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Se vistió. Atravesó la cocina con la sensación de que el hombre que había hecho creer que era todos aquellos años había bajado por el desagüe del cuarto de baño. Oía a sus hijas gritando y riéndose, porque el gato de Val seguramente las estaba lamiendo sin parar, y pensó: «¡Qué sonido tan bonito!».

Sean y Lauren encontraron aparcamiento delante de la cafetería Nate amp; Nancy. Nora dormía en su cochecito y lo colocaron a la sombra bajo la marquesina. Se apoyaron en la pared y se comieron los cucuruchos mientras Sean miraba a su mujer y se preguntaba si serían capaces de lograrlo, o si el distanciamiento de ese año habría causado demasiados estragos, si habría acabado con su amor y con todos los años buenos que habían pasado juntos antes del desastre de los dos últimos años. No obstante, Lauren le cogió de la mano y la apretó, y Sean contempló a su hija y pensó que se parecía a algo que merecía ser adorado, a una pequeña diosa tal vez, que le llenaba.

A través del desfile que avanzaba ante ellos, Sean vio a Jimmy y a Annabeth Marcus al otro lado de la calle; sus dos preciosas hijas estaban sentadas sobre los hombros de Val y Kevin Savage, y saludaban a todas las carrozas y descapotables que desfilaban frente a ellas.

Sean sabía que habían pasado doscientos dieciséis años desde que construyeran la primera cárcel de la zona, a lo largo de las orillas del canal que acabó llevando su nombre. Los primeros habitantes de Buckingham habían sido los vigilantes de prisiones y sus familias, además de las mujeres e hijos de los hombres que estaban encarcelados. Nunca había sido una situación fácil. Cuando liberaban a los prisioneros, éstos estaban demasiado cansados o eran demasiado viejos para trasladarse a otro lugar, por lo que Buckingham bien pronto fue conocido como el vertedero de la escoria de la sociedad. Aparecieron miles de bares por toda la avenida y sus sucias calles, y los carceleros se mudaron a las colinas, literalmente, y construyeron sus casas allí arriba para poder seguir controlando a la gente que antes habían vigilado. El siglo XIX trajo consigo una prosperidad repentina del sector ganadero, y empezaron a aparecer corrales de ganado en el lugar en el que por entonces se encontraba la autopista, y se instaló un raíl de mercancías a lo largo de la calle Sydney para que los novillos no tuvieran que recorrer el largo camino que los separaba del centro de lo que en ese momento era la ruta del desfile. Generaciones de presos y de trabajadores de matadero, junto con sus descendientes, extendieron las marismas hasta las mismísimas vías del tren de mercancías. La cárcel se cerró tras algún movimiento de reforma luego olvidado, la prosperidad del sector ganadero tocó a su fin, pero los bares siguieron brotando. Una oleada de inmigrantes irlandeses siguió a la de los italianos, doblándola en número, y se construyeron las vías elevadas del tren, y aunque se dirigían en tropel al centro de la ciudad para trabajar, siempre regresaban al final del día. Uno siempre regresaba al barrio porque lo había construido, conocía sus peligros y sus placeres y, lo más importante, nunca se sorprendía de nada. Había cierta lógica en la corrupción y en los baños de sangre, en las peleas de los bares y en los partidos de béisbol callejero, y en las relaciones sexuales de los sábados por la mañana. Nadie más veía aquella lógica, y ésa era precisamente la gracia. No acogían con agrado a nadie más.

Lauren se apoyó en él, con la cabeza bajo la barbilla de Sean, y Sean sintió sus dudas, pero también su resolución, su necesidad de volver a confiar en él.

– ¿Hasta qué punto te asustaste cuando ese niño te apuntó con la pistola en la cara?

– ¿La verdad?

– Por favor.

– Estuve a punto de perder el control de mi esfínter.

Asomó la cabeza desde debajo de su barbilla y se le quedó mirando.

– ¿De verdad?

– Sí -respondió él.

– ¿Pensaste en mí?

– Sí -contestó-. Pensé en las dos.

– ¿Qué te imaginaste?

– Esto mismo -respondió Sean-. Este momento que estamos viviendo ahora mismo.

– ¿Con desfile y todo? Sean asintió con la cabeza.

Lauren le besó en el cuello, y añadió:

– No te lo crees ni tú, cariño, pero me gusta oírlo.

– No te estoy mintiendo -protestó él-. ¡De verdad!

Lauren se quedó mirando a Nora, y exclamó:

– ¡Tiene tus ojos!

– ¡Y tu nariz!

Miraba al bebé fijamente cuando dijo:

– Espero que esto funcione.

– Yo también.

Sean la besó.

Se reclinaron juntos contra la pared, mientras ríos de gente pasaban sin parar por la acera; de repente, Celeste se detuvo ante ellos. Tenía la piel pálida y el pelo cubierto de pequeñas motas de caspa; no paraba de estirarse los dedos, como si deseara arrancárselos de los nudillos. Al ver a Sean parpadeó, y dijo:

– Hola, agente Devine.

Sean alargó la mano, porque Celeste tenía toda la apariencia de irse a la deriva, si no tenía contacto físico.

– Hola, Celeste. Llámame Sean.

Le estrechó la mano. Celeste tenía la palma de la mano pegajosa, los dedos calientes y se soltó tan pronto como le hubo rozado la mano.

– Ésta es Lauren, mi mujer -dijo Sean.

– ¡Hola! -exclamó Lauren.

– ¡Hola!

Durante un momento, nadie supo qué decir. Permanecieron allí, incómodos y violentos, y al cabo de un rato Celeste miró al otro lado de la calle. Sean le siguió la mirada y vio a Jimmy; éste tenía el brazo alrededor de Annabeth, los dos tan relucientes como el mismísimo sol, rodeados de amigos y familiares. Parecía que nunca jamás fueran a perder nada.

Jimmy miró con rapidez a Celeste y clavó la mirada en Sean. Movió la cabeza en señal de reconocimiento y Sean le devolvió el saludo.

– Ha matado a mi marido -declaró Celeste.

Sean sintió cómo Lauren se quedaba helada junto a él.

– Ya lo sé -respondió-. Todavía no puedo probarlo, pero lo sé.

– ¿Lo hará?

– ¿El qué?

– Probarlo.

– Lo intentaré, Celeste. ¡Lo juro por Dios!

Celeste se volvió hacia la avenida y empezó a rascarse la cabeza con una lenta ferocidad, como si escarbara en busca de piojos.

– Últimamente soy incapaz de concentrarme -se rió-. No me está bien decirlo, pero no puedo. De verdad.

Sean alargó la mano y le tocó la muñeca. Ella le miró, con sus castaños ojos furiosos y envejecidos. Parecía estar segura de que Sean iba a abofetearla.

– Puedo darte el nombre de un doctor, Celeste, que es especialista en tratar a gente que ha perdido a familiares de forma violenta -dijo Sean.

Celeste asintió, aunque las palabras de Sean no parecieron servirle de consuelo. Retiró la muñeca de su mano y comenzó a estirarse los dedos de nuevo. Se percató de que Lauren la observaba, y se miró los dedos. Dejó caer las manos, las levantó de nuevo, cruzó los brazos por encima del pecho y escondió las manos bajo los codos, como si intentara evitar que salieran volando. Sean se dio cuenta de que Lauren le dedicaba una sonrisa pequeña y dubitativa, una breve muestra de empatía, y le sorprendió ver que Celeste le respondía a su vez con una diminuta sonrisa y que le expresaba cierta gratitud con el parpadeo de los ojos.

En ese momento amó a su mujer con la misma intensidad de antes, y se sintió humillado por la habilidad que tenía de establecer una afinidad inmediata con las almas perdidas. Entonces tuvo la certeza de que su matrimonio se había ido al traste por su culpa, por la aparición de su ego de policía, por su desprecio paulatino a los defectos y la fragilidad de la gente.

Alargó la mano y le acarició la mejilla a Lauren; el gesto hizo que Celeste desviara la mirada.

Se volvió hacia la avenida al tiempo que una carroza con forma de guante de béisbol avanzaba poco a poco ante ellos, rodeada por todas partes de jugadores de la liga infantil y de los equipos de béisbol infantil; los chavales sonreían radiantes, saludaban, y se volvían locos por las muestras de adoración.

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