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– ¿Piensa realmente -dije por fin- que una confesión me librará de mis sueños?

No intentaba discutir con él acerca del valor de mis sueños. Pero pareció adivinar mi reserva interior.

– Yo creo -dijo, sin aparentar ninguna presunción- que tú estás poseído, si no por Dios, sí por el diablo. Has admitido libremente los perversos y arbitrarios impulsos que últimamente te han gobernado y los atribuyes a tus sueños. Pero, simplemente, no puedes hacerte responsable de tus sueños. ¿Y si te han sido enviados por el diablo? Es tu deber combatirlos y no abandonarte a ellos.

Como yo no le respondí inmediatamente, advertí que tomaba mi silencio como un buen presagio del éxito de su consejo.

– Todos los sueños -añadió amablemente- son mensajes espirituales.

– Quizás estos sueños son un mensaje -dije-, y así lo he pensado más de una vez. Pero creo que son un mensaje de una de mis partes hacia otra.

El Padre Trissotin movió su cabeza con un gesto desaprobatorio. Continué:

– ¿Cómo puedo atreverme a no contestar al remitente de estos mensajes con mi propio cuerpo? Digo con mi cuerpo, dado que los sueños están grosera, indecentemente preocupados por la suerte de mi cuerpo. ¿Cómo puedo atreverme a sustituirlo por un intermediario? Especialmente el que usted propone, un sacerdote, una persona educada en el arte de menospreciar el cuerpo.

– No creas en tu propia claridad -dijo-. El cuerpo es más misterioso de lo que tú piensas.

Volví a guardar silencio. Hubiera sido poco afortunado discutir con el Padre Trissotin acerca de estos temas; el desprecio vocacional de su propio cuerpo le inmunizaba contra compañías embarazosas. Aunque proselitizara en círculos íntimos y libertinos, como el de Frau Anders, o en la radio a la masa de compatriotas (la mayoría de los cuales se preocupaban mucho más por el resultado de la carrera anual de bicicletas que por la salvación de sus almas) nunca arriesgaba nada. Siempre hablaba a través del infranqueable foso de su propia castidad.

– Te ha sido enviado un mensaje que no puedes comprender -continuó, con maravillosa confidencia-. Si fueras analfabeto, no dudarías en buscar un escriba que llevase tu correspondencia.

– Ah -respondí-, en tal caso, aún sería yo quien dictara las cartas. Pero cuando acepto el consejo de los sacerdotes, acepto una carta hecha. Y mientras admito que mis sueños pueden no ser tan originales como me parecen, no puedo desprenderme de la idea de que una respuesta diferente, sólo mía, se espera de mí.

Ante esto, el Padre Trissotin me miró con pena, y dijo:

– Eres un ingenuo. El campesino analfabeto nunca sabe si el escriba realmente escribe las palabras tal como le son dictadas. A menudo ocurre que el escriba piensa que él sabe mejor que su cliente lo que debe poner. Después de todo, él tiene mayor experiencia en anticipar las reacciones de los que leen las cartas. -Y continuó-: Tú eres precisamente ese analfabeto en transacciones espirituales, y el sacerdote el escriba con experiencia. Todas las cartas son cartas acabadas, ¿no es cierto? Cartas de esperanza, de amor, de desesperación, de hipócrita solicitud… ¿Por qué no buscar la forma acabada más conveniente que tu mensaje pueda tomar, ya que tu propósito no es sólo ser entendido sino también tener o producir un cierto efecto en la persona que recibe tu carta?

– Quizás -repliqué-, yo no quiero producir ninguna clase de efecto. -No pude contenerme a mí mismo, no pude dejar de contárselo-. Usted supone, Padre, que yo deseo librarme a mí mismo de mis sueños, y me recomienda para eso que acuda al confesionario. Pero, ¡no! Lo que yo quiero, si es que quiero algo, es librar a mis sueños de mí.

Parecía casi derrotado por mi obstinación, ya que dejó caer, con acento turbado, una respuesta muy impersonal:

– Dios te ha dado tu alma para que la salves.

Yo no iba a permitirle esta evasión.

– Padre, déjeme continuar con mi explicación -dije, dirigiendo mis pasos hacia un banco próximo a la fuente. Nos sentamos en lúgubre silencio, a modo de tregua, y observamos cómo jugaban los niños. Entonces me levanté y dije-: Lo que quiero decir es esto. Veo la confesión como un dudoso medio de responder a un mensaje que viene de mí mismo. Es emprender el camino más largo, como salir por la puerta principal hacia la carretera para alcanzar la puerta trasera. O ir al aeropuerto, y alquilar un avión para viajar del ático al sótano. -Parecía disgustado, pero yo continué-: No es la distancia, compréndame, lo que objeto a estas maniobras. Ya que en una casa raramente proyectada la puerta delantera puede estar muy lejos de la trasera, el ático del sótano. ¿Pero por qué salir fuera de la casa?

Escuchando mis propias palabras, dudé de mi habilidad para convencer al Padre Trissotin, pues he observado que el camino más directo para una persona, parece intolerablemente complicado a otra.

– Elegir a un sacerdote para responder a mi propio mensaje, me parece… -me detuve, temiendo ser poco delicado-, me recuerda, si me permite la franqueza, Padre, me recuerda las poco racionales convenciones sobre la sexualidad. Quiero decir -concluí secamente- que no puedo realmente comprender la razón por la que haya que recurrir a una mujer para obtener un placer tan intenso y puro como el que puedo lograr por mí mismo.

Con mi última reflexión, quedó visiblemente impresionado y sugirió una entrevista con su obispo o con alguien de la radio, no recuerdo bien. La tarde casi había transcurrido, pero me quedé un tiempo más sentado en el parque, pensando en nuestra conversación.

Quizás debería explicar algunos de mis anteriores encuentros en el parque con el Padre Trissotin, pero éste me parece el más interesante porque es el menos doctrinal. En las primeras sesiones, el Padre Trissotin suponía que yo necesitaba instrucción teológica y había expuesto las penas y las glorias de la Iglesia. Hasta me había dado un rosario, que yo siempre llevaba conmigo cuando teníamos una cita, pero que en otras circunstancias guardaba en un cajón con mis gemelos. A pesar de mi buena voluntad, no había conseguido escuchar con toda mi paciencia al Padre Trissotin. Yo no creía en su «forma acabada» ni podía entender cómo podía él creer en ella. ¿Qué forma? La proliferación de religiones a lo ancho y largo de la tierra me irrita. ¿Cómo puede uno venerar a la divinidad en tantas posturas? Mientras Buda se apoya sobre su codo, Cristo extiende sus brazos en la cruz. Se anulan uno a otro.

Mientras en mi mente luchaban estos pensamientos, observaba a una niña jugar con una gran pelota de goma. Desde que dejé de ser niño he disfrutado siempre de su compañía. Sentía como si hablar con un niño me reanimase, y ya que ésta era la que tenía más cerca, empecé a observar sus movimientos con mayor atención. Cuando la pelota de la niña rodó alejándose un buen trecho de su niñera y la niña corrió tras ella, me levanté y la seguí. Espero no insultar la sensibilidad de mi lector al reafirmar la pureza de mis intenciones, ya que de hecho no sabía ni lo que le iba a decir ni lo que pensaba hacer con ella.

Era una hermosa niña, con vestido rosa, de unos cuatro años de edad. Anduve tras ella para poder observar cómo corría. Cuando alcanzó la pelota, la estrechó en sus brazos y le habló. Pero otra vez se deslizó de sus pequeños brazos y siguió rodando. Esta vez me adelanté y cogí yo la pelota.

– ¡Es mía!

– Ya lo sé -repliqué-. ¿Qué piensas que voy a hacer con ella?

– ¿Devolvérmela? -dijo, dudando.

– No llores, pequeña. Por supuesto que te la devolveré. ¿Pero qué supones que voy a hacer antes?

– Comértela.

– ¿Y después?

Se sonrió. Yo estaba encantado. Me hubiera gustado lanzar al aire, de manera que llegaran hasta ella, como una pelota, todas mis fantasías y oírlas rebotar otra vez en mí, con su acento infantil. Pero no quería que ella me quitase de las manos la pelota, como estaba intentando.

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