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Whitey usó un carrete entero para fotografiar el coche y los alrededores, y después le hizo un gesto de asentimiento a Souza. Éste se puso unos guantes de goma y empleó un trozo de alambre para forzar la cerradura de la puerta del coche.

– ¿Has encontrado algún documento que le identifique? -preguntó Whitey a Sean.

– He encontrado su cartera en el bolsillo trasero -respondió Sean-. ¿Por qué no haces unas cuantas fotografías mientras me pongo los guantes?

Whitey se acercó al coche e hizo unas cuantas fotos, y luego, mientras garabateaba un diagrama de la escena del crimen en su libreta, dejó que la cámara le colgara del cordón que llevaba alrededor del cuello.

Sean extrajo la cartera del bolsillo trasero del cadáver, y la abrió de golpe en el instante en que Souza, desde la parte delantera del coche, decía:

– La matrícula está a nombre de un tal August Larson, residente en el número trescientos veintitrés de la calle Sandy Pine de Weston.

Sean echó un vistazo al carné de conducir, y exclamó:

– ¡Se trata del mismo tipo!

Whitey le miró por encima del hombro y le preguntó:

– ¿Ves algún carné de donante de órganos o algo así?

Sean buscó entre las tarjetas de crédito, las tarjetas de socio del videoclub, el carné de socio de un gimnasio, la tarjeta del Real Automóvil Club, y por fin encontró la tarjeta de asistencia médica. Lo levantó para que Whítey pudiera verlo.

– Grupo sanguíneo: A.

– Souza -dijo Whitey-, llama a la central y solicita una orden de busca y captura de David Boyle, que vive en el número quince de la calle Crescent de East Buckingham. Varón de raza blanca, pelo castaño, ojos azules, metro sesenta, setenta y cinco kilos. Con toda probabilidad va armado y es un individuo peligroso.

– ¿Armado y peligroso? -exclamó Sean-. Lo dudo, sargento.

– Eso se lo cuentas al tipo del maletero -repuso Whitey.

La sede central de Policía tan sólo se encontraba a ocho manzanas de distancia del depósito de coches; por lo tanto, cinco minutos después de que Connolly se hubiera marchado, un batallón de coches patrulla y de coches camuflados atravesaba la entrada, seguidos de la furgoneta del equipo del médico forense y de la camioneta de la Policía Científica. Tan pronto como los vio, Sean se quitó los guantes y se alejó del maletero. Ahora era cosa suya. Sean estaba dispuesto a responder a cualquier pregunta que desearan hacerle, pero aparte de eso, daba por concluido su trabajo allí.

El primer agente del Departamento de Homicidios que salió del Crown Vic color café fue Burt Corrigan, un veterano de la quinta de Whitey que tenía el mismo historial de relaciones desafortunadas y mala alimentación. Le estrechó la mano a Whitey, ya que ambos acudían con frecuencia a las reuniones de los jueves de JJ Foley's, junto con los demás miembros del equipo de dardos.

– ¿Ya le habéis multado o tenéis intención de esperar hasta después del funeral? -preguntó Burt a Sean.

– Muy buena -apuntó Sean-. ¿Quién te escribe las frases últimamente, Burt?

Burt le dio un golpecito en el hombro al acercarse al maletero. Lo examinó, lo olfateó y exclamó:

– ¡Qué peste!

Whitey se acercó al maletero y le dijo:

– Creemos que el asesinato se perpetró en el aparcamiento del Last Drop de East Bucky en la madrugada del domingo.

Burt asintió y preguntó:

– ¿No fue allí uno de nuestros equipos forenses el lunes por la tarde?

Whitey hizo un gesto de asentimiento y contestó:

– Se trata del mismo caso. ¿Ha mandado algunos hombres al aparcamiento?

– Sí, hace tan sólo unos minutos. Tenían que encontrarse con un tal agente Connolly para buscar una bala.

– Correcto.

– También ha solicitado una orden de busca y captura, ¿no es así?

– Sí, de Dave Boyle -contestó Whitey.

Burt observó de cerca el rostro del tipo muerto, y dijo:

– Necesitaremos todas las notas que han tomado del caso, Whitey.

– No hay ningún problema. Me quedaré un rato por aquí para ver cómo van las cosas.

– ¿Se ha duchado hoy?

– Lo primero que he hecho.

– De acuerdo -se volvió hacia Sean-. ¿Y usted?

– Desearía hablar con una persona que me está esperando -repuso Sean-. Ahora el caso es suyo. Me llevaré a Souza conmigo.

Whitey asintió y, mientras le acompañaba al coche, le dijo:

– Si Boyle tiene algo que ver en esto, podríamos relacionarlo con el asesinato de Katie Marcus, y solucionaríamos dos casos a la vez.

– ¿Un doble homicidio a diez manzanas de distancia? -preguntó Sean.

– Tal vez Katie Marcus saliera del bar y lo viera.

Sean negó con la cabeza y añadió:

– Las horas no cuadran. Si Boyle mató a ese hombre, lo hizo entre la una y media y las dos menos cinco de la mañana. Entonces tendría que haber recorrido diez manzanas, y encontrarse a Katie Marcus conduciendo por esa calle a las dos menos cuarto. Me parece imposible.

Whitey se apoyó en el coche y respondió:

– A mí también.

– Además, el agujero que tenía ese hombre en la espalda es pequeño. Si quieres saber mi opinión, es demasiado pequeño para una pistola del calibre treinta y ocho. Pistolas diferentes, personas diferentes.

Whitey asintió y, mientras se observaba los zapatos, le preguntó:

– ¿Vas a interrogar otra vez al chico de los Harris?

– No me quito de la cabeza lo de la pistola de su padre.

– Si tuvieras una fotografía del padre, tal vez alguien podría retocarla para que pareciera mayor, hacerla circular, y saber si alguien le ha visto.

Souza se les acercó, abrió la puerta del conductor y preguntó:

– ¿Voy con usted, Sean?

Sean asintió, se volvió hacia Whitey y declaró:

– Es un pequeño detalle.

– ¿El qué?

– Lo que nos falta. Seguro que es algo sin importancia. Si lo averiguamos, podremos resolver el caso.

Whitey sonrió y le preguntó:

– ¿Cuándo fue la última vez que no pudiste resolver un caso de homicidio?

– Hace ocho meses, el de Eileen Fields -contestó Sean con rapidez.

– No todos los casos son fáciles de solucionar -apuntó Whitey-. ¿Sabes lo que te quiero decir?

El rato que Brendan había pasado en la celda no le había sentado nada bien. Parecía más pequeño y más joven, aunque también más resentido, como si allí dentro hubiera visto cosas que jamás habría deseado ver. Pero Sean se había preocupado de ponerle en una celda vacía, lejos de la escoria de la sociedad y de los yanquis, por lo que no tenía ni idea de lo horrible que podía haber sido, a menos que el chico fuese incapaz de soportar el aislamiento.

– ¿Dónde está tu padre? -le preguntó Sean.

Brendan se mordió una uña, se encogió de hombros y contestó:

– En Nueva York.

– ¿No le has visto?

Brendan, que empezaba a morderse otra uña, respondió:

– No le he visto desde que tenía seis años.

– ¿Mataste a Katherine Marcus?

Brendan apartó la uña de los labios y se quedó mirando a Sean.

– ¡Contéstame!

– ¡No!

– ¿Dónde está la pistola de tu padre?

– Que yo sepa, mi padre no tenía ninguna pistola.

Esa vez no parpadeó. No apartó la mirada de la de Sean. Le miró fijamente a los ojos con una especie de cansancio cruel y abatido que hizo que Sean viera por primera vez que el chico era capaz de ponerse violento.

«¿Qué demonios le había sucedido en esa celda?»

– ¿Qué motivo podía tener tu padre para matar a Katie Marcus? -preguntó Sean.

– Mi padre no ha matado a nadie -replicó Sean.

– Sabes algo, Brendan, y no me lo quieres contar. Vamos a ver si el detector de mentiras está libre en este momento. Me gustaría hacerte unas cuantas preguntas más.

– Quiero hablar con un abogado -advirtió Brendan.

– Enseguida, pero…

– Quiero hablar con un abogado -repitió Brendan-. ¡Ahora mismo!

– ¡Claro! -exclamó Sean sin cambiar el tono de voz-. ¿Conoces a alguno?

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