El día en que la capital fue liberada, acudí a la casa. Tuve alguna dificultad para conseguir que, finalmente, Frau Anders me respondiera, y resultó casi imposible persuadirla para que abandonara su encierro. Tenía un aspecto deplorable. Había estado en aquella oscura habitación durante más de dos años, sin hablar con una sola persona. Su voz era apenas audible, su mirada muy insegura, y había perdido todos sus dientes. No pareció sorprendida por el final de la guerra; dijo que siempre había esperado que un día terminara. Pero cuando la invité para que me acompañara y se alojase en mi casa, hasta encontrar una para ella, se negó rotundamente. Dijo que se avergonzaría saliendo a la calle sin dientes. Le sugerí entonces que se quedara en la casa por un tiempo, hasta acostumbrarse a un mayor grado de libertad, y que yo la visitaría a menudo y llamaría a algunos amigos para que la acompañaran, de modo que ella, gradualmente, se volviera a habituar a la sociedad humana. Seguí fielmente este programa, visitándola una vez a la semana. A mis ruegos, también Jean-Jacques la visitó en varias ocasiones; pero más tarde se negó a seguir visitándola, porque, dijo, era inútil y muy deprimente. Esperanzado aún en su rehabilitación, llamé a un dentista que le confeccionó una dentadura postiza. Pero, poco a poco, fui comprendiendo que intentaba permanecer donde estaba, si yo se lo permitía (y por supuesto, yo no tenía ninguna intención de disponer de ella). Dijo ser demasiado vieja para vivir fuera.
Frau Anders vivía en la casa cuando yo me trasladé a ella, y, dada su presencia, no es muy exacto decir que estuve completamente solo durante los seis años siguientes. Sin embargo, raramente nos veíamos, pues ella vivía en el sótano, y yo en los dos pisos superiores. Ejercía algunos deberes elementales de ama de casa para mí, y se había emancipado lo suficiente como para hacer las compras o buscar el diario. Pero aparte de las necesarias conversaciones relacionadas con la marcha de la casa, en las que a veces se mostraba bastante quisquillosa, pocas palabras nos cruzábamos.
No quiero dar la impresión de haberme abandonado a los lujos de la melancolía y la misantropía. Quizás fue melancolía lo que me llevó a aquel espacioso retiro. Pero una vez instalado en mi castillo, mi melancolía desapareció, para sentirme lleno de la vivacidad que acompaña a cualquier tarea útil que se emprende. El genuino aislamiento no es demasiado fácil para nadie, ni siquiera para quienes más lo desean; perseguía rigurosamente mi aislamiento. Quería saber si alguien podía estar realmente solo, y qué era lo esencial para seguir siendo humano. (Desde luego, no quería perder mi humanidad, mi habilidad para no estar solo, para salir de casa cuando lo deseara, como había hecho la pobre Frau Anders.) Quería un teatro donde pudiera imitar la singularidad de mis sueños.
Aunque, entonces, yo podía haber salido, pasé la mayor parte del tiempo sin hacerlo. Frau Anders hacía las compras y erraba a mi alrededor, si me mostraba enérgico. Cuando salía, no lo hacía para ir a un lugar determinado. Mis ocasionales paseos, con propósitos de ejercicio, eran enteramente voluntarios; me había deshecho de todas mis actividades, a excepción de las biológicas. Es la posesión de una actividad lo que proporciona ímpetu para salir de casa, para poder actuar de alguna forma. Cuanto mayor es el número de actividades que se poseen, mayor es también el de salidas. (En este sentido, comprendí los paseos nocturnos de Jean-Jacques, sus ágiles transformaciones.) Cuando aprendí a moverme, hasta con mayor agilidad, no me pareció necesario, en absoluto, moverme. Puesto que ninguna actividad puede condensarse en una actitud, ningún acto puede resumirse en una postura. Esto es lo que aprendí a hacer: transformar cada acto en una postura, y engarzar las posturas con una sutil vacuidad.
Comprendo que esta idea es confusa, pero es muy difícil explicar una idea que más es una danza que una secuencia de frases. Tomemos como ejemplo el asesinato. Ahora me parece que Jean-Jacques asesinó a mi esposa. Lo hizo con un baile, con un gesto, con el gesto hacia mi propia persona. Dado que la vida de mi esposa dependía de la mía, viéndome a punto de ser matado en un juego, ella, como en un juego, murió conmigo. Pero sus recursos para sobrevivir al juego, con la intención de jugar otra vez, eran menores que los míos. De modo que ella realmente murió, mientras yo no.
CAPITULO XVI
No estoy muy seguro del desarrollo de los hechos en el período en que viví en aquella enorme casa, y debo basarme en gran parte en notas, cartas y diarios que entonces escribí. He debido ordenar todos estos materiales en lo que parece el único orden posible (mi memoria no me ayuda siempre), agrupando, como pertenecientes a un mismo período, todos los documentos escritos en tinta azul, y, como pertenecientes a una época posterior, todos los escritos con tinta roja. Creo que varios de los libros de notas han sido escritos consecutivamente.
El cuaderno que tengo ahora ante mí está forrado en piel y exhibe un león estampado en su cubierta. Contiene una serie numerada de sentencias, escritas en tinta roja, de las que voy a reproducir algunas.
1. Los sueños hacen que me vea como un extraño.
2. No existe un conocimiento de los propios sentimientos interiores como el del mundo exterior.
3. A pesar de los esfuerzos que hago, no puedo escapar del círculo de mi conciencia. Pero puedo aventurarme hacia mayores profundidades. Puedo encontrar un círculo más pequeño dentro del círculo mayor y saltar a éste.
4. Si no puedo estar fuera de mí mismo, estaré dentro. Me miraré fuera a mí mismo como a mi propio paisaje.
9. Si doy una respuesta seria, la pregunta se hace seria.
10. Las únicas respuestas interesantes son las que destruyen la pregunta.
13. Cuando destruyo los sueños, ¿me destruyo a mí mismo?
16. No quiero ser apaciguado. No quiero ser confortado.
18. Oh, ¡los grandes simplificadores!
21. Ahora comprendo el misterio de la voluntad. ¿Qué es el dolor, sino el error de la voluntad?
24. No quiero tener ninguna convicción. Si yo soy (o creo) algo, quiero descubrirlo a través de mis actos; no quiero actuar como lo hago, porque esto está de acuerdo con lo que creo o con lo que soy.
25. Tú no decides nada. Se te decide. Puedes actuar de una forma para provocar desprecio. Puedes deshumanizarte a ti mismo. Pero no puedes decidir estas cosas, pues entonces (a pesar de todos tus esfuerzos por humillarte) no te sentirás tú mismo objeto de desprecio y no serás, como deseas, menos humano.
27. La primera ley de la vida ascética es parecer cómico. ¡Si fuese jorobado!
31. Los sueños que ahora honro, los tuve al principio con indiferencia y desprecio.
32. Sigo sin sentirme a mí mismo, excepto en mis terribles sueños.
33. Los sueños liberarán mi carácter.
35. Hay emociones que aún no han sido nombradas. Las llamaré X, Y, Z.
39. Mi cuerpo me fallaba en los sueños.
42. He puesto algo en el mundo. Más adelante sacaré algo de él: yo mismo.
46. Lo bueno y lo malo se ríen, uno del otro.
47. Podría decirse que carezco de sentido del humor.
50. La vida es un lento movimiento. La vida está cincelada con una punta de clavo, y, en la cabeza del clavo, un mensaje indescifrable.
51. Deja que las luces se apaguen, para que pueda brillar la única luz.
52. Haz que calle el rugido del león, para que pueda oírse el zumbido de la avispa.
55. Hay dos senderos que conducen a dos metas diferentes. Uno va de los hechos al conocimiento. El muy celebrado sendero de la sabiduría. Otro, del conocimiento a los hechos. El popularísimo sendero de la acción… ¿Son éstos todos? ¿No hay un tercero? ¿El del no-conocimiento al no-hechos? ¿Y un cuarto? ¿El del no-hechos al no-conocimiento?