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Como no regresara inmediatamente a la ciudad, tras mi propio regreso, me agradó pensar que ella estaba satisfecha -más tarde pude comprobarlo- y que aprendía la verdad sobre los sentimientos temerarios de sus cartas a Lucrecia. Pues nada de lo que describía era incierto. Pero Frau Anders tenía la habilidad de hacer de las verdades mentiras cuando las decía. Sus cartas eran retóricas; yo la había capacitado para actuar.

Perfumada e ignorante de su destino, la dejé en la puerta del mercader. Entró antes que yo, y la puerta se cerró silenciosamente detrás suyo. Pensé si esto le serviría de prueba acerca del verdadero valor de las cortesías ceremoniales hacia las mujeres, que falsifican las relaciones entre hombres y mujeres europeos. Si los hombres precedieran a las mujeres al franquear las puertas, o si no existiera un orden de preferencia, no hubiera sido tan simple.

Esperé en la calle empedrada, frente a la casa. Media hora más tarde, el mercader apareció con un discreto sobre que contenía los siete mil francos y me besó en ambas mejillas. Me demoré un momento aún, después de ver desaparecer al comerciante. No se escuchaba un solo ruido.

Aparentemente, todo estaba bien. Una semana después, mi amigo estaba en el puerto con otro sobre, más besos, garantías sobre la salud y el bienestar de Frau Anders y poéticas alabanzas hacia su persona.

Me embarqué directamente para casa.

CAPITULO VII

Después de mi regreso de la ciudad de los árabes, sólo pensaba en la mejor manera de usar mi libertad. Ansiaba tener un poderoso deseo, una gran fantasía, que pudieran ser saciados como yo había saciado los de Frau Anders. Quería mudar mi piel. En cierto modo, ya lo había hecho al disponer de mi amante. Pero al hacerlo, hice más por ella que por mí. La venta de Frau Anders fue quizás mi único acto altruista. Y, como sucede con todos los altruismos, sufría ciertos remordimientos. ¿Fue correcta mi acción?, me preguntaba a mí mismo. ¿Estuvo bien resuelto? ¿No respondía a algún motivo secreto, no fue algo interesado?

Pensé en continuar mis viejas diversiones con Jean-Jacques. Nos encontramos, y él preguntó: «¿Qué ha sucedido con nuestra amable anfitriona?» Cometí el error de confiarle mis planes antes de partir, pero estaba decidido a no repetir mi error. Recibió alegremente mi silencio. «Me sorprende, Hippolyte; había previsto que fuera Frau Anders quien regresara y tú quien se quedara.» No respondí a estas provocaciones que intentaban hacerme hablar. «¿No piensas compartir conmigo ninguno de los frutos de tu viaje al sur?», dijo finalmente. Su ironía me afectó y temí por nuestra incipiente intimidad.

Afortunadamente, intervino un nuevo sueño.

Soñé que estaba en una fiesta. La inclinación de la colina en que se celebraba la fiesta hacía que las mesas y las sillas parecieran algo desequilibradas. Recuerdo perfectamente a un viejo marchito, extremadamente pequeño, que se sentaba en una alta silla de niño, que tomaba té en una copa de barro, derramándolo sobre su camisa y gesticulando con su boca sin producir ningún sonido que yo pudiera oír.

Pregunté quién era aquel viejo, y supe que era R., el multimillonario rey del tabaco. Me pregunté cómo se había vuelto tan pequeño.

Después me dijeron que aquel anciano quería verme. Alguien me guió hasta la parte alta de la colina, a través de cercos de piedra, por un camino de grava que conducía a la puerta lateral de la gran casa. Me guiaron a través de los desiertos pasillos del sótano. La única persona que encontramos por el camino, fue un criado, apostado junto a una gran puerta, que interrumpía el largo, ancho pasillo, como el corredor de una clínica. Llevaba una visera verde y estaba sentado junto a una pequeña mesa, con una lámpara y varias revistas que hojeaba. A medida que nos acercamos a él, saltó sobre sus pies y, con una gran inclinación, nos abrió la puerta. La puerta no era pesada ni estaba cerrada.

Me impresionó aquella ostentación y envidié los lujos que la fortuna del viejo podía proporcionar a su familia. Entramos en la habitación del anciano, con todos los complementos de una habitación de enfermo. Me acerqué a los pies de la cama, en actitud respetuosa, pensando en los bienes que podría dejarme a su muerte.

– Mándalo alrededor del mundo -dijo al joven que permanecía de pie junto a mí, el que me condujo a la casa y que, supongo, era su hijo-. Eso le hará bien.

El hijo asintió con la cabeza. Expresé mi gratitud al viejo. Seguí al hijo hacia el jardín, donde me dijo que esperase, y partió. Permanecí solo durante un momento, sin ninguna impaciencia, ya que estaba convencido de que se preocupaban por mí, de encontrarme protegido por algún poder benevolente. Pensé en Frau Anders y en lo que le diría de encontrarla durante mis viajes, cómo iba a explicarle lo bien que aquel anciano me había comprendido.

Un gato gris se me acercó y lo tomé en mis brazos para acariciarlo. Me repelió el fuerte hedor del gato. Lo lancé al suelo pero permaneció a mi lado, de modo que otra vez volví a cogerlo y me lo puse en el bolsillo, pensando encontrarle después un lugar que fuera adecuado.

Un grupo de gente se había reunido cerca del lugar donde estaba. Me acerqué a ellos. Todos esperábamos la llegada de un médico que debía hacernos unas preguntas. «Lo hacemos cada domingo por la tarde», me explicó uno de los invitados. El médico bajó por la ladera y nos sentamos sobre la hierba formando un círculo. Nos dio hojas de papel para que las rellenáramos -nombre, número de carnet de identidad, sueldo semanal, profesión- y para firmarlas. Me angustió este requerimiento, porque no llevaba mis papeles encima, no tenía profesión ni salario. Al observar cómo mis compañeros llenaban atentamente sus hojas, comprendí que mi presencia era ilegal. Lamentaba perderme lo que pudiera pasar, pero temía ser detenido o que quizá no quisieran darme el pasaporte. Abandoné el grupo.

Decidí regresar a la casa, y me encaminaba en esta dirección, cuando me encontré con el hijo del millonario. Me pidió que me ajustara la toalla de baño, que comprobé era mi único vestido, y me condujo hasta otro lugar del jardín, donde me dio una pala y me indicó que empezara a cavar. Tomé con energía el instrumento, aunque la toalla que llevaba anudada a mi cintura iba aflojándose. El suelo era duro y mi trabajo, por lo tanto, extenuante. Cuando ya había conseguido hacer un buen hoyo, el agua empezó, tenuemente, a aflorar. Pronto, el hueco se llenó de agua turbia. No había razón para continuar, de modo que suspendí la excavación, y eché el gato adentro.

De algún modo, no obstante, creía conservar conmigo al gato y estar paseándolo por el jardín. Entonces encontré a Jean-Jacques y le di el gato, que rechazó con disgusto.

– ¡Perros! -gritó.

– No te enfades.

– ¿Olvidas que ha llegado la hora de tu operación? -me dijo.

Me asusté, porque recordaba algo acerca de una operación, pero me pareció que era de un sueño anterior.

– Todo es tan pesado -dije para distraerlo de su idea-. Y además -añadí con desgana- yo estoy dormido.

– ¡Huevos de tiburón! -gritó con una risa grosera. No podía entender que yo siguiera provocándolo.

– No hay nada malo -continué- en que me levanté muy temprano.

– Vete a tu viaje y déjame solo -dijo.

Pero en lugar de abandonarme como esperaba, Jean-Jacques se hizo muy, muy grande y me hallé ante un enorme par de pies, y apenas podía ver la cabeza que se erguía muy por encima de mí. Alarmado y perplejo, consideré cómo podía convencerlo de que volviera a su tamaño normal. Arrojé una piedra contra su tobillo. No hubo respuesta. Entonces miré hacia arriba, al gigante, y vi que ya no era Jean-Jacques, sino un perverso extranjero que muy bien podría pisarme, y no me atreví a seguir llamando su atención.

En aquel momento noté que algo no funcionaba bien en mi cuerpo y mirando debajo de la toalla vi con horror que, desde la mitad de mis costillas hasta la altura de la cadera, mi lado izquierdo estaba enteramente abierto y mojado. No podía entender cómo no lo había advertido antes. Esta visión descarnada de mí mismo era revulsiva. Anudé con mayor fuerza la toalla y presioné con ambas manos sobre mi costado, para impedir que mis entrañas salieran de su lugar.

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