– ¡Cómo disfrutaba repitiéndolo! ¡Hizo que se sintiera jóven de nuevo!
– ¿Qué crees que se le rompió: el eje o la culata?
– La culata -contestó Whitey-. Es lo del «hola» lo que me ha dejado perplejo.
– Si saludó a quien le disparó, podría indicar que le conocía.
– Quizá, pero no podemos estar seguros.
Después de eso se pasaron por los bares en que habían estado las chicas; no consiguieron más que algunas declaraciones achispadas de genlte que dijo haber visto allí a las chicas, o quizá no, y listas incompletas de posibles clientes que podrían haberse encontrado allí entonces.
Para cuando llegaron al McGills, Whitey ya se estaba cabreando.
– Dos chicas jóvenes, muy jóvenes, menores de edad, de hecho, se suben a la barra y empiezan a bailar, y ¿quiere que me crea que no lo recuerda?
EI barman, que ya había empezado a asentir antes de que Whitey acabara de formular la pregunta, dijo:
– ¿Ah, ésas? Sí, ya me acuerdo. Claro. Seguro que las falsificaciones de los carnés eran muy buenas, porque se los pedimos a la entrada, detective.
– Sargento, si no le importa -apuntó Whitey-. En un principio apenas recordaba haberlas visto aquí y ahora recuerda haberles pedido el carné. Tal vez recuerde a qué hora se marcharon. ¿O de eso tampoco se acuerda muy bien?
El barman, un tipo joven, con unos bíceps tan grandes que, con toda probabilidad, le interrumpían el riego cerebral, dijo:
– ¿Marcharon?
– Sí, ¿a qué hora se fueron?
– Yo no…
– Fue justo antes de que Crosby rompiera el reloj -contestó un tipo que estaba sentado en un taburete.
Sean le echó un vistazo. Era un viejo que tenía el Herald abierto de par en par encima de la barra, entre una botella de Bud y un chupito de whisky; el humo de su cigarrillo formaba espirales en el cenicero.
– ¿Se encontraba usted aquí?- le preguntó Sean.
– Así es, Moron Crosby deseaba coger el coche e irse a casa. Sus amigos intentaban cogerle las llaves del coche. El tontorrón se las lanzó, pero falló y dieron contra ese réloj.
Sean observó el réloj que había sobre la puerta que conducía a la cocina. El cristal estaba roto y las manecillas se habían detenido a las 12:52.
– ¿Se marcharon antes de que sucediera eso?- le preguntó Whitey al viejo- ¿Las chicas?
– Unos cinco minutos antes- respondió el tipo-. Las llaves fueron a parar al reloj y recuerdo que pensé que me alegraba de que esas chicas ya no estuvieran allí. No hacía falta que vieran un espectáculo tan ruín.
Una vez en el coche, Whitey preguntó:
– ¿Ya has apuntado las horas?
Sean asintió con la cabeza, hojeó sus notas y contestó:
– Se marcharon del Curley's Folly a las nueve y media, y luego hicieron una visita rápida al Banshee, al pub Dick Doyle's y al Spire's, acabaron en el McGills a eso de las once y media, y entraron en el Last Drop a la una y diez.
– Y se estrelló con el coche una media hora después.
Sean hizo un gesto de asentimiento.
– ¿Te suena alguno de los nombres de la lista del barman?
Sean miró la lista de clientes del sábado por la noche que el barman del McGills había garabateado en un trozo de papel.
– Dave Boyle -dijo en voz alta cuando vio el nombre.
– ¿El mismo tipo del que eras amigo cuando eras un niño?
– Es posible -respondió Sean.
Podríamos ir a hablar con él -sugirió Whitey-. Si te considera amigo suyo, no nos tratará como simples policías ni se callará como un muerto sin motivo aparente.
– Claro.
– Le pondremos en la agenda de mañana.
Encontraron a Roman Fallow tomándose un capuchino en el Café Society de la colina. Estaba sentado con una mujer que parecía modelo: tenía las rótulas tan marcadas como los pómulos, los ojos un poco saltones, porque le habían estirado tanto la piel del rostro que parecía que se la hubieran pegado al hueso, y llevaba un bonito vestido de verano de color marfil con esas tiras finas que le daban cierto aire sexy y esquelético a la vez. Sean se preguntaba cómo era posible y decidió que debía ser por el brillo nacarado de su piel perfecta.
Roman llevaba una camiseta de seda por dentro de unos pantalones de pinzas de lino, y parecía que acabara de salir de un escenario de una de aquellas películas antiguas de la RKO que filmaban en La Habana o en Key West. Sorbía su capuchino y hojeaba el periódico con su chica; Roman leía la sección de negocios, mientras que su modelo pasaba las páginas de la sección de estilo.
Whitey se acercó una silla y exclamó:
– ¡Hola, Roman! ¿Venden también ropa de hombre en la tienda donde te has comprado esa camisa?
Roman, sin apartar la mirada del periódico, se metió un trozo de cruasán en la boca y exclamó:
– ¡Hola, sargento Powers! ¿Cómo está? ¿Qué tal te va el Hyundai?
Whitey se rió entre dientes mientras Sean se sentaba a su lado, y respondió:
– Roman, viéndote en un lugar como éste, juraría que eres un ejecutivo más, dispuesto a levantarte por la mañana y a hacer unas cuantas operaciones bursátiles desde tu iMac.
– Tengo un ordenador personal, sargento.
Roman cerró el periódico y miró a Whitey y a Sean por primera vez.
– ¡Ah, hola! -dijo a Sean-. Le conozco de algo.
– Sean Devine, policía del Estado.
– ¡Sí, sí! -exclamó Roman-. Claro, ya le recuerdo. Una vez le vi en los tribunales declarando en contra de un amigo mío. Un traje muy bonito. Sears está mejorando mucho la calidad de sus artículos, ¿no cree? Cada vez son más modernos.
Whitey echó un vistazo a la modelo y le dijo:
– ¿Quieres que te traiga un bistec o algo así, cariño?
– ¿Qué? -preguntó la modelo.
– ¿O tal vez quieres un poco de glucosa en un gota a gota? Te invito.
– No sigas. Esto debe quedar entre nosotros -protestó Roman.
– Roman, no lo entiendo -protestó la modelo.
Roman sonrió y le contestó:
– No te preocupes, Michaela. No nos hagas caso.
– Michaela -repitió Whitey-. ¡Qué nombre tan bonito!
Michaela no apartó los ojos del periódico.
– ¿Qué te trae por aquí, sargento?
– Los bollos -respondió Whitey-. La verdad es que me encantan los bollos que hacen aquí. Ah, sí, y además, ¿conoces a una mujer que se llama Katherine Marcus, Roman?
– Claro. -Roman tomó un pequeño sorbo de su capuchino, se limpió el labio superior con la servilleta y la dejó de nuevo sobre su regazo-. He oído decir que la han encontrado muerta esta misma tarde.
– Así es -corroboró Whitey.
– Cuando pasan cosas así, nunca es bueno para la reputación del barrio.
Whitey cruzó los brazos y se quedó mirando a Roman.
Roman se comió otro trozo de cruasán y bebió un poco más de capuchino. Cruzó las piernas, se secó con la servilleta delicadamente, y sostuvo la mirada a Whitey un momento. Sean pensó que eso era lo que más le empezaba a aburrir de su trabajo: aquellas competiciones de quién la tenía más grande, todo el mundo intentando ganar, sin nadie que se echara atrás.
– Sí, sargento -respondió Roman-. Conocía a Katherine Marcus. ¿Ha venido hasta aquí para preguntármelo?
Whitey se encogió de hombros.
– La conocía y ayer por la noche la vi en un bar.
– Además intercambió unas cuantas palabras con ella -añadió Whitey.
– Así es -contestó Roman.
– ¿Qué le dijo? -le preguntó Sean.
Roman no apartó los ojos de Whitey, como si Sean no mereciera más atención de la que ya le había dedicado.
– Salía con un amigo mío. Estaba borracha. Le dije que estaba haciendo el ridículo y que ella y sus dos amigas deberían volver a casa.
– ¿De qué amigo se trata?
Roman sonrió y exclamó:
– ¡Venga, sargento! Sabe perfectamente de quién le estoy hablando.
– Quiero que lo diga.
– Bobby O'Donnell- respondió Roman-. ¿Contento? Katie salía con Bobby.
– ¿En la actualidad?
– ¿Cómo dice?
– ¿Actualmente?- repitió Whitey-. ¿Estaba saliendo con él o había salido con él hacía tiempo?