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«No te asustes por tu cuerpo, querida Lucrecia, el cuerpo más encantador del mundo. Procura apartar todas las mojigaterías y goza tus placeres como te aconseja tu sabia madre. ¡Ojalá todas las madres instruyesen así a sus hijas! El mundo sería un jardín, en este caso, un paraíso. No dejes que la mano muerta de la realidad inhiba tus sensaciones. Toma y te será dado. ¡Aparta de tu alrededor a todos aquellos que se miden por el ahorro y el gasto! Atrévete a pedir más.»

Mientras me leía estas líneas, recordé a la plácida muchacha rubia que su madre imaginaba como una gran cortesana. Sentí pena por Lucrecia, y enfado hacia su madre, por continuar jugando a distancia con sus desvelos, puramente teóricos. Años después tuve que corregir este rápido juicio, ya que supe que Lucrecia nunca había sido una chica inocente, corrompida por una madre mundana. Quizás fue al revés, como Lucrecia me explicó luego: fue la libertina adolescencia de la hija que incidió sobre la carrera de libre erotismo de la madre, mucho más inocente y afectiva. Durante la época a la que me refiero, sin embargo, veía a Lucrecia sólo a través de los ojos de los turbios consejos de su madre, como antes la había visto con los ojos del deseo del anciano director. La juzgaba como víctima de ambos.

«Hay sólo una comunicación, querida Lucrecia, la del instinto. Durante dos mil años, el instinto ha trabajado bajo los pretenciosos dictados del espíritu, pero observo que emerge una nueva desnudez, que nos liberará a todos de las cadenas de la legalidad y de los convencionalismos. Nuestros sentidos están adormecidos por el peso abrumador de la civilización. Los pueblos negros conocen esta verdad; nuestra raza blanca está acabada. El hombre con sus máquinas, su inteligencia, su ciencia, su tecnología, dará paso a la intuición de la mujer, al poder sensual y a la crueldad del hombre negro.»

Con esto basta, pues no debo cansar más al lector. Y no quiero dar la impresión de que mis sentimientos hacia Frau Anders estaban totalmente consumidos por vivir en árida proximidad. En la intimidad del lecho, conocí sus teorías, y la encontré más complaciente que nunca. Yo era un amante vigoroso (pese a mi piel blanca); no obstante, ya lo he dicho, sus ardores me parecían demasiado fáciles de satisfacer. Había en la isla un joven pescador que seguía a mi compañera como un perro perdido y le demostré muy claramente mi total ausencia de celos. Una vez que hubo empezado a dudar de su capacidad de atracción sobre mí, dobló su solicitud y yo me vi sumergido en la paz de la carne, si no en la del espíritu.

Después del primer invierno en la isla, le propuse continuar viaje a otra parte. Pronto nos encaminamos hacia el Sur, rumbo a las tierras exóticas que decía admirar. Durante el camino hicimos muchas compras de «objetos nativos», pero yo quería viajar, en la medida de lo posible, sin tener que preocuparme por el equipaje, y sugerí que lo enviáramos todo a mi hotel en la ciudad. Yo mismo llevé los paquetes, cuidadosamente preparados por Frau Anders, a la oficina de correos, y los envié a una dirección inexistente.

Un día llegamos a una ciudad de árabes y, tras mi invitación, nos dispusimos a instalarnos allí por un tiempo largo. Visitamos el barrio nativo con un muchacho de catorce años que se había acercado a nosotros en las proximidades del hotel. Aquel era el mes anual de abstinencia, establecido por su religión, durante el que los creyentes están obligados a la continencia sexual y a ayunar entre sol y sol. El muchacho nos miraba inexpresivamente mientras bebíamos vasos de delicioso té con menta en el palacio de un sultán (abierto ahora a los turistas) y comíamos los alargados pastelillos de miel que vendían en el mercado. Frau Anders trató, sin éxito, de hacer que el muchacho los comiera con nosotros. Para distraer su atención de aquella impiedad, le sugerí que consiguiera del muchacho un placer prohibido, ya que él no lo aceptaba de nosotros. Le preguntó dónde podíamos conseguir algunos de los narcóticos que hacían famosa a la ciudad. El muchacho pareció satisfecho por nuestro interés, ya que habíamos establecido un vínculo con él, y nos llevó hasta el equivalente árabe de una farmacia, donde compramos dos pipas de barro y cinco paquetes de un grueso polvo verde, que llevamos al hotel y probamos más tarde. No apruebo los narcóticos -o por lo menos nunca he sentido su necesidad, ni he creído que mis sentidos estuviesen agotados- pero tenía curiosidad por saber qué efectos producirían en mi pareja. De pronto se desperezó sobre la cama y empezó a sonreír. La invitación sexual era inconfundible. Pero yo quería ver algo nuevo y, tomándola del brazo, le dije que debíamos marcharnos, que la ciudad sería esta noche su amante, que se nos aparecería dilatada, en un lento movimiento, más sensual que cualquier otra ciudad que ella hubiera podido conocer. Me permitió que la levantase de la cama. Después de ponerse su mejor vestido y de arreglar mi corbata, fue lentamente hacia el ascensor, apoyándose en mí para no caer.

En las calles sonaban disparos. Alquilamos un carruaje para que nos llevara a un desvencijado edificio de madera cercano al puerto, que albergaba un bar donde los marineros y los turistas menos respetables se reunían. El camarero, un alto y fornido árabe, me estrechó la mano cuando pagué nuestra primera ronda. Los músicos tocaban javas, flamenco, polcas; nos sentamos a una mesa y observamos a los bailarines. Una hora después el barman se acercó y nos presentó a su mujer. La mujer, árabe y pelirroja, rodeó con su brazo el desnudo hombro de Frau Anders y susurró algo a su oído. Noté la mirada, levemente embarazosa, con que mi compañera miró a la mujer, seguida de otra, vaga y complacida, que dirigió hacia mí.

– Nos han invitado a tomar unas copas con ellos cuando hayan cerrado el bar, querido Hippolyte. En su apartamento, encima de aquí. ¿No es encantador?

Contesté que lo era.

De modo que, una vez finalizado el ruido, y pagadas o anotadas las últimas sumas escritas con tiza sobre el mostrador, nos retiramos a las oscuras habitaciones del piso superior. Nos ofrecieron más bebida, que yo rechacé. Fue muy fácil. Todo lo que hice fue dar mi consentimiento en el momento crucial en que mi compañera me hizo señas. El hombre y yo nos sentamos en la sala, y él me recitó algunas poesías acompañándose con una guitarra. No pude prestar toda mi atención a su recital, puesto que tenía el oído constantemente distraído con los sonidos que creí provenían de la habitación contigua. Después de todo, yo era algo celoso.

A la mañana siguiente -o mejor dicho, al mediodía- Frau Anders atribuía a su aventura una satisfacción que me pareció algo menos que sincera. Como siempre, en los momentos en que aspiraba a una emoción que no experimentaba por completo, pensaba en su hija. «Querida Lucrecia», empezó a escribir en la estrecha mesa del hotel. «El amor rebasa todas las fronteras. Te he animado frecuentemente a descubrir esto por ti misma, pues el amor entre dos personas de edades muy diferentes no es una barrera para las mutuas satisfacciones. Deja que añada a este consejo, querida mía, que el amor no conoce tampoco barreras de sexo. ¿Qué más bello que el amor entre dos hombres varoniles, o el amor de una refinada mujer de nuestros climas nórdicos hacia una esbelta muchacha del mundo pagano? Todos tienen mucho que enseñarse recíprocamente. No te asustes ante estas experiencias cuando las encuentres genuinamente en tu corazón.»

Quemé esta carta al día siguiente, mientras Frau Anders hacía las compras. Escribí a Jean-Jacques una carta llena de aburridas disquisiciones sobre el carácter de mi compañera. Pero lo pensé mejor y la rompí. Carta por carta. Me arrepentí de mis aires de censor a los que todavía estaba sujeto, a pesar de mis buenas intenciones. Una vez más traté de pensar qué podía haber de beneficioso en la naturaleza de Frau Anders, tanto para ella como para mí.

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