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CAPITULO XV

Jean-Jacques había cambiado, era indudable. Ignoro si fue la fama, la edad madura o la estabilidad financiera lo que mudó su carácter. De todos modos, adquirió un aspecto decididamente blando y complaciente para mí.

Su condescendencia se tradujo incluso en cargos políticos graves de colaboración con el enemigo que, por lo que se rumoreaba, podían volverse contra él. Creía que la selección de su última novela para uno de los más prestigiosos premios literarios anuales, cuyo jurado agrupaba a algunos veteranos de la resistencia, le ayudaría mucho a limpiar su nombre. Pero las acusaciones continuaban rumoreándose y Jean-Jacques fue dos veces a la jefatura de policía, para contestar unos interrogatorios vagos y confusos, un estigma vergonzoso.

Las noticias sobre las dificultades de Jean-Jacques me llevaron a reanudar mi relación con él. Hasta algunos meses después de la muerte de mi esposa, no podía soportar la idea de verlo. No podía dejar de considerarlo parcialmente culpable de los desafortunados sucesos de aquella noche fatal, y el hecho de que no hiciera ningún esfuerzo para verme, después del entierro, confirmaba la infeliz revelación de su actitud hacia mí. Pero al enterarme de que podía encontrarse en serio peligro, decidí llamarlo, y nuestra amistad se reanudó de manera fría y cautelosa. Solíamos encontrarnos en su habitación o en la mía, o en algún restaurante para comer o cenar. Jean-Jacques había cambiado tanto, que raramente pasaba un momento en los cafés, excepto cuando debía encontrarse con algún traductor o un joven escritor con quien previamente había convenido la cita.

También sus hábitos habían cambiado. La edad volvía agriamente impropias e inconvenientes sus salidas nocturnas, que practicara antiguamente. Sin embargo, no debí suponer que Jean-Jacques había abandonado sus hábitos galantes y promiscuos. Imaginen entonces mi aturdimiento cuando, una noche que nos reunimos para cenar, me dijo que, aproximadamente un año después de la muerte de mi esposa, se había enamorado, y que por primera vez en su vida había aceptado que alguien viviera con él. Describió al objeto de sus afecciones, un joven griego, estudiante de teología, con un ardor tal, que no podía dejar de convencerme del cambio que esto suponía en él. Poco después me presentó al joven, que me pareció más frío que encantador. Dimitri tenía el pelo ensortijado y negro, llevaba gafas y hablaba mucho de su madre y de un confuso cisma en la Iglesia Ortodoxa, sobre el que estaba escribiendo su tesis. ¡Una oportunidad inigualable para Jean-Jacques! No me sorprendió saber después que había abandonado a Jean-Jacques, aunque sí que mi amigo estuviera tan abatido.

Debo admitir que ni la enfermedad amorosa de Jean-Jacques, ni su nuevo estilo de respetabilidad, me conmovieron. Sentía gran rencor hacia él, por su complicidad en la muerte de mi esposa, aunque no podía culparlo de nada en particular. ¿Qué había hecho aquella noche, sino mostrarse entretenido, justamente para lo que yo lo había invitado? Continuaba siendo todavía bastante amable, aunque sus chistes eran menos frecuentes y parecía menos predispuesto a escuchar los sucesos de mi último sueño.

He aquí la última conversación, o, mejor, dos conversaciones con Jean-Jacques, que tuvieron lugar dieciocho meses después de la muerte de mi esposa. Escribí en mi diario:

«Diciembre, 5. Hoy, mientras caminaba buscando a Jean-Jacques, esperaba un acto completo, pues nuestros últimos encuentros han quedado inconclusos.

»Pensé en la violencia, pues no podía existir una conclusión satisfactoria a una discusión con él. Me gana siempre por palabras.

»Pensé en la traición. Podía ir a la policía y denunciarlo por sus aventuras en el mercado negro, por el asunto del coronel de la SS y por otras muchas cosas que él, despreocupadamente, me había contado. Deseaba ser capaz de un acto así. Pero dudaba que fuera beneficioso para Jean-Jacques encontrarse encerrado en una celda.

»Ojalá existiera todavía en nuestro país aquella venerable y feliz costumbre, el duelo, como medio satisfactorio de zanjar una disputa o, simplemente, un sentimiento de descontento entre dos hombres de honor que no se odian. Mientras caminaba, iba imaginando este duelo, pero no podía encontrar el arma -¿sable?, ¿pistola?, ¿cuchillo?, ¿navaja?- adecuado para nosotros. Nuestras armas habían sido siempre las palabras, que me herían mucho más a mí que a él. Por ejemplo, en el duelo que sigue, que tuvo lugar en mi mente, era yo quien empezaba:

Ataque

Yo: No tomo en serio tus sentimientos.

Jean-Jacques: Son demasiado complicados para eso.

Yo: Eres vanidoso.

Jean-Jacques: Soy homosexual y escritor, las dos cosas profesionalmente aceptadas y queridas.

Yo: Pero te limitas a representar la parte de homosexual.

Jean-Jacques: La diferencia es sutil, pero no importante.

Yo: Eres un turista de las sensaciones.

Jean-Jacques: Es mejor un turista que un taxidermista.

Lancé una mirada de triunfo sobre mi adversario, pues estaba satisfecho de mi representación. Pero Jean-Jacques no se limitó a defenderse. Procedió a atacarme.

Contra-Ataque

Yo: Edificas tan alto que la base de esta estructura tan inestable y caprichosa está destinada a desmoronarse.

Jean-Jacques: Tú, construyes tan bajo.

Yo: Eres un chismoso.

Jean-Jacques: Tu pasión es coleccionar consejos y reprobaciones.

Yo: Eres un villano.

Jean-Jacques: Y tú un impotente adorador de villanos.

Yo: Eres un frívolo.

Jean-Jacques: Has empezado a hartarme.

En este momento, duramente herido, me retiré del imaginario campo del honor. Como ya sabía, el duelo verbal no suele tener desenlace. Sólo la violencia física o un acto de inmerecida generosidad pueden tener término. Hoy mis sentimientos eran demasiado flexibles para arriesgarme a un encuentro más directo. Mientras el duelo verbal concluía en mi imaginación, pasé frente a una oficina de correos. Me detuve para enviar un pneumatique a Jean-Jacques, diciéndole que me era imposible verlo aquel día, y pasé toda la tarde en un club de ajedrez.»

Al final de aquel día, recuerdo, las heridas, que después de todo me había infligido yo mismo, habían cicatrizado. El bienvenido espíritu de objetividad había tomado posesión de mí y podía observar el transcurso de los hechos sin dolor. Observé que lo interesante de esta imaginaria conversación era que ambos interlocutores dijeran la verdad. Las armas de ambos estaban bien afiladas y dirigidas. Sabía que ya no era capaz de divertir a Jean-Jacques, probablemente desde que me casé, una decisión que él fue incapaz de comprender. Jean-Jacques no apreciaba los climas sutiles y la revolución de mi vida; para él, era como si yo hubiera emprendido viaje en una trilladora y, desde su punto de vista, esta descripción era correcta. Mis golpes, sin embargo, eran igualmente justos. Es cierto que él se manifestaba frívolo, vanidoso, infiel y homosexual principalmente por lealtad al espíritu de exageración. Juntos nos habíamos convertido en el más desigual par de amigos.

La próxima vez que nos vimos, yo fui a buscarlo a su habitación. Jean-Jacques estaba delante de su escritorio, bañando sus pies en una jofaina de agua caliente y recortando fotografías de una revista deportiva con una hoja de afeitar. Parecía aburrido y me saludó distraídamente. Mi rencor se había desvanecido y recordaba entonces mi viejo afecto por él. Pero el impulso de violencia que yo había ahogado, era contagioso. Observé que él deseaba acusarme.

– ¿Por qué no hablas? -dije.

Su aspecto era abatido. Creí que estaba resfriado.

– ¿Por qué debo hablar? -replicó agriamente-. Tú puedes hablar sin mí.

– Pero esta mañana no tengo nada que decir. Creo que me he decidido a hacer algo.

– No te creo -dijo, sonándose con fuerza y contemplando largo rato su pañuelo.

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