Литмир - Электронная Библиотека
A
A

¿No es teniendo personalidad como definimos nuestros puntos de vulnerabilidad y fuerza? La personalidad es nuestro modo de ser para los otros. Esperamos que los otros acepten nuestra forma de ser, gratifiquen nuestras necesidades, que sean nuestra audiencia y suavicen nuestros horrores.

Pero ¿cómo podemos escapar a la personalidad? Me hubiese gustado ser chino durante un tiempo, para ver si su mítica impasibilidad difiere, ligeramente, en su interior. Pero yo no podía cambiar el color de mi piel o la geografía de mi corazón. Los narcóticos estaban igualmente fuera de lugar. Nunca me han proporcionado, ni siquiera temporalmente, ese sentimiento de imperturbabilidad e ingravidez.

Existe un camino bien conocido para llegar a esta pérdida de la personalidad: el acto sexual. Durante un tiempo frecuenté prostitutas, porque imaginaba que no pretenderían ser personas; por lo menos, su imagen lo prohíbe. En las maniobras carnales de dos personas que no se han conocido ni se conocerán nunca, cierto silencio y ligereza pueden prevalecer. Pero también pueden faltar. El olor de personalidad -una fotografía en la pared, la cicatriz en el vientre de una mujer, un vestido determinado en el armario, una mirada sugestiva en sus ojos- siempre se infiltra. Aprendí a no esperar demasiado de la sexualidad. Sin embargo comprendí por qué la sexualidad, como el crimen, es una fuente inmortal de impersonalidad. Hechos correctamente, estos actos ahogan el sentido del ser. Sucede, creo, porque el fin está previamente establecido: en la sexualidad, el placer; en el crimen, el castigo. Uno se libera precisamente a través de estos actos que tienen un final al que no se puede escapar.

Pero hay algo aún más valioso para este propósito que la sexualidad y el crimen, y lo certifico por las experiencias que relato, de una vida a veces libertina, criminal en algunos aspectos. Y es el sueño. ¿Era posible que mis sueños, a menudo fuente de angustia y pesadez, fueran de hecho el medio transparente a partir del cual yo podría perder mi agobiante personalidad? Había pensado que los sueños eran un cuerpo extraño en mi carne, contra el que me defendí lo mejor que supe. Ahora me inclinaba a verlos como una bendición. Los sueños estaban grabados en mi vida, como un tercer ojo en medio de la frente. Con este ojo podía ver con más claridad que nunca. Jean-Jacques me había prevenido contra mis sueños y mi seriedad. El Padre Trissotin me había urgido a confesarme y desembarazarme de ellos. Frau Anders se había sometido a ellos, pero los entendió sólo como fantasías. Ahora el profesor Bulgaraux me sugería que podía estar orgulloso de tenerlos. Si yo estaba perdiendo algo en los sueños, era algo de cuya pérdida debía alegrarme. Me estaba perdiendo a mí mismo, perdiendo la serpiente que está dentro, como mostraba mi último sueño, «el sueño de un viejo patrón», que acabó tan gráficamente con la pérdida de mis entrañas. Me estaba liberando, aunque fuera para ser exclusivamente un hombre-que-sueña. Sabía que no había comprendido aún la naturaleza de la libertad, pero tenía esperanzas de que mis sueños, con sus dolorosas imágenes de humillación y esclavitud, contribuirían a elucidarlo.

Mucha gente considera los sueños como un cubo de basura diario. Una ocupación indisciplinada, improductiva y asocial. Lo comprendo. Comprendo que la mayoría de la gente considere sus sueños como cosas de poca importancia. Son demasiado leves para ellos, por eso identifican lo serio con lo pesado. Las lágrimas son serias; uno puede recogerlas en una jarra. Pero un sueño, como una sonrisa, es puro aire. Los sueños, como las sonrisas, se esfuman rápidamente.

¿Pero qué importa que el rostro se esfume y la sonrisa permanezca? ¿Qué, si la vida en que los sueños son alimento se descompone y los sueños florecen? Porque en ese caso uno se sentiría realmente libre, completamente liberado de su propia carga. Nada puede compararse con esto. Podemos preguntarnos por qué nos contentamos con una ración diaria insignificante de aquella divina sensación de ausencia y plenitud que nace del comercio de la carne, para borrar el mundo. Podemos decir de la sexualidad: qué gran promesa de libertad supone, qué extraño que no esté marginada por la ley.

Me sorprende que los sueños no estén fuera de la ley. ¡Qué promesas son los sueños! ¡Qué agradables! ¡Qué íntimos! Y no se necesita compañero, no se precisa la colaboración de nadie, macho ni hembra. Los sueños son el onanismo del espíritu.

CAPITULO VIII

Empecé a escribir un diario en el que relataba mis sueños, me aventuraba a interpretarlos y tejía fantasías en torno a ellos. Este trabajo fue posible gracias al nuevo ocio que obtuve al dejar de leer. Descubrí que el gusto por lo impreso, la habilidad para leer rápidamente, dependen de una educada pasividad mental. Sería una exageración decir que el lector no piensa, pero piensa sólo hasta cierto punto; debe detener sus pensamientos, o, de otro modo, nunca iría más allá de la primera frase. Puesto que no quería perder ni el más insignificante soplo o eco de mis sueños, decidí no proseguir con la costumbre de llenar mi mente con los sueños impresos de otros. Un día limpié de libros mi habitación y los doné a la biblioteca de mi ciudad natal. Retuve, como recuerdo, algunos textos de mi edad escolar, en el interior de cuyas cubiertas mis compañeros de clase habían escrito varios mensajes, amistosos e insultantes. Guardé también una Biblia, un manual de señales luminosas, una historia de la arquitectura y las copias mecanografiadas de los trabajos que Jean-Jacques me había dado.

No era ya tan ingenuo ni estaba tan hambriento como para compartir mis ideas. No se debe suponer que había perdido completamente la capacidad de confiar en mis amigos. Pero perdí la esperanza de que pudieran enseñarme algo que no supiese ya. Así que dejé de ver a Jean-Jacques, que insistió en tratarme como a un novicio fuera cual fuera el tema sobre el que habláramos.

La joven Lucrecia había reemplazado a su poco añorada madre, como amante y amiga en perspectiva. (Nadie, ni siquiera su marido, se preocupó mucho por la desaparición de Frau Anders.) Advertí mi creciente tendencia a la irascibilidad, e hice un considerable esfuerzo por ser menos exigente con Lucrecia de lo que había sido con su madre. Me fue más fácil, en virtud de que no me amaba ni yo la amaba a ella. Era feliz con Lucrecia, pero ella era un regalo que yo no estaba seguro de merecer. Nada me interesaba más que mis presuntuosos sueños, y sentí cierta desgana, quizás fuera autosuficiencia, por iniciar a Lucrecia en mis secretos.

Sin embargo, los pálidos placeres de la amistad, y pensar y escribir acerca de mis sueños, no era todo lo que en aquel tiempo yo me sentía capaz de hacer. Siendo todavía un hombre joven, era natural que yo convirtiera parte de mi inquietud en actividad. A pesar de todas mis perplejidades íntimas, quería vivir más activamente -con la advertencia de que no me inclino por ninguna ocupación útil, remunerable o formativa. Fue entonces cuando, en lugar de una vida de acción, me dispuse a desarrollar una breve carrera de actor. A través del grupo reunido por Frau Anders y presidido ahora por Lucrecia, su hija, conocí a algunos realizadores cinematográficos independientes y empecé a trabajar con ellos. Mi primer trabajo fue la revisión de guiones para un joven fotógrafo que estaba realizando algunos cortometrajes sobre la vida nocturna de la ciudad. Se rodaron cuatro: uno sobre las barcazas que subían y bajaban por el río, otro sobre los amantes en el metro a medianoche, un tercero sobre la prefectura de policía y el último sobre el barrio árabe próximo a la universidad. Después escribí un guión original sobre una monja. Se filmó, pero los cambios y cortes efectuados no recibieron mi aprobación. El trabajo sobre este guión me llevó un año; escribo con mucha lentitud. Durante este tiempo desempeñé también algunos pequeños papeles de actor.

22
{"b":"109606","o":1}