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En la tradición autogenista sobre la creación del hombre encontré otra clave para mis sueños, particularmente para el último, que llamé «el sueño de un viejo patrón». Los autogenistas sostienen que la especie humana no fue creada por el remoto dios padre, ni por el somnoliento y agradable Dianus. En cambio, creen que el hombre debe su creación, y debe su obediencia, a Sofía, el órgano femenino que tomó apariencia de serpiente; y como prueba de esto, los maestros señalaban la forma de las vísceras humanas. Nuestra configuración interna de serpiente -es decir, la forma intestinal- es la firma de nuestra sutil generatriz. La idea que sedujo. Nunca hubiera pensado que entre los jugos y los huesos del cuerpo y los apretados órganos en movimiento, hubiera lugar para un símbolo tan extravagante, mucho más imaginativo que la banal identificación del cerebro con el pensamiento o del corazón con el amor. Cuando, en el último sueño, vi que mis entrañas afloraban, ¿no estaba soñando que perdía el signo de mi humanidad? Me estaba advirtiendo acerca del pecado en mis intestinos, como dijo el profesor Bulgaraux.

Decidí dejar de lado mis reservas intelectuales y escuchar con mayor atención lo que el profesor Bulgaraux iba a decirme. Si quería escapar de la insoportable sensación de que mis sueños eran una inútil carga sin sentido, puesta sobre mí por mi malicia conmigo mismo, tendría que ser purgado de cualquier actitud residual de autocondena… No me importaba que ésta fuese otra interpretación «religiosa». El profesor Bulgaraux, a diferencia del buen Padre Trissotin, no me urgía a someter mis sueños a juicio, sino que me animaba a proseguir, como había estado haciendo, a preparar mi vida para el juicio de mis sueños. Si esto era una herejía, que así fuera. Las más perfectas formas de espiritualidad se encuentran a menudo entre los herejes.

Me creía relacionado con todos los movimientos heterodoxos disponibles para el buscador de la verdad en esta ciudad y, como ya he indicado al lector, no soy adicto a los entusiasmos colectivos. Hay demasiadas sectas de pensamiento enfermizo en nuestro siglo, demasiadas revoluciones parciales inspiradas por poco más que la moda de ser revolucionario. Sin embargo, no condeno la herejía como tal, si es suficientemente sincera, y llego a creer que el profesor Bulgaraux está realmente convencido de lo que dice.

Aceptando su invitación, visité varias veces su apartamento durante el mes siguiente, para oírle exponer los puntos de vista de los autogenistas. Tenía en su poder un antiguo código, descubierto en una urna enterrada en un cementerio del Cercano Oriente. Ha pasado muchos años descifrándolo y preparando su publicación; estas conferencias privadas trataban, naturalmente, sobre el contenido del código. Aunque siempre asistían otras personas -algún académico curioso y unas pocas mujeres de edad avanzada con acentos extranjeros, cuyas ocupaciones no pude descubrir-, las reuniones tenían un carácter muy distinto al de las lecciones universitarias, a las que había asistido con ingenuo celo para conseguir erudición.

Muy pocos fueron los que tomaron notas, pero los que escuchaban atentamente las palabras del profesor Bulgaraux sin papel ni lápiz en sus manos, recibieron esporádicos comentarios personales, que demostraban cómo cada una de esas ideas era aplicable a ellos en concreto. Mirando alrededor de la habitación, vi mujeres que me recordaban a Frau Anders. Me sobresaltaba la idea de que Frau Anders pudiera muy bien -si hubiera conocido alguna vez la existencia de aquel grupo- ser una de las discípulas del profesor Bulgaraux. ¿Qué exponía sino la idea de liberarse a través de la contradicción entre la vida convencional y la que desata las más profundas fantasías, exactamente lo que yo había hecho cuando disponía de Frau Anders?

No quiero dar la impresión de que él impulsaba a las mujeres a matar a sus maridos, comer cera de abeja, robar de las alcancías de las iglesias, o beber el semen de sus perritos falderos. Sin embargo, el impulso a la acción que ofrecía no era sutil. En este aspecto, me pareció de una concordancia notable con mis propios instintos.

– La moderación es el signo de un estado espiritual confuso -dijo-. Pero cualquier acto -continuó-, puede llevarse a cabo moderada o inmoderadamente. Hay asesinatos moderados e inmoderados paseos junto al río.

Parece, pues, que la cosmología autogenista y su plan de salvación suponían un completo código de conducta, o para decirlo mejor, de anticonducta. El hombre fue creado por Sofía, la sutil generatriz, a partir de una oscura materia en la que sólo quedaba un destello de la luz original de Autógenes. Pero el hombre, a quien las escrituras autogenistas llaman «hez subyacente de la materia», puede sin embargo a través de varios ritos de purificación, llegar al cielo. El hombre puede volver al seno de Autógenes si deviene «luz», o sea, explicó el profesor Bulgaraux, mirándome atentamente, ausencia de peso y luminosidad. La purificación no se consigue a través de la autonegación, sino mediante una total expresión del ser. Así, los autogenistas sostienen que los hombres no pueden ser salvados hasta que no han realizado todo tipo de experiencias. Un ángel, añaden, vela por ellos en cada una de sus acciones ilegales, y los insta a cometer sus audacias. Sea cual sea la naturaleza de la acción, ellos declararán que la han hecho en nombre del ángel, diciendo: «¡Oh tú, ángel, yo uso tu trabajo! ¡Oh tú, poder, yo llevo a término tu operación!»

– Invocaban este perfecto conocimiento -continuó diciendo el profesor Bulgaraux -ejecutando acciones tales que sus críticos rehusaban citar.

– No hay necesidad de nombrarlas -exclamó una de las mujeres del extasiado círculo.

«O ruborizarse al nombrarlas», añadí para mis adentros.

La concepción autogenista de que el bien y el mal no son más que opiniones humanas, no tenía nada en común con el familiar desencanto moderno hacia la moralidad. Esta concepción era un medio de salvación. Como el resultado de las distinciones morales es que, a través de ellas, ganamos una personalidad, o un peso, el propósito de derribar la ley moral es llegar a la ingravidez, librar a la persona de ser solamente ella misma. Las personalidades individuales deben ser neutralizadas en los ácidos de las transgresiones.

Mirando la ancha cara del profesor Bulgaraux, sus anteojos, su desaliñada barba, su chaleco manchado de huevo, su traje arrugado y abultado, yo no podía determinar si lo que tenía ante mis ojos era un parangón del anonimato o, simplemente, un fracasado entusiasta con toda su pintoresca y particular suciedad. Pero si tenía algo cierto que enseñarme, poco me importaba lo que él mismo fuera.

– ¿Cuál es la personalidad que nos aconseja perder? -le pregunté en la última de las reuniones a que asistí en su apartamento.

Aquella fue la única ocasión en que me atreví a aludir públicamente a su apego, que rebosaba el dominio del académico, por las creencias de los autogenistas, dando por sentado que éstas eran, efectivamente, sus propias creencias.

– Piérdela, y lo entenderás.

– Dígame cómo -le pedí.

– ¿Todavía sueñas?

– Más que nunca.

– La has perdido -exclamó, y cada uno de los oyentes, que no superaban la docena, se levantó de su asiento para felicitarme y estrechar mi mano.

Sí, todavía soñaba. ¡Era tan simple! Cada noche yacía, en el sarcófago del sueño, el hombre del negro bañador de lana, esculpido en piedra sobre la tapa del cofre. Pero, como Dianus, me levantaba impaciente, expectante. A veces parecía que mis sueños fueran un parásito en mi vida, otras, que mi vida fuese un parásito de mis sueños. Quería descubrir el eje de mi preocupación. Quería escapar de esta personalidad que me contenía y me enfrentaba tan penosamente a mis sueños. Llegué a comprender, a través de las instrucciones del profesor Bulgaraux, que el divorcio entre mi vida y mis sueños era un resultado de esta cosa llamada personalidad o carácter que todos, a mi alrededor, parecían cultivar y tomar como fundamento de su propio orgullo. Llegué a la conclusión de que «personalidad» es simplemente el resultado de hallarse fuera de equilibrio. Tenemos «carácter» porque no hemos alcanzado nuestro centro de gravedad. La personalidad es, en el mejor de los casos, una forma de enfrentamiento al problema del desequilibrio. Pero el problema persiste. No nos aceptamos por lo que somos; desechamos nuestra esencia real, y erigimos una personalidad para salvar las distancias.

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