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La monumental silueta del gigante rubio apareció a la luz del vano de la puerta. Paolo puso una mano sobre la boca de Miriam Wu. Se inclinó y le susurró al oído que permaneciera inmóvil y no hiciera el menor ruido.

Después, buscó a tientas una piedra en el suelo y encontró una bajo el árbol caído que era más grande que su puño. Se persignó. Por primera vez en su pecaminosa vida, Paolo Roberto estaba dispuesto a matar a una persona si fuera necesario. Estaba tan apaleado y maltrecho que sabía que no aguantaría otro asalto. Pero nadie, ni siquiera un monstruo rubio que era un error de la naturaleza, podía luchar con la cabeza abierta. Acarició la piedra y se percató de que era ovalada y tenía un borde afilado.

El gigante rubio llegó hasta la esquina del edificio y barrió con la mirada el patio de grava. Se detuvo a menos de diez pasos del lugar donde Paolo contenía la respiración. El gigante aguzó el oído y escudriñó el terreno. Habían desaparecido en la noche. Era imposible saber en qué dirección. Al cabo de unos minutos, pareció darse cuenta de lo inútil de la búsqueda. Con determinación y premura, entró en el almacén, donde no estuvo más de un minuto. Apagó las luces, salió con una bolsa y se acercó al Volvo blanco. Arrancó, derrapó y desapareció por el camino de acceso. Paolo escuchó en silencio hasta que el ruido del motor se perdió en la lejanía. Cuando bajó la mirada, vio los ojos de Miriam brillando en la oscuridad.

– Hola, Miriam -dijo-. Me llamo Paolo y no tienes por qué temerme.

– Ya lo sé.

Su voz era débil. Exhausto, se inclinó apoyándose en el árbol caído y sintió cómo la adrenalina le bajaba a cero.

– No sé cómo levantarme -dijo Paolo Roberto-. Pero tengo un coche aparcado al otro lado de la carretera. A unos ciento cincuenta metros.

El gigante rubio frenó, giró y aparcó en un área de descanso al este de Nykvarn. Estaba trastornado y aturdido; tenía una sensación rara en la cabeza.

Le habían tumbado en una pelea por primera vez en la vida. Y el que lo había castigado era Paolo Roberto, el boxeador. Le pareció una pesadilla absurda, de esas que sólo tenían lugar en sus noches más inquietas. No lograba entender de dónde había salido. Simple y llanamente, estaba allí, dentro del almacén. Había aparecido sin más, de repente.

Una auténtica locura.

No había sentido los puñetazos de Paolo Roberto. No le extrañaba. La patada en la entrepierna, sí. Y ese contundente golpe en la cabeza le había nublado la vista. Se palpó la nuca y descubrió que tenía un chichón enorme. Se lo apretó con los dedos, pero no experimentó ningún dolor. Aun así, se sentía atontado y mareado. Con la lengua notó que, para su sorpresa, había perdido un diente en el lado izquierdo de la mandíbula superior. La boca le sabía a sangre. Se agarró la nariz con el pulgar y el índice y, con delicadeza, tiró hacia arriba. Oyó un chasquido y constató que estaba rota.

Había hecho lo correcto al ir a por su bolsa y abandonar el almacén antes de que llegara la policía. No obstante, había cometido un error garrafal. En el Discovery Channel, había visto cómo los técnicos forenses de la policía siempre acababan encontrando algún tipo de prueba forense. Sangre. Pelos. ADN.

No le apetecía en absoluto volver al almacén, pero no le quedaba otra elección. Debía limpiar aquello. Hizo un giro de ciento ochenta grados y regresó. Poco antes de Nykvarn se cruzó con un coche al que no le prestó atención.

El viaje de vuelta a Estocolmo fue una pesadilla. Paolo Roberto tenía sangre por todas partes; estaba en tan mal estado que le dolía todo el cuerpo. Conducía como un principiante hasta que se dio cuenta de que iba haciendo eses de un lado a otro de la carretera. Con una mano, se frotó los ojos y, con cuidado, se tocó la nariz. Le dolía considerablemente y sólo podía respirar por la boca. Buscaba sin descanso un Volvo blanco y le pareció cruzarse con uno cerca de Nykvarn.

Cuando enfiló la E 20 empezó a conducir con un poco más de soltura. Pensó parar en Södertälje, pero no tenía ni idea de adonde ir. Le echó un vistazo a Miriam Wu -todavía esposada-; estaba desplomada en el asiento de atrás sin cinturón de seguridad. Había tenido que llevarla hasta el coche y tan pronto como la dejó en el asiento trasero se desvaneció. No sabía si se había desmayado por sus lesiones o si se había quedado sin batería de puro agotamiento. Dudó. Al final, tomó la E 4 rumbo a Estocolmo.

Mikael Blomkvist sólo llevaba una hora durmiendo cuando el sonido del teléfono irrumpió la quietud de la noche. Abrió un poco los ojos y comprobó que eran algo más de las cuatro. Adormilado, estiró la mano y levantó el auricular. Era Erika Berger. Al principio no entendió lo que decía.

– ¿Que Paolo Roberto está dónde?

– En el Södersjukhuset, con Miriam Wu. No tiene tu número fijo, dice que te ha llamado al móvil, pero que no ha conseguido hablar contigo.

– Lo tengo apagado. ¿Y qué hace en el hospital?

La voz de Erika Berger sonó paciente, aunque firme.

– Mikael, coge un taxi, vete hasta allí y averigúalo. Parecía muy confundido y hablaba de una motosierra, de una casa en el bosque y de un monstruo que no sabía boxear.

Mikael parpadeó sin comprender nada. Luego sacudió la cabeza y alargó la mano para coger sus pantalones.

Tumbado en calzoncillos en aquella camilla, Paolo Roberto ofrecía un aspecto penoso. Mikael tuvo que esperar más de una hora para que le permitieran pasar a verlo. Su nariz estaba oculta tras unas tiritas de sujeción. Tenía el ojo izquierdo hinchado y la ceja, donde le habían dado cinco puntos, tapada con puntos de aproximación. Le habían vendado las costillas, y presentaba hematomas y magulladuras por todo el cuerpo. En la rodilla izquierda le habían hecho un aparatoso vendaje de compresión.

Mikael Blomkvist le trajo café en un vaso de papel de la máquina Selecta del pasillo y examinó con ojo crítico su cara.

– Es como si te hubiera atropellado un coche -dijo-. ¿Qué te ha ocurrido?

Paolo Roberto movió la cabeza de un lado a otro y cruzó su mirada con la de Mikael.

– Un maldito monstruo -contestó.

– ¿Qué ha pasado?

Paolo Roberto volvió a mover la cabeza y examinó sus puños. Tenía los nudillos tan destrozados que le costaba sostener el vaso de café. También le habían puesto tiritas de sujeción. Su mujer, que mantenía una actitud más bien fría con el boxeo, se pondría furiosa.

– Soy boxeador -respondió-. Quiero decir que mientras estuve en activo nunca me rajé, siempre subí al cuadrilátero con la persona que fuera. He encajado algún que otro golpe en mi vida y sé dar y recibir. Cuando yo le pego un puñetazo a alguien, la idea es sentarlos de culo en el suelo y que les duela.

– No es lo que pasó con ese tío.

Paolo Roberto negó con la cabeza por tercera vez. Relató con serenidad y detalle lo ocurrido durante la noche.

– Le di por lo menos treinta puñetazos. Catorce o quince en la cabeza. Le alcancé la mandíbula cuatro veces. Al principio me contuve; no lo quería matar, sólo defenderme. Pero al final eché el resto. Uno de esos golpes debería haberle roto el hueso de la mandíbula. Y ese puto monstruo no hizo más que sacudirse un poco y volver a atacar. Joder, no era una persona normal.

– ¿Qué aspecto tenía?

– Era como un robot anticarro. No estoy exagerando. Medía más de dos metros y pesaría unos ciento treinta o ciento cuarenta kilos. Un esqueleto de hormigón armado lleno de músculos. No estoy bromeando. Un maldito gigante rubio que, simplemente, no sentía dolor.

– ¿Lo habías visto antes?

– Nunca. No era boxeador. Aunque, en cierto modo, sí lo era.

– ¿Qué quieres decir?

Paolo Roberto meditó un instante.

– No sabía boxear. Amagándolo pude hacer que bajara la guardia y no tenía ni puta idea de cómo moverse para evitar que lo alcanzara. Ni pajolera idea. Pero al mismo tiempo intentaba moverse como un boxeador. Levantaba bien las manos y siempre adoptaba la posición de partida, igual que un boxeador. Era como si hubiese aprendido a boxear sin escuchar nada de lo que le decía el entrenador.

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