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Resultó que las tuercas de los neumáticos delanteros estaban sueltas. Creían que se trataba de un caso de homicidio involuntario, ya que casi todo el mundo pensaba que había sido un error del mecánico; Sean y su compañero, Adolph, averiguaron que la víctima se había hecho cambiar los neumáticos unas cuantas semanas antes del accidente. Sin embargo, Sean había encontrado un trozo de papel en la guantera del coche que le preocupaba. Era el número de una matrícula apuntado con prisas, y cuando Sean lo verificó en el ordenador del Registro de Vehículos, vio que pertenecía a un tal Alan Barnes. Sean se había presentado en casa de Barnes, y le había preguntado al tipo que había abierto la puerta si él era Alan Barnes. El hombre, que estaba muy nervioso, le había preguntado: «Sí, ¿por qué?». Y Sean, sintiendo su nerviosismo, le había dicho: «Me gustaría hablar con usted sobre unas tuercas».

Barnes se desmoronó allí mismo. Contó a Sean que sólo tenía la intención de hacer un pequeño estropicio en el coche, que lo único que quería era asustarle; una semana antes habían discutido en el carril que conducía al túnel del aeropuerto, y Barnes estaba tan enfadado al final de la discusión que se había quedado atrás, había faltado a su cita, y había seguido a Edwin Hurka hasta su casa, y antes de manipular los neumáticos, había esperado a que Hurka hubiera apagado todas las luces de su casa.

La gente era estúpida. Se mataba por las cosas más tontas, esperaban a que los pillaran, y se declaraban inocentes en el tribunal después de entregar a la policía una confesión firmada de cuatro páginas. La mejor arma de la policía era saber hasta qué punto eran estúpidos. Dejarles hablar. Siempre. Dejar que se explicaran. Dejarles confesar su culpa mientras uno les iba ofreciendo tazas de café y las bobinas de la grabadora seguían girando.

Cuando pedían un abogado (el ciudadano medio casi siempre lo pedía), uno fruncía el entrecejo y les preguntaba si estaban seguros de que si era aquello lo que querían en realidad; luego uno dejaba que las vibraciones negativas llenaran la sala hasta que decidieran que querían ser todos amigos; con eso quizá hablaran un poco más antes de que llegara el abogado y estropeara la disposición de ánimo.

Sin embargo, Dave no solicitó la presencia de un abogado. Ni una sola vez. Se sentó en una silla que chirriaba cada vez que se inclinaba hacia atrás. Parecía tener resaca, y estar enfadado y molesto, especialmente con Sean, aunque no parecía ni asustado ni nervioso; Sean se daba cuenta de que Whitey empezaba a ponerse tenso.

– Mire, señor Boyle -apuntó Whitey-, sabemos que se marchó del McGills antes de lo que nos dijo. Sabemos que media hora más tarde se encontraba en el aparcamiento del Last Drop, a la misma hora en que se marchó Katie Marcus. Y estamos totalmente seguros de que no se lastimó la mano contra una pared mientras jugaba una partida de billar.

Dave soltó un gemido y les sugirió:

– ¿Por qué no me traen un Sprite o algo así?

– Enseguida -respondió Whitey por cuarta vez en la media hora que llevaban allí-. Cuéntenos lo que sucedió aquella noche, señor Boyle.

– Ya lo he hecho.

– Nos ha mentido.

Dave se encogió de hombros y exclamó:

– ¡Si es eso lo que creen!

– No -replicó Whitey-. Son los hechos. No nos dijo la verdad respecto a la hora en que se marchó del McGills. El maldito reloj dejó de funcionar cinco minutos antes de la hora que nos dijo que se había marchado, señor Boyle.

– ¿Cinco minutos enteros?

– ¿Cree que esto es divertido?

Dave se reclinó en la silla y Sean esperó oír el crujido que emitía antes de doblarse, pero no lo oyó, ya que Dave no se apoyó del todo.

– No, sargento, no me parece divertido. Estoy cansado y tengo resaca. Además de robarme el coche, ahora me dice que no piensa devolvérmelo. Está empeñado en que me fui del McGills cinco minutos antes de lo que dije.

– Como mínimo.

– De acuerdo, lo reconozco. Tal vez lo hiciera. No miro el reloj con tanta frecuencia como ustedes. Así pues, si dicen que me marché del McGills a la una menos diez en vez de a la una menos cinco, pues muy bien. Quizá tengan razón. Eso es todo, porque después regresé directamente a casa. No fui a ningún otro bar.

– Le vieron en el aparcamiento del…

– No -replicó Dave-, vieron un Honda con la parte delantera abollada. ¿De acuerdo? ¿Sabe cuántos Hondas hay en esta ciudad? ¡Venga, hombre!

– Sin embargo, ¿cuántos debe de haber que tengan una abolladura en el mismo sitio que el suyo, señor Boyle?

Dave se encogió de hombros y contestó:

– Supongo que un montón.

Whitey se volvió hacia Sean y éste se dio cuenta de que estaban perdiendo la batalla. Dave tenía razón: seguramente podrían encontrar veinte Hondas con una abolladura en la parte delantera. Veinte, como mínimo. Y si Dave ya era capaz de rebatirles su teoría, no había duda de que su abogado lo haría mejor.

Whitey se colocó detrás de la silla de Dave y le sugirió:

– Cuéntenos cómo llegó esa sangre a su coche.

– ¿Qué sangre?

– La sangre que encontramos en el asiento delantero. Empecemos por ahí.

– ¿Qué pasa con mi Sprite, Sean? -preguntó Dave.

– Ahora te lo traigo -contestó Sean.

Dave sonrió y añadió:

– Veo que eres un poli bueno. De paso, ¿por qué no me traes un bocadillo de albóndigas?

Sean, que ya estaba levantándose, se sentó de nuevo y dijo:

– No soy tu criada, Dave. Parece que tendrás que esperarte un poco.

– Pero sí que eres la criada de alguien, ¿no es verdad, Sean? -Lo dijo con una mirada maliciosa y un tono de superioridad.

Sean empezó a pensar que quizá Whitey tuviera razón. Sean se preguntó si su padre, al ver a ese Dave Boyle, tendría la misma opinión de él que la noche anterior.

– La sangre del asiento delantero -repitió Sean-. Haz el favor de responder al sargento.

Dave alzó la mirada hacia el sargento y dijo:

– Tenemos una valla de tela metálica en el patio trasero de casa. Sabe de qué le hablo, ¿no? Esas cuya parte superior se dobla hacia dentro. El otro día estaba arreglando el patio, ya que mi casero es muy mayor, y sí me ocupo del mantenimiento no me sube el precio del alquiler. Así pues, estaba cortando esos tallos parecidos al bambú…

Whitey suspiró, pero Dave no pareció darse cuenta.

– … y resbalé. Sostenía unas tijeras de podar en la mano y no quería soltarlas, así que al resbalar, me caí encima de la valla de tela metálica y me corté -se pasó la mano por el pecho-. Aquí mismo. No fue nada grave, pero sangré sin parar. Diez minutos más tarde, tenía que ir a recoger a mi hijo, que estaba entrenándose para la liga infantil de béisbol. Supongo que, cuando me senté en el coche, aún no había parado de sangrar. Es la única explicación que se me ocurre.

– Entonces la sangre del asiento delantero es suya -concluyó Whitey.

– Tal y como le he dicho, es la única explicación que se me ocurre.

– ¿Qué grupo sanguíneo tiene?

– B negativo.

Whitey le sonrió mientras andaba alrededor de la silla y se apoyaba en el borde de la mesa.

– ¡Qué raro! Es del mismo grupo sanguíneo que la sangre que encontramos en el asiento delantero.

Dave alzó las manos y exclamó:

– ¿Lo ven?

Whitey imitó el gesto que Dave había hecho con las manos, y añadió:

– ¿Le importaría explicarnos de dónde procede la sangre del maletero? No es del grupo B negativo.

– No sabía que hubiera sangre en mi maletero. Whitey soltó una risita y le preguntó:

– ¿No tiene ni idea de cómo un cuarto de litro de sangre ha ido a parar al maletero de su coche?

– No, no lo sé -contestó Dave.

Whitey se le acercó, le dio una palmada en la espalda, y añadió:

– Creo que debería decirle, señor Boyle, que así no vamos a llegar a ninguna parte. ¿Cómo cree que va a quedar ante el tribunal cuando afirme que no sabe cómo la sangre de otra persona fue a parar al maletero de su coche?

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