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– No, no. Todavía no. -La mantuve fuera de su alcance-. Dime pequeña, ¿qué es lo primero que recuerdas?

– Quiero mi pelota.

– ¿Recuerdas algo?

– Una vez fui al zoo.

– ¿Algo más?

– Recuerdo mi nombre. ¿Quieres saber cuál es?

– ¿Recuerdas a tu madre?

Rió abiertamente.

– ¡Tonto! ¿Cómo puedo recordarla? ¡Ella está en casa!

– Yo tampoco recuerdo a mi madre -dije.

– ¿Está en casa?

– No. Está muerta.

– Yo conozco mucha, mucha gente muerta -replicó la niña-. Millones, millones y millones. Millones de muertos.

– ¿Dónde están?

– Mi padre los guarda en su oficina. Va todos los días a hablar con ellos.

– ¿Es médico tu padre?

– No, él gana dinero. Esto es lo que hace.

– Tu madre, ¿a veces te pega?

– No. Sólo mi niñera. Me pega cuando me alejo del banco.

– ¿Quieres que te devuelva la pelota?

– ¿No te la comes? ¿Es demasiado grande?

Quería contentar a la niña, de modo que le dije:

– No, yo desayuno cada día cosas mayores que esta pelota. Como tigres y acróbatas y picaportes. Esta mañana me comí una silla negra.

Verla reír era mejor que cualquier confesión.

– ¿De verdad? No te creo. Estás mintiendo.

– No. Te lo juro. Es cierto. ¿De verdad te gustaría que me comiera tu pelota?

– ¿Entonces me la devuelves?

– Tal vez. Mira.

Saqué mi navaja e hice una pequeña incisión en la carnosa goma de la pelota. La pelota se arrugó en mis manos. Llevé la goma a mi boca y simulé que masticaba.

– ¡Oh, lo hiciste! Lo has hecho. Vamos a decírselo a la niñera.

– No. Ahora debes marcharte. Me volví de modo que no pudiese verme y escupí la goma en mi mano.

– Yo también quiero comerme la pelota.

– No, tienes que comprarte otra.

– ¿Se ha muerto, la pelota? ¿La has matado con tu cuchillo?

– No, la pelota la tengo dentro. Y tardará bastante tiempo en salir, de modo que, entretanto, debes comprarte otra. Pero tengo un regalo para ti.

Vi a la niñera, mirando ansiosamente hacia un lado y otro del camino.

– ¡Quiero verlo!

– Sí, es un rosario. Un buen cura me lo dio. Y ahora tú puedes rezar por tu pelota.

Lo puse en sus manos. Ella lo cogió, dudando, y después de mirarlo de cerca, sonrió.

– Creo que será como tener mi pelota.

– Adiós, pequeña.

– El rosario es negro -dijo en un tono enigmático.

– Adiós, pequeña.

Y la dejé, en medio del sendero, corriendo entre las flores.

CAPITULO V

Volví otra vez a verme con Jean-Jacques. El parecía comprender mejor que nadie lo que me preocupaba. Pero yo no lo impulsaba a interpretar mis sueños. Tenía su vida, que a mí me pareció muy apropiada para él. Yo tenía la mía. Para mantenerme atento sobre su influencia, empecé un libro de notas donde recordaba algunos de nuestros encuentros y conversaciones. A continuación transcribo algunas anotaciones.

«21 de mayo. Es la vitalidad de Jean-Jacques lo que más me atrae de él. Me dijo: "Odio los argumentos que ilustran la muerte del amor, el fracaso del talento, la mediocridad de la sociedad". Este rechazo de la monotonía es admirable. ¿Por qué, por ejemplo, hay tantas novelas acerca de los padres, los gigantes de nuestra infancia, que mutilan nuestros pies y nos lanzan, cojeando, al mundo? El está en lo cierto: el escritor puede celebrar o reírse, no debe contemplar ni lamentarse. Estoy releyendo sus dos primeras novelas y me parecen muy buenas, aunque quizá excesivamente elaboradas. La que trata del boxeador es especialmente buena. Ha hecho algo sublime con las agonías en la lona.»

«23 de mayo. No me extraña que Jean-Jacques sea tan prolífico. Escribe cinco o seis horas cada día y reescribe muy poco; aquel estilo barroco, me dijo, se lo dictaba él mismo en su primer borrador. Pero, ¿por qué nunca utiliza sus aventuras nocturnas como tema para una novela? No es por prudencia. Nunca he conocido a nadie tan poco preocupado por su reputación… Creo que entiendo esta reticencia tan poco característica en él. Al separar el día de la noche, sus actos no son irreconciliables. Su vida no está fragmentada porque él ha encontrado la costura en la pieza de tela, y la descose detenidamente, por eso, todos sus actos me parecen misteriosos y naturales… Yo tampoco quería que mi vida estuviera fragmentada. Pero no pretendía separar el día de la noche. "Tú quieres unificar", me dijo Jean-Jacques. "Yo practico las artes de la disociación."»

«13 de julio. Soy metódico, reservado, honesto. Jean-Jacques es pródigo, indiscreto, deshonesto. Este contraste es la base de nuestra amistad.»

«4 de agosto. Estoy con Jean-Jacques; me molestó al decirme que yo no soy un escritor. Le respondí que nunca había creído serlo. Pero sus razones para pensar esto de mí no son razones obvias. Tú no puedes escribir, dice, porque has nacido especialista, el tipo de persona que sólo puede hacer una cosa. Escribir no es lo tuyo. ¿Es soñar?, pregunté burlonamente. El no responde, sólo sonríe.»

Estas son algunas de las anotaciones de aquel período. A pesar de que sabía que durante la ausencia de Frau Anders no debía descuidar mis necesidades sexuales, los placeres del espectador llegaron a ser más interesantes para mí que los de actor. Si antes sólo estaba con Jean-Jacques durante la tarde, empecé ahora a acompañarlo en sus paseos nocturnos. Fue una primavera cálida y un verano voluptuoso.

Nos encontrábamos en su café favorito a la hora del aperitivo. El acababa de emerger de su régimen de escritor y me saludaba siempre con una mirada fría y distraída. Pronto comprendí que esto significaba tan sólo el lento retorno de su atención, desde las nubes de su retiro literario. Después del segundo vermut estaría ya conversando alegremente sobre antigüedades o sobre ópera, o yo lo llevaría al centro de mi última reflexión acerca de mis sueños.

Cuando sus energías ya habían retornado, dejábamos el café e íbamos a su hotel. Jean-Jacques estaba permanente y confortablemente instalado en una gran habitación, de amplias dimensiones, en el último piso. Durante un rato, solía sentarme en la cama y observarlo mientras se afeitaba y vestía. El era muy consciente del vestido, quizás porque se consideraba feo, enjuto y hasta un poco difícil de descubrir. «Tengo cara de accionista», le oí exclamar una vez ante su imagen reflejada en el espejo. La elección de su atuendo para la noche era tan meticulosamente considerada como si él fuera un actor maquillándose en su camerino, lo que en parte era cierto. A veces se sentía turbulento y se ponía un auténtico disfraz: el pañuelo rojo, la camisa rayada, y los ceñidos pantalones negros de un apache. Generalmente, la elección era más delicada: se trataba de la línea del pantalón; chaqueta de cuero o suéter con cuello de cisne, anillos, aire militar o dandy; las botas o zapatos puntiagudos.

Más tarde, cuando la fascinación de su vestimenta me era más familiar, acostumbraba a divertirme observando los objetos de su habitación. Jean-Jacques era coleccionista. En los estantes, en el suelo, debajo de la cama y en las esquinas de la habitación, tenía cajas con extraños tesoros. En una caja, había cientos de postales de fines de siglo, de bailarines de music-hall. Había archivos de recortes de diario sobre premios de boxeo y luchadores, fotos autografiadas de estrellas de cine e informes confidenciales de la policía (nunca pude saber cómo llegó a conseguirlos), sobre casos de robo a mano armada cometidos en la capital durante los últimos veinte años. En otras cajas se amontonaban corbatas postizas, abanicos, conchas marinas, plumas de adorno, joyería barata, piezas sueltas de ajedrez talladas en madera, pelucas… Me parecía que cada vez que iba a visitarlo, había instalado algo nuevo en su habitación -otro grabado de Epinal, un sombrero de boy-scout, un espejo art-nouveau en forma de serpiente, una lámpara con colgantes, una pieza de estatuaria fúnebre, un cartel de circo, una colección de marionetas representando a Barba Azul y sus ocho mujeres, una estera de lana blanca y verde con la forma y el dibujo de un billete de dólar americano. Cuando ya estaba harto de mirar y de tocar, él interpretaba viejas piezas para mí: el aria de una oscura ópera melodramática del siglo pasado, o una vieja java. Yo no compartía estos entusiasmos, ya que conocía el escrupuloso juicio que tenía Jean-Jacques para todas las artes; su amor por estos exagerados, triviales y vulgares artefactos era un misterio para mí. «Mi querido Hippolyte» me hubiera dicho, «nunca entenderás, pero cualquier día te lo explicaré, de todos modos.» No me considero una persona solemne, pero Jean-Jacques me ha hecho sentir así.

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