaparecer y pudiera abandonar discretamente la provincia de Estocolmo. Se palpó la rota nariz y se pasó la mano por el chichón que tenía en la nuca. La hinchazón había empezado a remitir.
Había hecho bien en regresar y pegarle fuego a todo; no había que dejar ningún rastro.
De pronto, se quedó frío como un témpano.
Bjurman. Lo había visto en una sola ocasión, durante escasos minutos, en la casa de campo que éste tenía a las afueras de Stallarholmen. Fue a principios de febrero, cuando Zala aceptó el encargo de ocuparse de Salander. Bjurman había estado hojeando una carpeta de Salander. ¿Cómo diablos se le había podido pasar? Esa carpeta lo podía conducir hasta Zala.
Bajó a la cocina y le ordenó a Magge Lundin que fuera urgentemente a Stallarholmen a provocar un nuevo incendio.