La primera vez que Frau Anders había ordenado mi vida, me sentí liberado de un gran peso. Ahora había sólo espacio, un espacio agrandado por la ausencia de mi bienintencionada Mónica. Si esto fuera un sueño, pensaba, haría volver a Frau Anders. Le explicaría por qué la había matado. Hasta pediría su permiso. ¿Un fracaso temperamental? Quizá. Pero todo esto era innecesario. El asesinato de Frau Anders no era un sueño, aunque para otros propósitos muy bien pudo serlo, ya que un día ella, sencillamente, apareció. Fue un monótono día de primavera, con el frío aún del invierno. Yo estaba sentado en un café, dentro y en la parte trasera, donde más se notaba el calor, sosteniendo entre mis dedos una copa de coñac. Entonces vi la cara, pegada contra el cristal. Yo acababa de cambiar algunas palabras con el camarero, que se había ido. Y entonces apareció ese rostro. Una extrañísima cara que me pareció un confuso borrón, debido al panel de vidrio y al empañado salón del café que nos separaba. Era una cara que recordaba, y éstas son siempre las caras que observan, escudriñan y juzgan. Tomé el periódico y lo interpuse entre nosotros. Después miré otra vez. La cara permanecía aún en el mismo lugar. Sonreía o gesticulaba con sombría expresión, pero no estaba muy bien definida o me parecía poco lograda. Entonces una mano se elevó para desempañar el cristal, donde el aliento de la cara lo había manchado. La cara se hizo así más clara, pero no del todo visible.
Cuando alguien quiere determinar si una persona está muerta o no, se pone un espejo o un trozo de vidrio en la boca para ver si el vidrio recoge un halo de humedad de la respiración. Respirar sobre vidrio es un signo de vida en el dominio de la muerte. Entonces lo supe. Era una resurrección. Era Frau Anders.
Entró en el café y se dirigió directamente a mi mesa. Por un momento sentí el impulso de llamar al camarero o de esconderme bajo la mesa.
– No corras -dijo severamente, mientras se sentaba-. Quiero hablar contigo.
– Es un sueño -murmuré.
– No seas estúpido, Hippolyte, no hay nadie más real que yo.
– Es cierto -dije con la mayor extrañeza-. ¡Qué indestructible eres!
– ¡No gracias a ti! Sospeché que harías algo por el estilo. Te estuve observando todo el tiempo y escapé por la puerta trasera, saltando por encima de tus asquerosos trapos empapados de queroseno, mientras tú te ocupabas de encender la cerilla delante de la casa. Querido mío, no eres mejor como asesino que como tratante de blancas.
– ¿Qué has hecho durante todo este tiempo? -murmuré.
– No voy a contestar a ninguna de tus preguntas. Estoy aquí simplemente para inspirarte remordimiento, pero tú sí puedes decirme lo que estás haciendo. Por ejemplo, ¿qué estabas haciendo en el momento en que te vi?
– Estoy esperando que se muera mi padre -dije tristemente.
– Espero que no estés ayudándole en este último proyecto -dijo en tono muy severo.
– ¿Por quién me tomas? ¿Por un parricida? -repliqué, indignado, y le expliqué brevemente mi vida durante los tres meses que pasé cuidando a mi padre.
– Bien -dijo ella-. Yo no te voy a pedir que seas mi enfermero. Las cosas me van perfectamente, gracias.
– Pero, ¿y tus heridas? -exclamé.
– Preocúpate de las tuyas. Yo puedo cuidar de las mías.
– ¿Y dónde vives? -pregunté humildemente. Hizo una pausa, en silencio, y miró mi cara-. No te pregunto la dirección -añadí rápidamente.
– Si quieres saberlo, alquilé una parte del apartamento de una mujer arruinada. Tengo la sala de baile y varias antecámaras. Hay muchos espejos en estas habitaciones, pero no me importa, estoy aprendiendo a ser valiente.
– ¿Ves a otras personas?
– ¿Por qué me haces tantas preguntas? ¿No has preguntado suficiente?… Principalmente, visito médicos. Voy a una clínica donde estoy recuperando el uso de mi brazo derecho.
– Y a Lucrecia, ¿la ves?
– ¿A aquella frívola muchacha? ¡Nunca! Me despreciaría.
– No te asustes -dije amablemente-. Te ayudaré. Lo prometo. Me dedicaré por completo a tu bienestar, sin imponerte nada. -Me miró con suspicacia-. Esto deberá planearse, pero cuando haya acabado te ofreceré una gran sorpresa. -Se me había ocurrido una maravillosa idea. Empecé a hablar con mayor rapidez- Antes de un año, después que hayan ocurrido algunas cosas que me permitirán dedicarme a tu bienestar y que me ofrecerán los medios para hacerlo, seré capaz de brindarte algo que podrás tener durante toda tu vida. Una vida -concluí- que haré cuanto pueda para prolongar hasta el máximo posible.
– ¿Vas a darme algo?
– Sí.
– ¿Algo que yo quiero? ¿Algo que tendré a mi lado, que podré conservar toda mi vida?
– Sí. Lo guardarás y te guardará.
Ella sonrió.
– Creo que sé lo que es.
– ¿Lo sabes? No sé cómo puedes saberlo. Se me acaba de ocurrir.
– Las mujeres somos muy intuitivas -dijo sutilmente-. ¿Cuánto debo esperar?
– ¡Oh! Puede ser un año o más. En parte, depende de que consiga cierta cantidad de dinero.
– Yo tengo dinero -añadió rápidamente-. Eso no debe interponerse en nuestro camino.
– No -repliqué firmemente-. Debe ser mi dinero. Tú crees que las mujeres tienen el monopolio de la intuición. Seguramente aceptarás el mismo orgullo convencional que sienten los hombres por administrar el dinero. -Parpadeó-. ¿Esperarás?
Asintió. Entonces añadió:
– Estoy muy asustada por ti.
– Y yo por ti -dije-. Pero en este encuentro de temores también te amo.
– ¡Qué extraño! -murmuró-. Cuando llegué a la puerta de este café te odiaba. No. Era peor que odio. Sentía compasión por ti, y ahora, tu imperturbabilidad casi me seduce. Creo que me amas en tu propia e imposible forma.
– Para ser enteramente sincero -repliqué-, puedo estar simplemente confundiendo el miedo con el amor. Este es un error que cometo a menudo en mis sueños.
– ¿Por qué habrías de estar asustado de mí?
– Porque estás allá -respondí brevemente.
Debes imaginar, lector, el regalo que pienso hacer a Frau Anders. Es éste. Mientras estuvo sentada frente a mí, en el café, comprendí que, dos veces, la había dejado sin casa. Primero, al ser el causante de que abandonara a su marido e hija; la segunda, por haber quemado la pobre casa en que vivía. ¿Qué mejor recompensa podía ofrecerle que una casa donde pudiera vivir sin ser molestada por mí ni por nadie? Todo lo que necesitaba eran los medios, que adquiriría con la muerte de mi padre.
La dolorosa noticia llegó en enero, cuando acababa de cumplir treinta y un años: mi padre murió y yo heredé. No deseando envanecerme con las cosas que podía estar tentado a comprar, planeé la utilización del dinero y de las acciones. Los abogados de mi padre tenían instrucciones de dividir la suma entre dos personas que no debían conocer la identidad del donante. La mitad, debía ser para Jean-Jacques; la otra mitad, para un joven poeta que acababa de hacer el servicio militar y cuyo primer libro yo había leído y admirado mucho. ¿Por qué di el dinero anónimamente? Porque no quería que mi amistad con Jean-Jacques se desfigurara por la gratitud ni por el resentimiento, y al exsoldado, a quien nunca había visto, porque me pareció impropio empezar una relación con un acto de beneficencia.
Deben comprender que la entrega de mi herencia no supuso un gran sacrificio. Disponía aún de la paga mensual, y de la participación en el negocio de mi familia, que costearon mis gastos desde mi ida de casa. Lo más importante de mi herencia era la casa que mi padre había mencionado y prometido. La había adquirido hacía algunos años, con la intención, nunca realizada, de tener una residencia en la capital para pasar algunos meses allí cada año.
No instalé inmediatamente a Frau Anders en la casa, porque pensaba remodelarla y amueblarla para su uso. Siempre me ha interesado que la arquitectura exprese los sentimientos más íntimos de los que se acogen bajo ella. Mientras hacía esfuerzos por mantener mis caprichos dentro de ciertos límites, no podía resistir un sentimiento de anticipación casi voluptuoso, al decidirme por este proyecto. Tales eran los placeres de mi ociosa vida y la facilidad con que calmaba mi culpa.