»Durante tres días con sus noches, anduvo buscando la oscura cueva donde suponía que su marido había encontrado el traje negro. La mayor parte del tiempo nevaba, y tenía mucho frío. Por casualidad, fue a tocar con sus dedos una arcada de piedra, y sintió un espacio libre ante sus manos, que podía ser la entrada a la caverna. Miró con alivio.
»Dejaré una nota aquí para el verdadero dueño del traje, se dijo, exhausta y llena de frío, pero decidida a completar su misión.
»Desgarró un pedazo de su blanco vestido, tomó una aguja de su pelo y pinchó su blanca piel, usando la aguja como pluma y su sangre como tinta, y escribió el siguiente mensaje sobre la ropa: "No dejes aquí tu traje nunca más. Gracias", y lo firmó: "La Princesa de la Montaña".
»Entonces, sintiéndose muy enferma, deambuló varios días y noches por la montaña, hasta encontrar el camino para regresar a su casa.
»Naturalmente, el príncipe se alegró mucho cuando la princesa volvió a estar otra vez con él, y de inmediato la puso en la cama. La cuidó con gran cariño, alimentándola con una cucharilla de azúcar y un cubilete de crema cada día. Estuvo enferma durante bastante tiempo, pero finalmente se recuperó. Durante su enfermedad, sin embargo, su vista se debilitó mucho más. Estaba completamente ciega.
»Pero la princesa no se desanimó por esto. Ahora no tendría ya problemas para escoger entre su marido de blanco o su marido de negro.
»-Ahora soy feliz -dijo al príncipe.
»Y oyó replicar a su marido, con su agradable voz:
»-Siempre hemos sido felices.
»Y a partir de entonces, vivieron siempre muy felices.»
Mi esposa era, sobre todo, obediente, y nunca se quejaba. Era el tipo de mujer que hubiera disfrutado con la suegra, que yo no podía proporcionarle. Además, su naturaleza era propensa a la generosidad, hasta el extremo de despreocuparse por los riesgos. Cuando la familia judía que vivía en el piso inferior al nuestro fue sacada a medianoche por los soldados enemigos, para ser deportada a los campos de concentración, ella se asomó al rellano y arrojó sus zapatillas. Afortunadamente la contuve a tiempo para no ser vista por los soldados y detenida. Esto explicará lo que sucedió un día, algunas semanas después, cuando una mujer se presentó ante la puerta, mientras yo estaba fuera, y dijo a mi esposa que era una vieja amiga mía, judía, aunque convertida, y en inmediato peligro de deportación; mi esposa la invitó a pasar y a permanecer con nosotros. En una hora, la mujer trajo sus escasas maletas y propiedades, para instalarse en la habitación trasera. Tampoco yo hubiera rechazado a quien llamara a mi puerta pidiendo refugio por razones de este tipo, durante aquellos días terribles. Con todo, debo confesar que al regresar a casa mi corazón se encogió de temor por mí y por mi mujer. La mujer no era otra que Frau Anders.
Apresuradamente mi esposa me explicó su presencia. Fui a la habitación trasera, donde encontré a Frau Anders sentada en una silla de madera, rodeada de varias maletas pequeñas a sus pies.
– Sabes que no hubiera venido -empezó, en tono resentido-. Todavía tengo orgullo.
– Lo sé, lo sé -dije, resignadamente-. Un gran desastre cancela todas las querellas privadas. Mi casa es tuya.
Rió amargamente.
– Todas tus casas, ¿eh?… ¡Oh!, perdona… Debes permitirme permanecer aquí por un tiempo, Hippolyte. Se están llevando a todo el mundo. Al principio era sólo a algunos, pero ahora, ahora a todos. Ninguno de los que se van regresa, lo sé; ¡puedo presentirlo!
– No hace falta que te expliques, querida -dije-. Y, cálmate. ¿Dijiste a alguien que venías aquí?
– A nadie.
– Entonces puedes estar todo el tiempo que creas necesario, tanto tiempo como quieras.
Frau Anders suspiró, desplomándose sobre la silla. Yo no advertía diferencia alguna entre sus dos brazos, aunque tal vez se debiera a la deformada y vieja chaqueta de lana que la cubría. Sin embargo, no creí que fuera momento oportuno para preguntarle por su tratamiento durante los dos años que pasamos sin vernos.
– Ahora, quiero dormir -murmuró.
La dejé y volví con mi esposa, que miraba fijamente a través de la ventana de su habitación a un vehículo militar, lleno de soldados, estacionado en la calle.
– Ahora vamos a tener que hablarnos al oído -dijo en voz baja, mirándome-. ¿No estás enfadado conmigo, verdad?
Le imploré que no pensara eso, nunca.
«Yo cuidaré de ella», dijo. ¡Como si pudiera cuidar a alguien! Me sentí a punto de llorar por su bondad. Mi esposa no pensó en absoluto en los terribles castigos que nos podrían infligir si éramos descubiertos por el ejército, que constantemente buscaba en las casas a desafortunados fugitivos como Frau Anders. Como comprenderán, no sabía nada de mis antiguas relaciones con Frau Anders: sólo que alguna vez nos conocimos. Mis motivos personales eran más poderosos. Sin embargo, llamarlos generosidad y coraje sería adularme. No podía evadir el riesgo de mi propia vida, cuando previamente había puesto la de Frau Anders bajo los riesgos de la esclavitud y el asesinato. Generosidad parece un término inadecuado para designar la ayuda dada a una persona a quien se ha negado tanto. Mi vieja amante estuvo con nosotros durante varios meses, sin dejar el apartamento una sola vez. Mi esposa pasaba con ella la mayor parte del día, en la habitación trasera. Frau Anders no había perdido su vieja cualidad de ser agradable compañía y buena confidente. Yo solía sentarme en la sala, tratando de escuchar el sonido de sus murmullos; a veces, oía la risa juvenil de mi esposa. Ella, generalmente tan callada, parecía airearse con esta triste compañía. No se deprimió, como temí, por las viejas heridas y las penosas circunstancias de Frau Anders. A Frau Anders, en cambio, nunca la oí reír; el miedo la había vuelto muda.
Me resultaba extrañísimo que Frau Anders estuviera en mi apartamento. Yo había escapado, con mayor o menor éxito, a todas sus trampas anteriores. Me había imaginado perseguido por ella, hasta que llegó otra vez a mi puerta, ahora con la justificación oficial de su propia persecución. El fantasma que me había acechado durante tanto tiempo, ahora se había instalado en mi casa, con un permiso de entrada que no podía negar.
Sin embargo, evité todas las oportunidades de estar a solas con ella. No podía imaginar qué nuevas demandas o qué nuevos reproches me haría. Quizás un día, cuando yo saliera del W. C., vendría a mi encuentro a proponerme que la llevara a mis espaldas, a través de las laberínticas cloacas de la ciudad, hacia la libertad. No me hubiera extrañado tampoco que una noche, durante la cena, me pidiera que asesinara al comandante enemigo de la ciudad. O podía también solicitarme que buscara a su antiguo marido, para poder explicarle que, pese a todos sus esfuerzos, seguía siendo judía. Afortunadamente, nada de esto sucedió. Después de que el vecindario fuera inspeccionado varias veces, a medianoche, y los soldados entraran en nuestro propio apartamento, en la mismísima habitación donde Frau Anders estaba agazapada en un baúl, su terror sobrepasó los límites de nuestro apartamento, y me imploró que buscara un refugio mejor. Así lo hice -un ingenioso escondrijo que describiré más adelante- y mi esposa y yo quedamos solos.
Me sentí apenado al perder a Frau Anders como huésped, por lo que ella suponía para mi esposa. A veces me preocupaba, porque mi esposa debía sentirse sola en la capital, donde no tenía ni amigos ni parientes. No parecía sentirse sola. Pero cuando observé su felicidad por la compañía de Frau Anders, comprendí que podía ser mucho más feliz de lo que era. Se me ocurrió que quizás quería tener un niño. Pero no me pareció suficientemente madura; ella misma era una niña. Desatinadamente, pensé que habría tiempo suficiente, confiando excesivamente en el destino y en nuestra longevidad. Por otra parte, deseaba prolongar la paz y la pureza de nuestras relaciones.