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Frau Anders regresó a la mañana siguiente. Trajo cosas de la tienda, acompañada de un tal Zulú, a quien introdujo como su masajista, y de una joven de piel oscura y cabeza afeitada que presentó como su secretaria particular. A ellos y al carpintero que los acompañaba dio instrucciones para amueblar y reparar la casa. A mí me dio una semana para encontrar un nuevo lugar donde vivir.

Tuvimos otra interesante conversación, y Frau Anders disipó todas mis sospechas de que fuera por razones de venganza que me obligaba a desalojar la casa. De la misma manera que en otro tiempo yo había obrado con ella con cierta libertad, disponiendo para su propio provecho, ahora ella, dijo, haría igual conmigo, para mi propio provecho. Tanto como yo, entonces, estaba en lo cierto, lo estaba ella ahora.

No estaba enteramente convencido de que ella estuviera en lo cierto, pero confié en su sinceridad. Lo único que me contuvo fue que hablara de amor, presentándolo como motivo, amor hacia ella y amor hacia mí.

– He aprendido a amarme a mí misma, Hippolyte -dijo-. Amo mi maquillada, débil y arrugada carne, mis flácidos pechos, mis pies venosos, el olor de mis axilas. Cada vez que me miro al espejo no puedo decirte lo feliz que me siento de que alguien me mire sonriendo, y de que ese alguien sea yo. Quiero abrazar a todo el mundo, hasta a los mendigos y los maestros de escuela. Me quiero tanto a mí misma, que hasta te amo a ti. A ti, extraño hombre quebradizo.

– No vivirás siempre -murmuré, fastidiado.

– Espera -dijo-. ¿Quién puede decirlo? Me siento más joven que nunca. Moriré siendo niña, lo cual no es morir del todo.

Esto no era el amor a sí mismo, como yo lo entendía. No, no comprendía sus motivos, pero sabía que era sincera. Esto me ayudó a resignarme a su intervención en mi vida. Y además: utilizaría la casa mejor que yo. Estaba hecha para ella. Ella siempre había sido una persona más mundana que yo; su retiro estaría, por consiguiente, mucho más poblado que el mío, y necesitaría mayores espacios donde vivir.

CAPITULO XVII

Voilá que j'ai touché Vautomne des idees.

Vivo ahora en aposentos más modestos. Ya no necesito la gran cantidad de habitaciones de que disponía en la casa de la que ni fui desalojado, ni dejé voluntariamente. Han pasado ya varios años desde que abandoné la casa a la amiga de mi juventud -confío haberle hecho tanto bien como ella me ha hecho a mí- para trasladarme a donde vivo desde entonces, llevando la vida que describí al principio de este relato.

Ocasionalmente, recibo la visita de algún amigo. No salgo casi nunca de casa. Sin embargo, no soy ajeno a la vida que me rodea, ni me siento incapaz de aconsejar correctamente a los demás. La siguiente anécdota ilustrará el cambio que se ha producido en mí, mostrando también que mi reclusión no es tan completa como el lector podría suponer, y que no he dejado de estar en contacto con los principales acontecimientos de nuestro tiempo.

El jueves pasado salí, como acostumbro, a comprar la cena. Compré un salmón; al regresar a casa abrí el diario en que venía envuelto el pescado, y vi en él una fotografía de Jean-Jacques. Mi amigo había sido elegido para la Académie, nada menos; ¡era uno de los inmortales! El artículo que acompañaba a su fotografía hablaba de las controversias que se habían producido en su difícil elección para la Académie. Algunos miembros se habían opuesto por su dudoso pasado político y hasta se insistió acerca de los cargos de colaboración que le habían sido superficialmente atribuidos después de la guerra -momentos antes de que él, prudentemente, trasladara su residencia al sur. Pero estas voces fueron acalladas por otras que alababan la austeridad de su vida, la versatilidad de sus múltiples facetas y el coraje incomprometido de su arte. ¡De tales elementos se compone la inmortalidad literaria en nuestros tiempos!

Pasé largo rato mirando su fotografía en el diario. Aparecía con el pelo encanecido, bien vestido y con los ojos saltones. Confieso que apenas pude reconocerlo. Esto no quiere decir que no seamos todavía amigos. Lo había visto un año antes, en una fiesta ofrecida por sus editores, a la que me rogó asistiera. Pero sé que cuando lo veo personalmente, lo hago con los ojos del pasado. Sólo en una fotografía puedo verlo tal como es actualmente. Y mientras observaba su fotografía, me preguntaba a mí mismo, ¿dónde está? El gran fanfarrón, el encantador embustero, el amigo inconstante, el figurón sin principios que me divertía y me hacía tambalear en los días de mi juventud, el frívolo Virgilio que me observaba mientras yo descendía al infierno de mis sueños. El se ha marchado; envejecido, transformado por la gran mirada del ojo público, helado. Ahora es muy famoso. Todo el mundo ríe de sus burlas, no puede ofender a nadie. Sus actos se han transformado en posturas, no por su propia voluntad, hasta en la intimidad de su vida privada.

Sospecho que cuando nos volvamos a ver tampoco él me reconocerá, porque yo no he cambiado menos. Pero yo y sólo yo he producido este cambio en mí, un cambio mucho más profundo que cualquier otro posible, conseguido a través de la mera consecución de la ambición propia. Los grandes milagros del cambio se alcanzan restringiendo las propias ambiciones, tal como aprendí en la casa de Frau Anders. Hay un método mejor para convertir el infierno en paraíso que subir pesadamente la cuesta. También puede descenderse, descenderse hasta la boca del diablo, pasando junto a los lacerados cuerpos de los traidores, a través de la garganta, y penetrando en los mismos intestinos del demonio. El ano del diablo es la puerta trasera hacia el paraíso, si se me permite esta indelicadeza. En casa de Frau Anders yo me encontraba en el ano del diablo, un estrecho rincón, a pesar de la aparente extensión de mi residencia. Pero uno se habitúa fácilmente a una dieta de excrementos, a no quejarse y a estar quieto. Los resultados fueron considerables, como ya he señalado varias veces en este libro. Abandoné aquella casa -aun cuando mi salida me parezca sucesivamente un rescate y una cruel expulsión- siendo un hombre nuevo, limpio y purgado de mis sueños.

Ahora estoy en una posición que me permite otra vez ayudar a los demás, aunque de una forma completamente diferente a la anterior, pues ya no estoy interesado en la parte interior del hombre, sino, únicamente, en el hombre externo. Dedico dos días a la semana, como voluntario sin sueldo, a un hospital de pobres, haciendo el trabajo de ordenanza y de enfermero. No me duele no haber adoptado nunca una profesión, sin embargo me reprocho haber seguido un comportamiento tan egoísta durante mi juventud. Mi trabajo en el hospital me permite sentir que estoy haciendo algo como compensación a mi vieja ociosidad. Por supuesto, si lo comparamos con el tipo de trabajo desarrollado normalmente por enfermeras profesionales, el cometido de un enfermero es menos sentimental, más burocrático y, en algunas ocasiones, equiparable al de un conserje o portero. Es un buen trabajo, que requiere una equilibrada mezcla de imaginación, cuando se conversa con los enfermos, y una rutina completamente monótona, cuando se debe atender sus cuerpos. Afortunadamente, ha habido pocas quejas de mi conducta, pues los pacientes, por ser pobres, disfrutan realmente su enfermedad, estirados en cálidas camas, cuidados, limpios y alimentados.

Una vez hasta tuve el placer de encontrarme, fuera del hospital, a uno de los enfermos, que yo había atendido durante un ataque pulmonar, mientras se divertía alegremente, por sus propios medios, en una de las piscinas públicas de la ciudad. Tenía aspecto poco común; era un tullido. Imaginen un bañista cuyas piernas son más delgadas que sus brazos, y cuyo cuello, del que cuelga una delicada cadena de plata con una cruz, es más grueso que su cabeza. Inserta en esta enorme cabeza, había una cara de luchador, el pelo muy corto y tupido, frente angosta y carnosa, nariz aplastada, labios gruesos y amplias mandíbulas. Del cuello salían grandes alas en forma de hombros; dos conchas convexas marcaban sus pechos y gruesos árboles ocupaban el lugar de los brazos. Su piel era fina, discretamente velluda y muy tostada. Llevaba un breve y ajustado bañador sobre sus pequeñas caderas, que revelaba el diminuto bulto entre sus muslos, que tendría que ser mucho mayor. Sus piernas parecían finas cuerdas donde apenas se advertían rodillas y tobillos. Podía doblar su pierna izquierda, pero la derecha permanecía completamente inmóvil, doblada suavemente hacia adentro, a la altura de la rodilla, y hacia afuera en la proximidad del pie. Sus pies no eran mayores que sus manos, que no eran tampoco excesivamente grandes, y carecía de movimiento en ambos tobillos.

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