Cuando ya estaban en la acera, Diane exclamó:
– ¡Santo cielo! ¿Creéis que llamará a Bobby?
Katie que no estaba muy segura, negó con la cabeza y contestó:
– No. A Roman no le gusta tener que dar malas noticias. Sólo se encarga de ponerles remedio.
Se cubrió el rostro con la mano por un instante y, en la oscuridad, notó como el alcohol le corría por las venas con impaciencia; también notó el peso de su propia soledad. Desde la muerte de su madre siempre se había sentido sola y ya había pasado mucho tiempo desde entonces.
Eve vomitó al llegar al aparcamiento y salpicó uno de los neumáticos traseros del Toyota azul de Katie. Cuando acabó, Katie sacó un pequeño frasco de enjuague bucal del bolso y se lo pasó a Eve.
– ¿Crees que puedes conducir? -le preguntó Eve.
Katie asintió con la cabeza y contestó:
– Sin ningún problema; además sólo estamos a unas catorce manzanas de distancia.
– Una razón de más para irse -añadió Katie mientras salían del aparcamiento-. Otra razón para abandonar este barrio de mierda.
Diane asintió con poco entusiasmo.
Atravesaron la zona con precaución y Katie, que no pasó de cuarenta y que estaba muy concentrada, no se movió del carril de la derecha, Siguieron por la calle Dunboy a lo largo de doce manzanas y después cogieron la calle Crescent, que estaba un poco más oscura y más tranquila. Al llegar a la parte baja del barrio, tomaron la calle Sydney para ir a casa de Eve. Mientras estaban en el coche, Diane había decidido que pasaría la noche en el sofá de Eve porque si volvía a casa de su novio, Matt, en semejante estado, tendría que comerse un marrón; así pues, ella y Eve salieron del coche bajo una farola rota en la calle Sydney. Había empezado a llover y las gotas caían encima del limpiaparabrisas de Katie; sin embargo, Diane y Eve no parecían darse cuenta.
Ambas se agacharon hasta la altura de la cintura y miraron a Katie por la ventana abierta del copiloto. El cariz amargo que había tomado la noche en la última hora hizo que les flaqueara el rostro y que inclinaran los hombros; Katie sintió la tristeza de ambas mientras contemplaba las gotas de lluvia a través del parabrisas. Sentía cómo el resto de sus vidas se cernía sobre ellas con tristeza y desdicha. Eran las mejores amigas que había tenido desde el jardín de infancia y era posible que no volviera a verlas nunca más.
– ¿Te las arreglarás sola? -la voz de Diane tenía un tono de voz agudo y quebrado.
Katie volvió la cabeza hacia ellas y les sonrió con todo el entusiasmo que pudo, aunque tuvo la sensación de que se le iba a partir la mandíbula por la mitad a causa del esfuerzo.
– Sí, claro. Ya os llamare desde Las Vegas y espero que vengáis a visitarme.
– Los vuelos son baratos -apuntó Eve
– Muy baratos.
– Muy baratos -asintió Diane; su voz se hacía inaudible a medida que contemplaba la deteriorada acera.
– Bien -añadió Katie. La palabra le brotó de la boca como si fuera una resplandeciente explosión-. Vaya irme antes de que alguien se ponga a llorar.
Eve y Diane tendieron las manos por la ventana y Katie se las estrechó durante un buen rato; después se apartaron del coche y le dijeron adiós con la mano. Katie les devolvió el saludo, dio un bocinazo y se alejó.
Se quedaron de pie en la acera, mirándola, mucho después de que las luces traseras de Katie se encendieron y desaparecieron al girar la cerrada curva que había en medio de la calle Sydney. Tenían la sensación de que les habían quedado cosas por decir. Podían oler la lluvia y el papel de aluminio procedente del Penitentiary Channel, que se extendía oscuro y silencioso al otro lado del parque.
Durante el resto de su vida, Diane deseó haberse quedado en aquel coche. En menos de un año tuvo un hijo; y cuando éste era joven (antes de ser padre, antes de volverse cruel, antes de conducir borracho y atropellar a una mujer que iba a cruzar la calle en la colina) solía decirle que ella creía que tenía que haberse quedado en aquel coche, y que cuando decidió salir, por capricho, sabía que había cambiado algo, que se había salvado por muy poco. Llevaría eso con ella, junto con una imperiosa sensación de que pasaba la vida como una observadora pasiva de los impulsos trágicos de otra gente, impulsos que ella nunca hizo lo suficiente por refrenar. Solía repetirle todas estas cosas a su hijo cuando iba a visitarle a la cárcel y él alzaba los hombros, cambiaba de postura y le preguntaba: «¿Me has traído los cigarrillos, mamá?».
Eve se casó con un electricista y se fue a vivir a un chalé en Braintree. A veces, bien entrada la noche, le ponía la palma de la mano sobre el pecho grande y blando y le contaba cosas de Katie, cosas acerca de esa noche, y él la escuchaba y le acariciaba el pelo y la espalda; sin embargo, no le decía casi nada, ya que él sabía que no había nada que decir. Otras veces, Eve sólo necesitaba pronunciar el nombre de su amiga, oírlo, sentir su peso sobre la lengua. Tuvieron hijos y Eve solía ir a ver como jugaban a fútbol; ella se mantenía aparte y, de vez en cuando, separaba los labios y pronunciaba el nombre de Katie, en voz baja, para sus adentros, en los húmedos campos de abril.
Sin embargo, aquella noche sólo eran dos chicas de East Bucky que habían bebido demasiado; Katie contempló cómo desaparecían en el espejo retrovisor mientras tomaba la curva de la calle Sydney y se dirigía hacia casa.
Allí estaba todo muy tranquilo por la noche, ya que la mayor parte de las casas que daban al parque del Pen Channel se habían quemado en un incendio, ocurrido cuatro años atrás; lo poco que quedaba de las casas estaba destrozado, ennegrecido y cubierto con tablas. Katie sólo deseaba llegar a casa, meterse en la cama, levantarse por la mañana y marcharse mucho antes de que a su padre o a Bobby se les ocurriera la idea de buscarla, Quería marcharse de allí del mismo modo que uno desea deshacerse de la ropa que ha llevado durante una tormenta. Formar una bola, lanzarla a un lado y no volver nunca la vista atrás.
Recordó algo en lo que hacía muchos años que no pensaba. Recordó que, cuando tenía cinco años, fue andando hasta el zoo con su madre. No lo evocó por ninguna razón en particular; con toda probabilidad los restos de marihuana pasada y de alcohol que tenía en el cerebro debieron de toparse con la célula que almacenaba la memoria. Su madre le cogía de la mano mientras bajaban por la calle Columbia en dirección al zoo, y Katie sentía los huesos de su mano cuando temblaban ligeramente bajo la piel junto a su muñeca. Alzó los ojos para mirar la cara delgada y los severos ojos de su madre; la nariz se le había vuelto afilada por la pérdida de peso, y la barbilla era apenas un bultito. Y Katie, con cinco años, curiosa y triste, le había preguntado: «¿Por qué estás siempre cansada?».
El rostro inflexible y quebradizo de su madre se había desmenuzado como una esponja seca. Se acurrucó junto a Katie, le puso las manos sobre las mejillas y la miró fijamente con los ojos rojos. Katie había pensado que estaba loca, pero en aquel momento su madre le había sonreído aunque la sonrisa desapareció de inmediato y, sin poder evitar el temblor de su barbilla, le había dicho: «Oh, nena», indicándole que se acercara. Había apoyado la barbilla en el hombro de Katie y había repetido: «Oh, nena», y entonces Katie había sentido como las lágrimas le bajaban por el pelo.
Volvía a sentirlo en ese momento, la suave llovizna de sus lágrimas en el pelo como las ligeras gotas de lluvia que caían encima del parabrisas. Cuando estaba intentando recordar el color de los ojos de su madre, vio el cuerpo tumbado en medio de la calle, Estaba echado como un saco delante de sus neumáticos y viró con brusquedad hacia la derecha; al notar que el neumático izquierdo de la parte trasera chocaba contra algo, pensó: «¡Santo cielo! ¡Por favor, Dios, dime que no le he dado! ¡Por favor!».
Frenó el Toyota como pudo junto al bordillo derecho de la calle, apartó el pie del embrague, y el coche se movió hacia delante, renqueando; luego se paró.