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La madre de Jimmy se sentó junto a él en la acera y Dave se alejó de la ventana, La madre de Jimmy era una mujer delgada y pequeña con un color de pelo muy claro. Para ser una persona tan delgada, se movía como si llevara un montón de ladrillos sobre cada hombro, y suspiraba sin parar de una manera que Jimmy no sabía si se daba cuenta de que aquellos sonidos salían de su interior. Solía mirar sus fotografías de antes de que estuviera embarazada de él y parecía más delgada y mucho más joven, como una adolescente (de hecho, cuando hizo los cálculos, se dio cuenta de que lo era). En las fotografías tenía la cara más redonda, sin arrugas alrededor de los ojos o en la frente, y tenía esa sonrisa tan amplia y tan atractiva que la hacía parecer un poco asustada, o tal vez curiosa, aunque Jimmy nunca llegó a saberlo con certeza. Su padre le había contado mil veces que Jimmy casi la había matado al nacer, y que sangró tanto que a los médicos les preocupaba que no se detuviera la hemorragia, Su padre le había explicado que aquello casi acaba con ella y que, sin lugar a dudas, ya no habría más niños. Nadie querría tener que volver a pasar por lo mismo.

Colocó la mano encima de la rodilla de Jimmy y preguntó a su hijo:

– ¿Cómo va todo, G.l. Joe?

Su madre siempre usaba motes diferentes para llamarlo, a menudo, recién inventados; por lo tanto, la mitad de las veces Jimmy no sabía a que hacían referencia esos nombres,

Se encogió de hombros y exclamó:

– ¡Ya ves!

– No le has dicho nada a Dave.

– Si ni siquiera me soltaste, mamá.

Su madre levantó la mano de la rodilla de su hijo y se abrazó a sí misma para protegerse del frío que, a medida que se hacía de noche, iba en aumento.

– Quiero decir después, cuando aún no había entrado en casa.

– Ya le veré mañana en el colegio.

Su madre se metió la mano en el bolsillo para coger el paquete de Kent, se encendió uno, expulsó el humo con rapidez y añadió:

– No creo que vaya mañana.

Jimmy se acabó el perrito caliente y afirmó:

– Bien, entonces pronto, ¿de acuerdo?

Su madre asintió con la cabeza y echó un poco más de humo por la boca. Se sostuvo un codo en la mano, siguió fumando y, mientras observaba la ventana de Dave, le preguntó:

– ¿Cómo te ha ido hoy el colegio? -aunque no parecía estar muy interesada en la respuesta.

Jimmy se encogió de hombros y respondió:

– Bien.

– He conocido a tu maestra. Es mona.

Jimmy no pronunció palabra alguna.

– Muy mona -repitió la madre, a la vez que expulsaba una bocanada de humo gris,

Jimmy seguía sin decir nada. La mayor parte del tiempo no sabía qué decir a sus padres. Su madre siempre estaba cansada. Se quedaba mirando fijamente lugares que Jimmy no alcanzaba a ver y fumaba sus cigarrillos, y la mitad del tiempo ni le oía hasta que él no le había repetido las cosas dos veces. Su padre casi siempre estaba cabreado, e incluso cuando no lo estaba y podía llegar a ser amable y divertido, Jimmy sabía que en cualquier momento se podía convertir en un borracho cabreado que le pegaría por decir algo de lo que media hora antes quizá habían estado riéndose. Tenía el convencimiento de que por mucho que intentara hacer ver que era de otra forma, tenía a su padre y a su madre dentro de él: los largos silencios de su madre y los repentinos ataques de cólera de su padre.

Cuando Jimmy no se preguntaba qué significaría ser el novio de la señorita Powell, se preguntaba lo que sería ser su hijo.

Su madre lo estaba mirando en aquel momento, sosteniendo el cigarrillo junto a la oreja, los ojos pequeños y penetrantes.

– ¿Qué? -preguntó, y le sonrió nervioso.

– Tienes una sonrisa maravillosa, Cassius Clay -confesó, devolviéndosela a su vez.

– ¿De verdad?

– ¡Y tanto! ¡Vas a ir rompiendo corazones por ahí!

– Pues muy bien -respondió Jimmy, y ambos se echaron a reír.

– Podrías hablar un poco más -le sugirió la madre.

«Y tú también», le hubiera gustado decir a Jimmy.

– Sin embargo, ya está bien. A las mujeres nos gustan los hombres que no hablan mucho.

Por encima del hombro de su madre, Jimmy vio que su padre salía de la casa a trompicones, con la ropa arrugada y la cara hinchada por el sueño o por la bebida, o por ambas cosas. Observaba la fiesta que se estaba celebrando delante de sus narices como si no supiera de dónde había surgido todo aquello.

La madre siguió la mirada de Jimmy y cuando volvió a posar la vista en él, estaba otra vez agotada; la sonrisa había desaparecido de su rostro de forma tan repentina que era difícil imaginarse que fuera capaz de sonreír.

– ¡Eh, Jim!

Le encantaba cuando le llamaba «Jim». Le hacía sentir que estaban haciendo algo juntos.

– ¿Sí?

– Estoy muy contenta de que no subieras a ese coche, cariño.

Le besó la frente y Jimmy vio cómo le brillaban los ojos; después se puso en pie y se dirigió hacia el lugar donde estaban las otras madres y dio la espalda a su marido.

Jimmy alzó los ojos y se dio cuenta de que Dave volvía a observarle desde la ventana, pero entonces había detrás de él una tenue luz amarillenta en algún lugar de la habitación. Esa vez, Jimmy ni siquiera se esforzó en saludarle. Al haberse marchado ya la policía y los periodistas, y al estar la fiesta en pleno apogeo, era muy probable que nadie recordara qué la había motivado. Jimmy notaba que Dave estaba solo en su casa, a excepción de su madre desequilibrada, rodeado de paredes marrones y mortecinas luces amarillentas mientras la fiesta vibraba abajo en la calle.

Una vez más, él también estaba contento de no haber subido a aquel coche.

Mercancía dañada. Eso era lo que el padre de Jimmy le había dicho a su mujer la noche anterior:

– Aunque lo encuentren con vida, el niño será mercancía dañada. Nunca volverá a ser el mismo.

Dave alzó una mano. La mantuvo en alto junto al hombro, pero no la movió durante un buen rato, y mientras le devolvía el saludo, Jimmy sintió que le invadía una sensación de tristeza, que se iba haciendo más profunda y se extendía en pequeñas ondas. No sabía si la tristeza tenía algo que ver con su padre, con su madre, con la señorita Powell, con aquel lugar o con el hecho de que Dave, de pie junto a la ventana, mantuviera la mano alzada de una forma tan estática; pero cualquiera que fuera el motivo (alguna de esas razones o todas a la vez), estaba convencido de que nunca podría librarse de la sensación. Jimmy, sentado en la acera, tenía once años, pero ya no se sentía un niño. Se sentía viejo. Viejo como sus padres y como aquella calle.

«Mercancía dañada», pensó, y dejó caer la mano sobre su regazo. Observó que Dave lo saludaba con la cabeza antes de echar las cortinas y de adentrarse de nuevo en aquel piso demasiado tranquilo, de paredes marrones y relojes que hacían tictac; Jimmy sintió la tristeza arraigarse en él, acurrucarse en su interior como si buscara un cálido hogar, y ni siquiera se esforzó en desear que se fuera, porque una parte de él comprendió que era inútil.

Se levantó de la acera, sin saber durante un momento qué iba a hacer a continuación. Sintió aquella necesidad imperiosa y nerviosa de pegarle a alguien o de hacer algo nuevo e imprudente. Pero entonces las tripas empezaron a gruñirle y se dio cuenta de que aún tenía hambre, por lo que se fue a buscar otro perrito caliente con la esperanza de que todavía quedaran algunos.

Durante unos cuantos días, Dave Boyle se convirtió en una especie de celebridad, no sólo en el vecindario, sino en todo el estado. Los titulares del Record American de la mañana siguiente decían: NIÑO PERDIDO/NIÑO ENCONTRADO, La fotografía sobre el pliegue del periódico mostraba a Dave sentado con los hombros caídos, a su madre ciñéndole el pecho con unos brazos delgados y a un montón de niños sonrientes de las marismas que hacían muecas ante la cámara a los lados de ambos; todo el mundo parecía de lo más feliz, a excepción de la madre de Dave, que tenía el aspecto de acabar de perder el autobús en un día gélido.

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