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– ¿Y tu matrimonio, Hippolyte? ¿Es acaso un acto que defina o destruya?

Estaba preparado para esta pregunta, y pude responder rápidamente:

– Sí.

Después de la turbulenta persecución y casi seducción de Frau Anders, estar con mi esposa era un paraíso de calma y tranquilidad. Pero no imaginen que mi matrimonio fue sólo un paraíso, un refugio para el culpable bienhechor. Tuve muchas alegrías en mi matrimonio, y aprendí a amar y admirar a mi esposa. Lo que más me gustaba era su capacidad de respeto. Respetaba las flores y los niños; respetaba los uniformes, aun los uniformes del ejército enemigo que ahora ocupaba la capital; respetaba el esfuerzo del joven que subía el carbón a nuestro apartamento, cada semana, a lo largo de una escalera de seis pisos. Me transmitía parte de su respeto y gravedad, que parecía hermoso, comparado con el aburrimiento y la búsqueda de uno mismo, que caracterizaban a muchos de mis viejos amigos, como Jean-Jacques y Lucrecia. Estaba harto de lo que se conoce como sofisticación.

Apreciaba la tranquilidad de mi esposa, que me dejaba todo el tiempo que quería para mí y mis pensamientos. Su devoción hacia mí era tan generosa, que nunca llegué a sentirme, de alguna forma, embarazado. No le gustaban las fiestas ni los cafés, pero yo tenía entera libertad para entrar y salir a placer -para pasear por el río, encontrar a Jean-Jacques en su café y hablar con él, o ir ocasionalmente a los archivos nacionales de cine con Lucrecia-. Resultaba mucho más fácil, en compañía de una persona tan poco exigente, soportar las austeridades del tiempo de guerra, la escasez de carbón, de alimentos y ropa.

Ocupábamos el mismo apartamento donde había vivido los dos últimos años, desde que conocí a Mónica. Aunque era un barrio proletario, las habitaciones estaban amuebladas con decoro y en buenas condiciones. Estaba preocupado porque el modo de vida que invité a compartir a mi esposa, no podía compararse con las comodidades que había disfrutado en su casa. Me aseguró de manera encantadora que era un lujo, comparado con el convento donde dormía, en una habitación con otras veinte jóvenes. Ni de niña, dijo, había tenido una habitación para ella sola, compartiéndola siempre con una de sus hermanas. Entonces le sugerí, pocas semanas después de nuestra boda, que escogiera una habitación para ella sola, lo que hizo con gran alegría.

Dado que mi esposa no era, al menos por lo que yo podía apreciar, una persona sensual, y consentía en realizar los deberes conyugales por mero sentido del deber, no quise molestarla. Era muy joven y yo respetaba su juventud. Quería hacer sólo aquello que podía complacerla. De niña, había aprendido a hacer excelentes confituras y mermeladas, y estaba justificadamente orgullosa de su habilidad; yo procuraba comprarle cantidades adicionales de azúcar en el mercado negro. Pasear era otro de sus pasatiempos favoritos. Recuerdo algunos paseos por los jardines públicos, en los que sentía la más delicada sensación de serenidad marital; mi esposa, radiante, con su brazo enlazado al mío, llevaba un sombrero de paja amarilla que había traído de su casa y le daba un aspecto encantadoramente rústico y anacrónico aquí, en la capital. También le gustaba que leyese para ella, cosa que solía hacer cada noche antes de que se durmiera. Durante el período anterior a mi matrimonio, cuando acompañé a mi padre enfermo, aprendí que la lectura en alta voz encierra un arte, y que existe un tipo de libro que cualquier persona prefiere por encima de los demás. A mi esposa le leía historias y fábulas para niñas, pero le gustaban más aún los cuentos que yo inventaba para ella.

Uno que le gustó especialmente se llamaba «El Marido Invisible» y es así:

«Erase una vez una hermosa princesa que vivía en una ciudad junto a un espeso bosque. Lejos de allí, en las montañas llamadas Himalaya, vivía un joven príncipe, pobre pero muy trabajador.

»En el país del príncipe nevaba siempre, y para protegerse del frío se abrigaba con un hermoso traje de piel blanca y altas botas de cuero, también blancas. Con esta indumentaria era casi invisible y podía andar por la montaña sin ser amenazado por ninguno de los peligrosos animales que la habitaban.

»Un día, el príncipe pensó que le gustaría tener una compañera en la montaña, una esposa. Descendió al valle, cruzó el bosque y llegó a la ciudad. Una vez allí, pidió en seguida que lo condujeran al palacio real. Pues, siendo un príncipe, sólo podía casarse con una princesa.

»Pero la princesa de aquella ciudad, aunque joven y hermosa, tenía una vista muy débil. Cuando el príncipe, vestido de blanco, fue presentado a la corte, apenas pudo verlo. Pero, por el fino oído que a menudo tienen los que carecen de buena vista, oyó los graves tonos de su voz y le pareció atractivo. Quería aceptar su propuesta de matrimonio.

»-¿Cómo es él, padre? -preguntó.

»-No hay duda de que es un príncipe -replicó el rey-. He visto sus actas de nacimiento.

»-Me casaré con él -dijo ella-. Será un compañero tranquilo y agradable.

»De modo que el príncipe se llevó a la princesa, cuando regresó a la montaña, y la hospedó en su casa de nieve. Con sus propias manos la alimentaba con leche, arroz, frutos silvestres, azúcar y otras delicadezas.

»Aunque la vista de la princesa no mejoró, como todo a su alrededor era blanco, no importaba que no pudiera distinguir casi a su marido.

»Pero un día, mientras la princesa se encontraba sola, bordando un mantel, apareció ante ella un oso negro de la montaña. Ignorando que éste era el animal más peligroso del lugar, la princesa no se atemorizó. Pero estaba alarmada porque nunca había visto algo tan claro.

»-¿Quién eres? -preguntó educadamente.

»-Soy tu marido -dijo el oso-. Encontré este abrigo de pieles negras en una cueva húmeda y oscura, al otro lado de la montaña.

»-Pero tu voz es muy ronca -dijo la princesa-. ¿Te has resfriado?

»-Sí, es cierto.

»El oso pasó la tarde con la joven princesa. Cuando se levantó para marcharse, ella se sintió afligida. El le contó que debía devolver el abrigo negro a la cueva; su propietario quizás estuviera buscándolo.

»-¿Pero no podrás ponerte otra vez este abrigo? -suplicó.

»-Quizá vuelva a encontrarlo cuando pase por la cueva. Y entonces vendré al mediodía a visitarte.

»-Sí, por favor -exclamó la princesa.

»-Pero debes prometer -dijo el taimado oso-, no mencionar este traje negro a nadie, ni siquiera a mí mismo. Porque detesto la falta de honradez tanto como llevar cosas que no me pertenecen. No deseo que se me recuerde el sacrificio de mi honor, que haré por ti si vuelvo alguna vez a ponerme este traje.

»La princesa respetó los escrúpulos morales de su marido y se mostró conforme con lo que pedía. Y así el oso iba a veces a visitarla, pero ella nunca mencionaba sus visitas por la noche, al volver su marido. Lo que apreciaba en el oso era el hecho de verlo, pero le disgustaba la aspereza de su voz, cada vez que, como ella suponía, él se aventuraba en la húmeda caverna por complacerla.

»Un día, su voz le pareció tan desagradable que le urgió a que tomara algún jarabe contra la ronquera.

»-Detesto los medicamentos -dijo el oso-. Quizás será mejor que no abra la boca cuando esté resfriado.

»De mala gana, ella aceptó, pero a partir de aquel momento empezó a encontrar menos placer en ver a su marido vestido de negro.

»-Me gustaría más oír tu voz -dijo un día al oso, mientras él la abrazaba rudamente-. Ya no disfruto viéndote, como me sucedía antes.

»Por supuesto, el oso no respondió.

»Cuando el oso se marchó a media tarde, ella decidió hablar a su marido, cuando, por la noche, regresara vestido de blanco.

»Pero a su regreso, no dijo nada, por no atreverse a romper la promesa de silencio sobre el traje negro, Aquella noche, sin embargo, ella se deslizó de la cama, mientras su marido dormía, y partió hacia la montaña. Aunque era noche oscura, su vista no era mejor ni peor que de día.

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