CAPITULO IX
Un día recibí la visita del marido de Frau Anders. Para ser más exacto: de Herr Anders. Ahora que su esposa no estaba ya a su lado, este hombre merecía el reconocimiento de su propia identidad. Sin embargo, para mí seguía siendo su marido, aún ahora, ya que todo lo que sabía acerca de él (principalmente por Frau Anders) era que tenía un agudo olfato, que su hobby era la taxidermia y que sospechaba que él nunca le había sido infiel. Lucrecia, su hija, prescindía totalmente de su existencia.
Quedé atónito al ver quién estaba en mi puerta, puesto que supuse que recibiría una tormenta de reproches o, por lo menos, una historia de soledad y miseria. Si él la amaba realmente, ¿cómo podía demostrarle a Herr Anders que el desplazamiento de su mujer a la tierra de su deseo era tan beneficioso para él como para ella? Pero no parecía irritado, sólo incómodo. Le rogué que entrara.
Sin ceremonial alguno, puesto que tenía la apariencia de un hombre muy ocupado, me comunicó el motivo de su visita. Supe que creía que su esposa se había retirado a un convento de monjas; no tenía ninguna duda de que aquel santo deseo debía respetarse. Cuando le pregunté cómo había llegado a esta idea, me habló de una carta que había recibido seis meses después de su partida. Me dijo también -y parecía sorprendido de que yo no lo supiera- que en aquella carta Frau Anders hablaba de mí como su consejero en el mundo, el ejecutor, por así decirlo, de sus deseos terrenos, su intermediario. Aunque toda esta historia del convento me pareció un chiste algo malicioso de Frau Anders, me creí en el deber de cumplir sus deseos, y le pregunté cómo podía llevar a término mi misión.
Herr Anders tenía un mensaje que transmitir a su esposa, pero como él desconocía su paradero, me pidió que me comunicara con ella. Deseaba contraer nuevo matrimonio.
– Pero -repliqué algo desconcertado-, no sé exactamente dónde está. Han pasado varios años y…
– ¡Por favor! -se dirigió a mí implorando-. Sé que puedo divorciarme a causa de su deserción. Pero quiero que ella lo sepa, ¿comprende? No quiero casarme sin su consentimiento.
No entendía, y por tanto no sabía qué decir.
– Si Dios le ha dado una vida mejor -añadió lentamente-, yo no quiero inmiscuirme en su felicidad.
Se me ocurrió que Herr Anders pensaba estar adquiriendo mentalidad religiosa.
Guardé silencio por un momento. El marido de mi perdida amiga me miró extrañamente; una mirada de aprensión que se convirtió en animosidad apareció en su rostro.
– Me está escondiendo algo -dijo amargamente, y se apoyó contra la pared (no tenía sillas en la habitación y no me atreví a invitarlo a que se sentara en el suelo), y esperó mi respuesta.
Decidí contarle una parte de la verdad.
– Sí, estoy escondiendo algo. Por mi voluntad, le diría todo, pero estoy convencido de que su esposa no lo desea así. De lo contrario, ¿por qué no le ha dicho ella misma dónde está?
– Explíqueme -dijo.
– ¿Tiene la impresión -empecé con cautela- de que su esposa nunca demostró ninguno de los síntomas normales de vocación religiosa?
– ¿Por qué me pregunta esto? Debo creer que sí los tuvo, pero también que fui demasiado ciego para verlo. Posiblemente usted ignora que ella está en un convento y, a propósito, no quisiera que este hecho fuera divulgado. Sin duda estaba muy molesta y descontenta, especialmente en los últimos dos años de nuestra vida en común. Y éste es un signo de que estaba a punto de tomar una gran decisión. -Su mirada se hizo agresiva-. ¿Por qué? ¿Cree que uno puede ser devoto sin tener vocación para ello? ¿Sospecha que hay alguna insinceridad en la vida de mi mujer? ¿Es esto lo que trata de decirme?
– No -repliqué-. No creo que haya ninguna insinceridad, pero hablo de algunos gustos, ciertas inclinaciones e ideas que usted quizás no conoce…
– Tenga la bondad de hablar claramente -exclamó-. ¿Qué ha hecho ella? ¡No pienso responsabilizarme por ninguna de sus idioteces o extravagancias!
– No, no -dije, tajantemente-. No lo comprende. Pero, ¿cómo puede pensar eso? Sé que no me he expresado con claridad. Lo que quiero decir es que…
– Si no habla claro, le…
Estaba enrojeciendo y agarraba su sombrero con fuerza.
– ¿Le dijo a qué convento se ha retirado? -pregunté.
– No.
– ¿Y por qué se lo imagina? -pregunté cautelosamente.
– ¡No imagino nada! ¿Qué quiere usted de mí? -En su imaginación -proseguí-, ¿ve desnudas celdas encaladas, crucifijos, oraciones a las cinco de la madrugada, una superiora severa, una campana que suena en cuanto los visitantes piden ser recibidos? -Lanzó un rugido de rabia, de modo que terminé rápidamente-. Bien, pues no es así -dije-. Como usted sabe, Frau Anders no es particularmente católica. Si está en un convento, es un convento del Islam.
– ¿Cómo, si está en un convento…? ¿Por qué habla de una manera tan cobarde? No tenga miedo de hablar. -Sacó su pañuelo-. ¡Islam! -Respiró pesadamente, hasta el fondo de sus pulmones, y se sentó en el suelo-. Es increíble. Horroroso. No me extraña que no se atreviera a decírmelo. ¿Le ha dicho usted esto a alguien?
– No.
– ¡Paganismo! ¡Dios mío! ¿Por qué no se conforma con el ateísmo? ¡Para cualquier otra persona es suficiente! ¡Hubiera podido seguir siendo judía perfectamente!
Mi descontento crecía ante su indignación. ¡Qué hombre tan aburrido! Sin embargo, me sentí inclinado a facilitarle el conocimiento de la verdad, si Frau Anders lo quería así.
– ¿Quiere que le dé su dirección? -dije poco después-. Tengo la dirección del último lugar donde la vi.
– No sé si ahora quiero saber… Sí, démela, tal vez le escriba. Parece poco importante, ya -continuó murmurando-. ¡Si supiera lo mucho que la he admirado!
A pesar de toda su pomposidad, parecía terriblemente afectado cuando se levantó y se puso el sombrero. Alcancé mi maleta, tomé la dirección del mercader y se la copié.
– Sólo una palabra -dije, mientras aguardaba en la puerta-. ¿Ha sido usted feliz sin ella? Puede hablar sinceramente conmigo.
– ¡Insolente! Ya sé lo que ha sido usted para ella -me miró desafiante y empezó a reír violentamente hasta que las lágrimas brotaron de sus ojos-. Nunca he sido feliz. ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca!
Después supe, por Lucrecia, que Herr Anders escribió a su esposa, a la dirección que le di, pidiendo la anulación de su matrimonio, y que ella le contestó concediéndosela. También supe, poco después, que él se había casado. A menudo me he puesto a pensar si ahora sería feliz, pues no creo que exista quien no pueda ser feliz de alguna manera. ¿Era feliz, Frau Anders? Me inclinaba a pensar que sí. Por lo menos estaba viva, sana y deseando estar donde estaba. Debo confesar que sin saber nada más de su suerte, la envidiaba. Había logrado su libertad, que coincidió con la satisfacción de su fantasía, mientras yo permanecía encadenado a la interpretación de la mía. Mientras Frau Anders estaba lejos, en el desierto, divirtiéndose con su amigo moro, yo estaba en mi habitación, con una oreja sobre la almohada, atento a mis sueños.
Frau Anders quería ser liberada, de modo que yo la había arrancado de su vieja vida, confinándola en la nueva. Yo también quería liberarme confinándome. Por eso disfrutaba con mi trabajo en el cine. Actuar en las películas me daba la sensación de estar absolutamente utilizado, desplegado, sabía que éste era el modelo de mi salvación. Pero mis necesidades eran tales que un cambio externo de vida -la elección de una mujer dominadora, o una vocación absorbente- no bastaba. La esclavitud debía ser interna. ¿Eran mis sueños, entonces, la autoridad que buscaba? Había tratado de obedecerlos, pero sus dictados eran muy contradictorios.
A mi alrededor veía a mis amigos expresando preferencias, eligiendo posibilidades. Hasta Herr Anders vio el final del juego y se protegió a sí mismo. Yo no estaba por encima de la elección de felicidad, por la que podía hasta sacrificar algunas de las peticiones de mis sueños.