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Recuerdo otro proyecto de edificación que me había dado ya el mayor placer, aunque no tenía ninguna participación en él. En la isla donde Frau Anders y yo habíamos pasado el invierno de nuestro viaje al sur, vivía una solterona inglesa. Tenía una pequeña e inmaculada casa blanca en las afueras del pueblo, sobre el mar. Un día, mientras ella paseaba por la carretera empedrada, vio a un leñador castigando ferozmente a su caballo, que yacía postrado en el suelo. La anciana lo atacó con la sombrilla de seda que siempre llevaba consigo. Imagina su horror cuando supo que los golpes eran previos a la muerte del caballo. El caballo, en una caída, se había roto las dos piernas delanteras. La señora, que ni bajo esta forma quería consentir con la crueldad habitual de los isleños para tratar a los animales, se ofreció inmediatamente a comprar el caballo. Demasiado aturdido por el absurdo de aquella transacción como para alargar excesivamente la operación de compra, el leñador fijó rápidamente un precio, que era el doble de lo que había pagado por el caballo, y se fue, arrastrando él mismo el carro, a emborracharse en el puerto y a contar la historia a sus amigos.

La anciana hizo que llevaran al caballo hasta su casa. Mandó buscar al veterinario del pueblo, que vendó las patas del animal con unas tablillas y recetó medicamentos para su fiebre. No satisfecha con estas soluciones, llamó a un veterinario del continente, quien pronosticó al animal una cojera inevitable.

Sigue ahora la parte de la historia que más me gusta. El caballo fue instalado en un pequeño cobertizo de madera, detrás de la casa. La anciana lo alimentaba personalmente cada día, le daba masajes en las patas, le administraba sus medicamentos. Gradualmente la fiebre fue disminuyendo y el caballo intentaba algún movimiento, pero inútilmente. La anciana no había pensado competir con el diagnóstico del veterinario. Estaba orgullosa de que el caballo evolucionara, y dispuso que se construyera una residencia permanente para su compañero. El desnudo cobertizo rectangular donde había vivido no parecía un lugar demasiado apropiado para un caballo que estaría privado para siempre de los placeres del paseo, del galope y del ejercicio de arrastrar el carro del leñador. «A los caballos les agradan los bellos paisajes», dijo a la gente del pueblo, incapacitada para responder a una afirmación tan singular. Contrató albañiles y peones y construyó una pequeña torre de unos seis metros de alto al otro lado del jardín. Junto a la torre, una rampa espiral conducía a una habitación de confortable tamaño en la parte superior. El caballo fue a vivir en esta habitación. Por las mañanas, lo ayudaba a bajar para atarlo a la valla; con el calor del sol de mediodía, volvía a conducirlo a la torre; a la hora del té, bajaba otra vez y permanecía junto a su protectora, que descansaba tendida en una hamaca. Pronto los movimientos del caballo ganaron seguridad y fuerza, de modo que pudo ingeniarse por sí solo para bajar la rampa. Subía y bajaba a todas horas de su torre sin salirse de las propiedades de la mujer.

Después de varios meses de vida en la torre mirando el mar azul, el paso lastimoso del caballo podía describirse como de paseo, aunque con una severa cojera; la anciana empezó a llevarlo cogido de las bridas de un lado a otro de la ciudad, cuando iba al mercado. Todo el mundo reía de su simpática locura, y nadie advertía que la cojera del caballo disminuía apreciablemente. Un día, una ocasión que tuve la fortuna de poder contemplar, la señora apareció en la población montada en su caballo. El caballo la llevaba tranquilamente, a través de las calles del pueblo, sin ningún síntoma de cojera. Fuera por la hermosa vista del mar, auténtico privilegio, o por agradecimiento hacia la vieja dama, la verdad es que el caballo estaba enteramente curado. Tanto los forasteros como los isleños dijeron que sus piernas nunca habían sido tan finas y rectas, cuando su existencia transcurría tirando del carro del leñador. Tales son los poderes curativos de una buena morada con una arquitectura adecuada.

Pensé mucho en esta historia antes de empezar a trabajar en el proyecto arquitectónico para Frau Anders. Creo que comencé a construir la casa con el mismo espíritu de la anciana solterona al construir la torre para su caballo. Pensé cómo la casa podía abrir nuevos paisajes a Frau Anders. Podía recuperar plenamente su salud, encontrar amor y felicidad, olvidar sus deseos de belleza, prosperidad y éxito, y revivir bajo una nueva arquitectura. Así, mucho más vivamente que cuando maquiné asesinarla, experimentaba la sensación de poder -igual que un mago cuando empieza su exorcismo, un médico al comenzar una delicada operación o un pintor al enfrentarse a una tela desnuda-. Imaginaba la casa protegiendo a Frau Anders, transformándola y permitiéndole llevar a cabo sus ilusiones secretas, fueran las que fueran.

Era mi debilidad, mi vicio de aquel período (lo confieso abiertamente): no podía dejar de querer ayudar a los demás. Pero sabía que esto podía interpretarse como una intromisión descarada en sus vidas. Otros lo vieron con mayor claridad que yo. Recuerdo, por ejemplo, la reacción de Jean-Jacques cuando le conté este proyecto, sin hablarle de la doble injuria que había causado a Frau Anders, de la cual, la casa era un mero gesto de restitución. Le dije, sin embargo, que Frau Anders no se encontraba bien y que tenía la esperanza de que la casa le proporcionara ánimo o quizá llegara a curarla, o por lo menos, la amparara. También le conté la historia de la solterona, la torre y el caballo. Al principio, se sonrió, creí que con un tono de aprobación, pero más tarde dijo:

– Hippolyte, estás trabajando bajo la más amistosa, pero menos plausible de todas las decepciones: que todos son como tú.

– No -repliqué firmemente. -Ahora comprendo -prosiguió-. Por eso no sufres.

No recuerdo mi respuesta, pero sé que pensé: No es cierto, no considero que haya alguien igual a mí, ni tan sólo tú, Jean-Jacques, ni Frau Anders. ni mi padre, ni mi hermano, ni tampoco Mónica. Quiero dejar que ellos sean como quieren ser. ¿Cómo puede Jean-Jacques estar en lo cierto? ¿Por qué? Si yo ni me creo parecido a mí mismo, mucho menos puedo pensar que otros sean como yo. Sin embargo, trato de ser yo, ésta es la razón por la que presto tanta atención a mis sueños.

CAPITULO XI

Durante el tiempo que trabajé en la casa, Frau Anders y yo solíamos vernos una vez por semana, generalmente en el parque zoológico. Mi vieja amante se mostraba de un humor extremadamente mudable, a veces reprochadora, a veces muy alegre y encantadora. Los peores momentos venían después de grandes intervalos en nuestros encuentros, cuando no la había visto durante más de un mes, lo que quería decir que ella había estado en la clínica sufriendo alguna operación de cirugía plástica. La contemplación de los animales enjaulados, aún de los más peligrosos, siempre la calmaba.

– Me siento en paz con los animales -me dijo una tarde.

Advertí su preferencia por los animales grandes: el león, el elefante, los gorilas.

– Nunca los aprecié -continuó-, hasta… ya sabes.

¿Cómo podía responderle? Comprendí que se refería a su propia cautividad.

Mis sentimientos hacia ella eran tiernos, pero tímidos. Sospechaba de su afecto por mí; no comprendía por qué no estaba más enfadada. Temía este enfado, que siempre creía a punto de estallar. Sin embargo, lo hubiera preferido a su inexplicable suavidad y serenidad. Cuando los animales comían o retozaban, rascándose unos a otros, cuando eran alimentados desde las rejas, ella se sentía más emocionada que nunca.

Enlazaba su brazo bueno con el mío, y paseábamos en silencio frente a las jaulas. En esos momentos yo experimentaba una gran incomodidad, sentía -¿me atreveré a confesarlo?- que ella me estaba haciendo la corte.

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