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– ¿Cómo pasas tus mañanas?

– Escribiendo cartas. Rompiéndolas. Orinando en mi orinal. Decidiendo dejarme el bigote.

– Vamos, vamos -dije, divertido con este nuevo y curioso aspecto de Jean-Jacques, que antes nunca había conocido.

– Te diré de qué se trata. ¿Por qué no? Tú eres el héroe de la obra, una comedia, en la que he estado trabajando durante más de un año -dijo-. Junto con otras cosas, por supuesto. Esta mañana he dejado la obra. No puedo competir con tu naturaleza.

– Quizá lo que no puedes es escribir piezas de teatro.

– ¡Eso no! Mi talento está intacto. Se trata del tema -me dijo Jean-Jacques-. Tú eres un gran fragmento cómico.

– ¿Por qué un fragmento?

– Porque ninguna vida te ha completado -explicó-. Eres un personaje sin historia. Eres un objet trouvé autofabricado. Eres tu propia idea, pensada por ti mismo. -Volvió a sonar sus narices-. Salvo que tu carácter se complete a sí mismo en estos sueños de los que siempre hablas.

– No -respondí confusamente-, mis sueños me anulan.

– ¡Y tu forma de analizarte! -dijo, agudamente-. No tengo ninguna objeción contra alguien que pasa su vida frente a un espejo; yo mismo paso muchos ratos frente al mío. Pero no puedo aprobar la timidez de tu propia contemplación. Estás enamorado de tus sueños, pero no los posees. En lugar de esto te anulas, hurgando tu propia vida soñolienta, llorando sobre su cuna, deplorándola, temiéndola, anhelándola perpetuamente.

– No -dije-, no me reconozco en tu descripción. Excepto por un detalle. El hombre enamorado de la idea de sí mismo está buscando continuamente héroes ante quienes inclinarse, humillarse, ya que oscila entre la autoestimación y la autocondenación. Para mí este héroe has sido tú. Sin embargo, yo he renunciado a ti.

– Bien, bien -sonrió Jean-Jacques-. ¿Esto es una declaración de independencia? ¿Mi objet trouvé baja de mi pedestal?

– Tus palabras no me hieren. Seamos amigos.

– Ahora que la guerra ha terminado y aquellos encarnizados brutos, nuestros enemigos, se han retirado, quiero dejar la ciudad por un tiempo. -Me miró-. Estoy cansado.

Comprendía que la verdadera razón de su deseo de abandonar la ciudad era la esperanza de que, entre tanto, los rumores peligrosos e indeseables y las sospechas se desvanecieran. Sin embargo, tomé seriamente su observación, sabiendo que Jean-Jacques, al estar tan lleno de contradicciones, no podía expresar una verdad total sobre sus propios sentimientos, aun cuando lo pretendiera. Empecé a explicarle lo inútil que era aburrirse, pero él agitó su mano en señal de impaciencia.

– Tengo que pedirte dinero, viejo Mecenas -dijo-. Mi vocación de escritor me llama al campo. -Esbozó una pequeña mueca-. Tú conoces mis habituales fuentes de ingresos. En el viaje, cesarán. No me considero capaz de seducir a aquellos granjeros de pesadas botas ni de robar en las alcancías de las iglesias.

¡Otra mentira! Sabía que esto no era cierto. Además de la pequeña cantidad de dinero que yo había depositado en su cuenta algunos años atrás, él había obtenido algún dinero con sus libros, y fuentes de ingreso como la prostitución o el robo, que practicó años antes de conocerme, hacía ya tiempo no las practicaba.

– ¿Por qué debo darte dinero? -dije, molesto por su decidida forma de dar por establecida mi buena disposición.

– ¿Y por qué no ibas a hacerlo, mi pequeño soñador?

– No te muestres afectuoso conmigo. No te corresponde.

– No puedo contenerme, porque estamos a punto de despedirnos por un largo período.

– Si te dejo ese dinero, ¿estarás menos áspero? ¿Serás honesto conmigo desde ahora, aunque no volvamos a vernos? ¿Habremos saldado finalmente nuestras cuentas?

– Sí -respondió con gravedad-. ¿Por qué crees que sigo siendo amistoso contigo?

– Entonces te daré el dinero. ¿Dónde vas a ir?

Retiró sus pies de la jofaina y comenzó a secarlos.

– Necesito sentirme peregrino -repuso-. Estoy pensando en un lugar cercano a la famosa gruta del sur, donde los cojos van a deshacerse de sus muletas y los tuberculosos se arrodillan al sol para blanquear sus pulmones.

Se puso los zapatos, después el abrigo y me tomó del brazo. Nos dirigimos a la puerta.

– Me apena que tengamos que separarnos -dije.

– Tú ya no me necesitas -replicó lánguidamente.

Nos encaminamos hacia mi banco. Hice gestiones para transferir una razonable suma de dinero a Jean-Jacques en forma de carta de crédito. Después de comprar un billete de tren y algunas maletas, lo acompañé a su apartamento para ayudarlo a preparar su equipaje. No lo vi partir cuando, dos días más tarde, dejó la ciudad.

Me sentí contento cuando Jean-Jacques se fue, aunque sabía que eso no suponía el fin de nuestra amistad.

Ah, qué invierno más sombrío aquél. Terriblemente frío, escaso de alimentos, con misteriosos incendios y robos en el vecindario en que vivía, viejos amigos que desaparecían y reaparición de quienes ya habían sido confirmados como muertos. Me sentí enfermo y permanecí en cama durante varios meses, saboreando toda la voluptuosidad de mi enfermedad. Fue entonces cuando volví por entero a la contemplación de mis sueños.

Durante los cuatro años de mi matrimonio y los dos que siguieron a la muerte de mi esposa, se habían producido varios sueños nuevos, con interesantes variaciones, segundas, terceras y cuartas ediciones de cada uno. Recuerdo particularmente el «sueño del cojín rojo», «el sueño de la ventana rota», «el sueño de los zapatos pesados», «el sueño del arsenal». El hombre del bañador negro aparecía ocasionalmente para aconsejarme o reprobarme, o haciendo peticiones arbitrarias para mi limitada capacidad física.

El primero de ellos, el «sueño del cojín rojo» fue un sueño tranquilo y pacífico. Yo me presentaba ante un juez que me sentenciaba a supervisar una prisión de delincuentes juveniles. Mi administración fue primordialmente humana. Me sentaba en una silla giratoria, en el centro del patio, recostándome sobre un cojín rojo, y cumplía sistemáticamente mi cometido. La silla, de mi propia invención, se movía muy lentamente. Ocurrían demasiadas cosas a mi espalda, de las que era consciente sólo a medias. Pero mientras los jóvenes no se comportaran violentamente, prefería no intervenir.

En «el sueño de la ventana rota», yo actuaba en una película, desempeñando el papel de un ama de casa. El director me explicó en detalle la parte que me correspondía representar y me advirtió que no dijese ni una palabra más de las necesarias. Yo barría el suelo, limpiaba los muebles, quitaba el polvo a los libros y sacaba la cera depositada en el interior de los candelabros. Pueden imaginar mi disgusto cuando, inadvertidamente, en el curso de mis labores, rompí uno de los paneles de las ventanas y fue necesario volver a rodar toda la escena.

En «el sueño de los zapatos pesados», caminaba buscando a Jean-Jacques, que había sido sorprendido en un acto indecente con un tonto del pueblo y había abandonado el lugar. Recuerdo los hombros redondeados y las rodillas sucias del idiota, los viejos pantalones color café que vestía, sus sucios calzoncillos, y, particularmente, los pesados zapatos de piel, varias medidas mayores de los que en realidad le correspondían, con los que paseaba a lo largo del sueño. Declaré ante las autoridades a favor de Jean-Jacques y fue absuelto.

En «el sueño del arsenal», estaba dedicado a preparar una enorme bomba que debía ser lanzada sobre el enemigo. El hombre del bañador negro llegó para examinar los adelantos de mi trabajo, e indicó que habíamos construido un reflector, en lugar de una bomba Afirmó que una tarea mal ejecutada podía apreciarse a cierta distancia, y que la sospecha de nuestras acciones irresponsables lo había traído aquí desde su cuartel, a muchos kilómetros de distancia.

El tema de mis sueños era con frecuencia el crimen y el castigo. Supongo que me castigaba a mí mismo por el juicio que la sociedad, sin duda superficialmente, no me había impuesto. Una vez, más de una vez, yo había hecho mal alguna cosa. Pero me había equivocado al no proveerme de un centro de fuerza contra la que los demás pudieran reaccionar. Mi vida cotidiana había perdido peso y mis sueños seguían burlándose de mí con sus descripciones de esfuerzos metódicos e inútiles. La serenidad que había elegido felizmente para mi vida, aparecía en mis sueños envuelta en la insalubre luz de la perplejidad, la dependencia, el desorden, la pasividad.

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