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Pueden preguntarse cómo lograrlo. El problema de cambiar mi vida para que se amoldara a mis sueños, no era insuperable -mucho más fácil que cambiar mis sueños para amoldarlos a mi vida-. Pero de todos modos, un esfuerzo de voluntad no sería suficiente por sí solo. Creo que el último sueño me dio la clave para hallar el método correcto. Todos los sueños eran un espejo ante el que se presentaba mi vida diurna, ofreciéndome, a cambio, una imagen poco familiar, pero no incomprensible. Con perseverancia y atención, ambas se unirían, aunque necesitara pasarme toda la vida delante del espejo. Este es el destino de los espejos, y de lo reflejado.

Mientras meditaba estas cosas aquella mañana, en mi habitación del hotel, observé también que el nuevo «sueño del espejo» me proporcionaba una ayuda sustancial para mi actual proyecto de matrimonio. No era extraño que me hubiera sentido desanimado. No había entendido ni mi proyecto, ni las razones que lo justificaban. Estúpidamente, creí que podía aventurarme buscando una esposa por el mundo, sin exigencias ni condiciones previas. Comprendí entonces que la única manera de buscar una esposa -y deben recordar la urgencia de mi búsqueda, con Frau Anders presionando de cerca sobre mí- era concebir claramente cuál me convenía. Como se elige el nombre para un niño. Ya no buscaría a la deriva, esperando que mi futura esposa se me apareciera, sino que la buscaría yo mismo en el lugar más apropiado. ¿Qué matrimonio resistiría mejor los indeseados avances de Frau Anders que una unión totalmente sólida y respetable? Había sido absurdo de mi parte imaginar que iba a poder repudiar el excéntrico casamiento que Frau Anders me ofrecía, mediante otro casamiento igualmente excéntrico, con alguien ajeno a mi propia clase, tanto si se trataba de una prostituta como de una dependienta, o la sobrina de mi portero.

Decidí regresar a mi casa para buscar una esposa, porque es allí, pese a todo, donde hemos nacido y crecido, donde aprendimos el sentido de lo propio y lo impropio, cualquiera que sea, para el resto de nuestra vida. Seguramente muchas actividades que ejercía en la capital, como mis excursiones con Jean-Jacques o mi relación con Frau Anders, nunca hubiera podido imaginarlas en mi ciudad natal. Hubiera dejado de ejercerlas, no por miedo a ser descubierto y censurado por mi familia, sino por respeto. En la ciudad natal, hay muchas cosas que uno no llega a hacer, porque ni siquiera las imagina.

Pasé algunos acobardados días más en el hotel, meditando las sugestiones y estrategias sugeridas por los sueños. Como siempre, el sueño empezó a repetirse, pero con cierto número de variaciones. A la noche siguiente, el espejo cayó sobre mí; fue así como resulté herido. A la otra noche, regresé al salón para transferir mis propiedades al bañista, y quedé atrapado dentro. La tercera noche, mi padre me prohibía casarme. En la mañana siguiente a esta última versión, decidí no esperar ni un momento más, y poner en práctica mis nuevas resoluciones sobre cómo casarme. ¿Qué mejor lugar para encontrar una esposa apropiada que mi ciudad natal, entre las mujeres de mi clase? Telegrafié a mi familia diciendo que iba a hacerles una visita, y abandoné el hotel.

Mi hermano mayor estaba en viaje de negocios cuando llegué a casa. Me alegró su ausencia, porque pensé que tales asuntos serían mucho mejor tratados por las mujeres. Mientras mi hermano era un típico negociante y un respetado padre y esposo, las mujeres de mi familia eran todavía mucho más convencionales. La razón por la que mi hermano no era capaz de proporcionarme una elección totalmente convencional, no tenía nada que ver con el hecho de que mantuviera a una querida en otra parte de la ciudad; es excepcional, por lo menos en este país, el marido de mediana edad que no tiene una relación extramatrimonial. Pero había sostenido algunas conversaciones con mi hermano -mientras nuestro padre estaba enfermo- y sospechaba que él tenía algunas ideas sobre el carácter y las independientes formas de vida, que podrían comprometer su juicio, en el caso de que le encomendara la delicada tarea de encontrarme una esposa. Si bien sabía que me recomendaría sólo mujeres del círculo social de nuestra familia, podía igualmente intentar favorecer a las que en algunos aspectos pudieran parecer más interesantes. En resumen, trataría de complacerme, que era precisamente lo que yo no quería.

Vi muy poco a la esposa de mi hermano, Amelia; estaba muy ocupada con los niños. Sabía muy poco de mí y estaba seguro de que nunca se había detenido a pensar en mí. Encontré también a mi hermana mayor, ahora viuda, que había regresado recientemente a la ciudad, después de residir muchos años en el extranjero. Y varias tías, casadas y solteras, a las que no había visto -excepto en los funerales de mi padre- desde que dejé la casa, siendo ya un hombrecito, doce años antes. Fue a estas mujeres a quienes expliqué mi problema, confiado en la simplicidad y certeza de su juicio.

Expliqué mis proyectos a mi cuñada y a mi hermana, y les pedí que me volvieran a introducir en la vida social de la ciudad. En poco tiempo, fui invitado a tomar el té, a bailes y reuniones familiares, y, entre las varias candidatas, elegí a una joven de apariencia simple y llana, de carácter modesto, que parecía realmente contenta con mis atenciones. Era hija de un oficial del ejército, educada en un convento, amiga de los niños y de irreprochable reputación. Mis parientes pensaron que era una excelente elección.

Tras varias visitas a su casa, en las que respetuosamente escuché las disertaciones de su padre, acerca del modo cómo nuestro país se vengaría en la próxima guerra de nuestro enemigo, de tocar a dúo con la hija, y después de una última entrevista con mis familiares, hablé con el viejo coronel y recibí su permiso para proponerle matrimonio a su hija, se hizo la propuesta y fui aceptado. La boda se realizó cuando mi hermano regresó del viaje, bronceado y mucho más joven de lo que me había parecido la última vez que lo vi. Poco después, mi esposa y yo nos dirigimos a la capital para empezar nuestras nuevas vidas.

CAPITULO XIII

– De modo que te has casado, pequeño Hippolyte -me dijo Jean-Jacques.

No me pareció oportuno que mi esposa hablara con Jean-Jacques, pero lo enteré de la noticia, igual que de todas las razones que tuve para casarme y del sistema de mi elección. Estuvo de acuerdo en que era una de las formas en que mi familia podía ayudarme, pero el acto en sí le pareció discutible.

– Desapruebo en ti que actúes de una manera tan trasnochada, que actúes convencido.

– Convencido, ¿de qué? -pregunté.

– De lo que acabas de decirme sobre la propiedad del matrimonio.

– Eso no es ninguna convicción -dije-. Es una necesidad que descubrí con la ayuda de mis sueños. Ya sabes, Jean-Jacques, cómo aprecio la soledad. La soledad, en último caso, es mi convicción. Pero no existe contradicción entre mi soledad y mi matrimonio. Nunca he hecho nada por prurito del orden. Tampoco, igual que tú, por el del desorden.

– ¿No te has casado por el imperativo del orden?

– No -repliqué-. Si mi vida expresa fe en el orden, es mi naturaleza, eso es todo. La prueba es que este orden a otros les parecerá desorden, incluso veleidad.

– ¿Y tus convicciones?

– No quiero tener ninguna convicción -dije-. Si soy, o creo en algo, quiero descubrirlo a través de mis actos. No quiero actuar como lo hago porque eso esté de acuerdo con lo que soy o con lo que creo.

– Fui yo quien te dijo eso, ¿te acuerdas?

– Tenías razón -dije-. ¿Acaso no te creo siempre que tienes razón? Quiero seguir mis actos. No quiero que mis actos me sigan a mí.

– Pero tu interpretación de mi idea es algo especial. Para ti, parece que, cuantos menos actos, mejor.

– Sí -dije-. Sólo los que son necesarios, los que definen, los que destruyen.

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