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Con todo, Sean sentía que les había fallado, como si ellos hubieran esperado que él hubiera luchado más para tenerlos cerca. Sean observaba el lugar y lo único que veía era muerte, o como mínimo un lugar en el que esperarla, pero no sólo odiaba el hecho de que sus padres estuvieran allí, esperando el momento en que otra gente tuviera que llevarlos a ellos al médico, sino que también detestaba imaginarse a él mismo allí o en lugar parecido. Aunque sabía que las probabilidades de no acabar en un sitio así eran ínfimas: aún más en aquel preciso momento en que no tenía ni mujer ni hijos. Tenía treinta y seis años, a más de medio camino de tener un piso en Wingate, y con toda probabilidad la segunda mitad de su vida pasaría mucho más rápido que la primera.

Su madre sopló las velas del pastel que habían colocado sobre una mesita que ocupaba un hueco entre la diminuta cocina y una sala de estar rnás espaciosa; lo comieron en silencio y sorbieron el té al ritmo de las agujas del reloj de pared que había sobre ellos y del zumbido del aire acondicionado.

Cuando hubieron acabado, su padre se puso en pie y dijo: -Voy a lavar los platos.

– No, ya lo haré yo.

– No, tú siéntate.

– No, deja que lo haga yo.

– Siéntate, hoy es tu cumpleaños.

Su madre se sentó de nuevo y esbozó una ligera sonrisa, mientras su padre apilaba los platos y doblaba la esquina para llevarlos a la cocina.

– jTen cuidado con las migas! -le advirtió la madre.

– Ya lo tengo.

– Si no limpias bien el fregadero, volveremos a tener hormigas.

– Sólo hemos tenido una hormiga. Una.

– No, había más -explicó a Sean.

– De eso hace seis meses -se oyó a su padre decir entre el sonido del agua.

– y ratones.

– Nunca hemos tenido ratones.

– Pero la señora Feingold sí que tuvo. Dos. Y tuvo que poner trampas.

– Nunca hemos tenido ratones en casa.

– Porque yo me aseguro de que no dejes migas en el fregadero.

– jSanto cielo! -exclamó el padre de Sean.

La madre de Sean se bebió el té y se quedó mirando a su hijo por encima de la taza.

– He recortado un artículo para Lauren -anunció después de colocar la taza encima del platillo-. Lo tengo guardado en alguna parte.

La madre de Sean siempre recortaba artículos de periódico y se los daba cada vez que iba a visitarles. Si no, se los mandaba por correo en pilas de nueve o diez; Sean abría el sobre y se los encontraba perfectamente doblados, como un recordatorio del tiempo que había pasado desde que los visitara por última vez. Los artículos iban de temas diferentes, pero casi siempre trataban de cuestiones domésticas o de autoayuda: métodos para prevenir que se incendiara la secadora, cómo evitar que se quemara el congelador, las ventajas e inconvenientes de hacer el testamento en vida, cómo evitar los robos cuando uno estaba de vacaciones, consejos de salud para hombres con trabajos que producían mucho estrés (¡Lleva tu corazón a lo más alto!). Sean sabía que era la forma que tenía su madre para expresarle su amor, algo similar a abrocharle el abrigo y a ponerle bien la bufanda antes de que se fuera a la escuela en una mañana de enero; a Sean aún le hacía gracia el recorte que le había mandado dos días antes de que Lauren se fuera:

Atrévase con la fecundación in vitro. Sus padres nunca habían comprendido que el hecho de que Lauren y él no tuvieran hijos era por propia elección, si cabe, provocada por un miedo compartido (aunque nunca comentado) de que serían unos padres terribles.

Cuando, por fin, ella se había quedado embarazada, se lo habían ocultado a sus padres, para tener tiempo de decidir si tendrían el bebé, mientras su matrimonio se iba a pique; Sean acababa de enterarse de que Lauren había tenido un lío con un actor, y no había parado de preguntarle: «¿De quién es el niño, Lauren?». y Lauren siempre le había respondido: «Si estás tan preocupado, hazte la prueba de paternidad».

Habían dejado de ir a cenar con sus padres, se inventaban excusas para no estar en casa cada vez que ellos iban a la ciudad, y Sean se sentía enloquecer por miedo de que el hijo no fuera suyo, y por el hecho de que, aunque lo fuera, quizá tampoco lo quisiera.

Desde que Lauren se marchó, la madre de Sean se refería a su ausencia como «el tiempo que se había tomado para reflexionar», y los recortes ya no eran para él, sino para ella, como si algún día el cajón donde los guardaba fuera a estar tan lleno que tuvieran que volver a estar juntos, aunque sólo fuera para poder cerrar el cajón.

– ¿ Has tenido noticias suyas? -le preguntó su padre desde la cocina. con el rostro escondido detrás de la pared verde menta que les separaba.

– ¿De Lauren?

– ¡Ajá!

– ¿De quién va a ser? -dijo su madre alegremente mientras hurgaba en un cajón del aparador.

– Llama por teléfono, pero no dice nada.

– Tal vez sólo hable de banalidades porque…

– No. Lo que os intento decir es que no dice nada, que no habla.

– ¿Nada de nada?

– Nada.

– Entonces, ¿cómo sabes que es ella?

– Porque lo sé.

– ¿Cómo?

– ¡Santo cielo! -exclamó Sean-. Porque la oigo respirar, ¿de acuerdo?

– ¡Qué extraño! -comentó su madre-. ¿Tú le hablas?

– A veces, pero cada vez menos.

– Bien, por lo menos os comunicáis de un modo u otro -repuso su madre, mientras le colocaba el último recorte delante-o Le dices que he pensado que esto le podría interesar. -Se sentó y alisó una arruga del mantel con la palma de la mano-. Cuando regrese a casa… -añadió, sin dejar de observar cómo la arruga desaparecía bajo su mano-o Cuando regrese a casa… -repitió, con una voz tenue, parecida a la de una monja, como si estuviera segura del orden esencial de todas las cosas.

– ¿Te acuerdas del día en que Dave Boyle desapareció de delante de casa? -preguntó Sean a su padre una hora más tarde, sentados junto a una de aquellas mesas altas del Ground Round.

Su padre frunció el entrecejo y después se concentró en acabar de echar su Killian's en una copa helada. A medida que la espuma llegaba al borde de la copa y que la cerveza se convertía en un espeso chorro de gotas, su padre le sugirió:

– ¿Por qué no lo miras en algún periódico viejo?

– Bien…

– ¿Por qué me lo preguntas a mí? ¡Mierda! Salió por la televisión.

– Sin embargo, no dieron ninguna información cuando encontraron al secuestrador -replicó Sean, con la esperanza de que eso bastara, de que su padre dejara de preguntarle con insistencia por qué le preguntaba a él, ya que ni él mismo sabía por qué lo había hecho.

En cierta manera, necesitaba que su padre le situara en el contexto del evento, que le ayudara a verse a sí mismo por aquel entonces, de una forma que los periódicos y los archivos de los casos antiguos no podían hacer. O tal vez albergara la esperanza de poder hablar con su padre de cosas que no sólo fueran las noticias del día o de que el equipo de los Sioux necesitaba un nuevo lanzador de reserva para la base izquierda.

A veces, Sean tenía la sensación de que, en algún momento de su vida, él y su padre habían hablado de cosas que no eran puramente insustanciales (tal y como le parecía que le había sucedido con Lauren), pero por mucho que lo intentara, era incapaz de recordar de qué cosas habían hablado. Entre la neblina que rodeaba sus recuerdos de juventud, temía haberse inventado intimidades y momentos de clara comunicación entre su padre y él que, a pesar de haber sido mitificadas a lo largo de los años, nunca habían sucedido.

Su padre era un hombre de silencios y de frases a medio decir que se iban desvaneciendo para quedar en nada; Sean se había pasado casi toda la vida interpretando esos silencios, llenando los espacios en blanco que quedaban a raíz de esos elipses, formulando el concepto de lo que su padre intentaba decir. Hacía tiempo que Sean se preguntaba si él mismo acababa las frases tal y como pensaba que hacía, o si él también era una criatura de silencios, silencios que había visto, asimismo, en Lauren, y que no habían surtido ningún efecto hasta que ese silencio era lo único que había quedado de ella. Eso y el zumbido del aire a través del teléfono cada vez que llamaba.

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