Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Pensé tiernamente en Frau Anders.

– No, pequeño Hippolyte, tú no decides nada. Tú persistes atrozmente en tus sueños. Dejas que influyan en tus actos, sólo porque has decidido ser el-hombre-que-sueña. Eres como el hombre que descubre un tronco en su camino y, en lugar de apartarlo, llama a una compañía constructora para que ensanche el camino. Vas a tropezar -dijo a mis espaldas, mientras me alejaba.

CAPITULO VI

«No», me dije a mí mismo un día. «Es muy claro, todavía no he terminado con Frau Anders. Estoy esperándola.»

Extrañamente irritable, Frau Anders regresó de acompañar a su marido en el viaje de negocios que por fin se convirtió en una vuelta al mundo y su segunda luna de miel. Nunca la había conocido bajo este aspecto. «Qué muerto está el mundo», gritó, «¡qué insípida es la gente! Yo tan alegre, tenía tantos deseos de vivir… Ahora apenas puedo levantar la cabeza de la almohada por las mañanas.» Insistí para que viviera conmigo, para que abandonara a su marido y su dinero, su hija y su salón.

Ella asintió, quizás debido a la intensa compañía de su marido, con quien había compartido muy poco tiempo en los últimos años. Frau Anders quería una última entrevista con él para acusarlo de conducirla, con su negligencia, a varios adulterios, pero evité el melodrama. Al principio fue difícil disuadirla, pero me hice fuerte en mi propósito, ya que, si debíamos vivir juntos, era necesario que afirmase mi autoridad desde el principio. Eventualmente, y no sin sorpresa para mí -ella era por naturaleza una mujer imperiosa-, también accedió en este aspecto.

Esperó a que su marido volviera a marcharse. Dijo a su hija que iba a visitar a un familiar en su país natal. Nuestra salida de la ciudad fue clandestina. Nadie, excepto Jean-Jacques, supo que yo la acompañaba.

Cuando empezamos a viajar, observé que mi compañera tenía una ilimitada capacidad de aburrimiento. Requería entretenimiento permanente y visitaba las ciudades como si se tratara de servilletas de papel que una vez usadas se tiran al cesto. Su apetito por lo exótico era insaciable, ya que su único propósito era devorar y seguir adelante. Hice cuanto estuvo a mi alcance para distraerla, y al mismo tiempo, trabajaba para remodelar su idea acerca de nuestras relaciones. Antes de su viaje, yo me había sentido, como dije, extremadamente frustrado. Frau Anders no entendió nuestro vínculo, ni tampoco mis sentimientos. Yo sabía que nuestras relaciones eran mucho más serias de lo que ella suponía -y lamenté no ser capaz de complacerla, cuando no me hubiera costado nada, sino la verdad, un fácil trofeo. Debió observar mi falta de interés romántico en ella, pero deseaba que advirtiera también cuan profunda, aunque impersonalmente, la apreciaba como encarnación de mi apasionada relación con mis sueños. A través de las voluntarias escenificaciones de mis sueños, ella me ha atraído sexualmente como antes ninguna otra, y como, posiblemente, ninguna podrá conseguirlo.

Después de algunos meses de agitado y costoso viaje, Frau Anders estaba suficientemente serena y confidente como para descansar por un tiempo. Nos afincamos en una pequeña isla, y pasaba los días junto a las barcas, hablando con los pescadores y los buscadores de esponjas y nadando en el cálido mar azul. Soy muy aficionado a los isleños, que poseen una dignidad que los habitantes de las ciudades han perdido, y un espíritu cosmopolita que los campesinos nunca podrán alcanzar. Hacia el atardecer regresaba a la casa que habíamos alquilado, para tomar el sol que caía con mi pareja. Al anochecer nos sentábamos junto al muelle, en uno de los tres cafés de la isla, bebiendo ajenjo y conversando con los otros residentes extranjeros sobre el esplendor de los yates visitantes. A veces un policía, abrigado con su capa y luciendo gorra de visera, se paseaba ostentosamente y la conversación de los extranjeros se detenía para admirar su vanidad. Mis sentidos se aguzaron sensiblemente en la isla con este flexible régimen de sol, agua, sexo y vacua conversación. Mi paladar, por ejemplo: la cena empapada en aceite de oliva y ajo trinchado llegó a tener un gusto y un olor exquisitamente variados. Y también mi oído. Cuando a las diez de la noche, la electricidad de la isla era cortada y se encendían las lámparas de queroseno, podía distinguir, a una distancia de muchas millas, los sonidos de diferentes campanas. Desde el pesado cascabel que llevaba el burro, hasta el estridente sonido del cencerro de la cabra. A medianoche, cuando el último toque de campana del monasterio situado en la colina, a espaldas de la ciudad, se dejaba oír, nos retirábamos.

Lejos de la ingeniosa conversación con sus huéspedes de la ciudad, y descubriendo (resistidamente) mi propia necesidad de soledad, Frau Anders se aburría abiertamente. Sugerí que tratara de meditar, ahora que había silencio. La idea pareció reanimar su espíritu. Pero, pocos días después, me confesó que sus esfuerzos no le proporcionaban ningún fruto y me pidió que la dejara escribir. De mala gana, accedí. Digo de mala gana, porque tenía poca confianza en la mente de Frau Anders y consideraba que sus mejores cualidades -su dulzura e insistencia -florecían únicamente porque habían escapado a su propio conocimiento. Temí que el esfuerzo de asumir la identidad de escritor pudiera privarla del escaso realismo del que disponía. «Poesía no», dije, firmemente. «Por supuesto que no», replicó, ofendida por mi insinuación. «Sólo la filosofía despierta mi interés.» Se decidió a comunicar sus intimidades al mundo en forma de cartas a su hija, que, a nuestra partida, había abandonado al anciano director de orquesta por el nada más que maduro doctor.

«Querida Lucrecia», suspiraba en la terraza, mientras tomábamos baños de sol. Esta era la señal de que sus esfuerzos epistolares estaban a punto de reanudarse. Entraba en la casa y tomaba su perfumado papel de carta y su pluma con tinta roja y llenaba varias páginas con sus reflexiones. Al terminar, volvía afuera conmigo y me leía en voz alta la carta. Generalmente solía rechazar todos mis sinceros esfuerzos por mejorarla.

«Querida Lucrecia», recuerdo que empezaba una carta. «¿Has considerado alguna vez que los hombres se sienten obligados a probar que son hombres, mientras las mujeres no tienen que afirmar su feminidad para ser consideradas como tales? ¿Sabes a qué se debe esto? Deja que con mi sabiduría de madre y de mujer te instruya. Ser mujer es ser lo que los seres humanos están destinados a ser, plenos de amor y serenidad» -en este punto, ella acariciaba mi tupido cabello, consolándome-«mientras que ser hombre es intentar algo antinatural, algo que la naturaleza nunca ha intentado. La labor de ser hombre fuerza la máquina» -pido al lector que observe su confusión en cuanto a las metáforas naturales y mecánicas- «lo que comporta continuas averías. La violencia y la rudeza, todas las pretensiones patéticas con que el hombre persiste en su vano intento de probarse a sí mismo, son conocidas y apreciadas como actos de hombría. Sin ellas no se es hombre. ¡Por supuesto que no!»

Admito que si debo ser encomiado como hombre, preferiría serlo por Jean-Jacques, cuya arrogancia estaba al menos compensada por el hábito de la ironía, que es la segunda naturaleza de todos los que juegan con su identidad sexual. Sin embargo, ¿cómo podía estar irritado con Frau Anders? Su imprudencia era tan ingenua, su habilidad para hacerse querer tan divertida… y aunque hubiera estado irritado, habría pensado que no tenía derecho a juzgar a aquella mujer sin haber conocido a mi propia madre.

«Querida Lucrecia, el dinero entorpece el espíritu. Los falsos valores empiezan con la adoración de las cosas. Lo mismo ocurre con la reputación. ¿Podemos pedir algo más que indiferencia a nuestra sociedad, algo más que libertad para obtener nuestros placeres?» Este era el tema de otra carta, que me gustó por el intento de emular mi indiferencia hacia las posesiones y la reputación, sentimiento que durante esa época demostré a menudo a Frau Anders.

16
{"b":"109606","o":1}