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CAPITULO X

Imagina tú mismo, lector, que eres un asesino. ¿Qué es lo que te hace sentir asesino? ¿Es el arma, manchada de sangre, los arañazos con que la víctima ha señalado tu rostro, el corazón culpable, el inexorable inspector de policía, las pesadillas? No, no es necesariamente algo de esto. Todas estas condiciones pueden estar ausentes. El asesinato puede ser incoloro, incruento, inconsciente e impune. Todo lo que se necesita es que uno haya cometido el asesinato. No hay nada en el presente, sólo algo en el pasado que lo hace a uno asesino.

Sin embargo, yo buscaba las consecuencias, pues, ¿de qué otra manera podemos asegurarnos de la realidad del pasado? Al despertar, examiné si durante aquella noche había tenido algún sueño. Hojeé el diario de la mañana y encontré un párrafo, en la página once, que hablaba del incendio, pero no se mencionaba a Frau Anders y, por supuesto, no aparecía ninguna esquela. Pensé si alguien vendría a arrestarme. Nadie apareció.

No deben imaginar que me sentía culpable, ni que esperaba el castigo, pero me hubiera gustado alguna conmoción que registrara este acto en mi vida. Consideré la posibilidad de una confesión, pero me pareció que difícilmente podrían creerme. ¿Qué podía decir? ¿Que había matado a una mujer a la que había abandonado en la esclavitud dos años antes y que había regresado clandestinamente a la ciudad sin haber sido reconocida por nadie? ¿Cómo podía convencer a alguien de que Frau Anders había regresado? La única persona que tenía alguna prueba de su presencia era Mónica. Le diría: He incendiado la casa y, por consiguiente, a la mujer que te envió aquella carta. ¿Visitaríamos acaso las ruinas, para reírnos sobre las cenizas, para atizarlas nuevamente? ¿Mónica me pediría que me entregara a la policía? Quizás sólo me amonestara, diciendo que no había sido justo.

Cuando regresé a los brazos de Mónica, la noche siguiente, advertí que mi cara y mi mirada reflejaban preocupación. No sabía si estaba abrazando a mi confesor, a mi juez o a mi próxima víctima.

– ¿Acudiste a la cita? -preguntó fríamente.

– Sí.

– ¿Es muy importante para ti esa mujer? No me respondas, si no quieres.

– Ella es mi sombra, o mejor, yo soy la suya, no importa. En cualquier caso, uno de nosotros no existe realmente.

– ¿No crees que deberías enterarte de cuál de los dos es el que existe?

– Es exactamente lo que acabo de hacer -repliqué-. En este momento estás abrazando al vencedor.

– ¡Alabado sea Dios! -dijo sarcásticamente-. ¿Estás seguro?

– Me he asegurado bien.

Puse mis brazos alrededor de ella y la abracé con más fuerza. El deseo, mezclado con un oscuro resentimiento, me impulsaba. Mónica suspiró y permaneció inmóvil con la cabeza sobre mi pecho.

– ¿No quieres volver a verla? -murmuró.

– No.

– Entonces, podemos ser felices. Lo presiento; ¿tú no?

Asentí con la cabeza. De repente se irguió y me miró fijamente, tapándose luego la cara con las manos.

Di unas ligeras palmadas en su espalda y hablé lo más amablemente que pude.

– No sufras, querida. Todavía no puedo reunirme con la felicidad. Una fiera ironía me tiene apresado por el cuello. Invade mis sueños. Me conduce a actos terribles e inútiles. Hace que me tome demasiado seriamente a mí mismo y que termine previniéndome para no tomar en serio a los demás, excepto los cómplices y mentores de mis sueños.

– Aquella mujer -dijo entrecortadamente- ¿es una de tus… cómplices?

– Sí.

– Entonces yo soy aún menos real que ella, para ti -dijo llorando.

Sus ojos se dilataron, ciegos por las lágrimas. Vi cómo la triste mirada de la fantasía se adueñaba de sus facciones.

– ¿Y si busco un amante? ¿Y si te pongo celoso? -Ahora se había puesto de pie, y caminaba cerca de los pies de la cama-. Te odio -dijo finalmente, secando sus lágrimas-. Quiero que me dejes.

Obedientemente me levanté y me vestí. Nunca me había sentido tan cariñoso con mi joven amiga de enrojecidos ojos, más ansioso de complacerla; sin embargo, era incapaz de hacerlo. Cuando traté de abrazarla, me rechazó.

– Tal vez estés haciendo lo mejor -dije burlonamente-. ¿Te consolaría saber que el amante a quien rechazas es un asesino?

– No te creo, vete.

– ¿Cómo sabes que no lo soy? Sé que no puedo demostrártelo, pero te aseguro…

– ¿Cómo puedo saberlo? -Su mirada se endureció-. Si lo que quieres decir es que has matado mi amor hacia ti, estás en lo cierto…

– No, no es eso lo que quiero decir. Me refiero a un asesinato real. Lo opuesto a la procreación. La confluencia de dos personas que da como resultado que sólo quede una, y no tres.

– Márchate -dijo apesadumbrada. No tenía más alternativa que irme y regresar a mi apartamento. La noche siguiente, cuando llamé al timbre de Mónica, no quiso recibirme, pero deslizó una nota bajo la puerta, comunicándome que necesitábamos separarnos por un tiempo. Sólo podría volver con ella cuando hubiera cambiado. Esta propuesta no me dio ninguna esperanza, pues dudaba que pudiera ocurrir algún cambio en mí que no hubiera tenido ya lugar. Unos días antes yo no era un asesino, ahora sí. ¿A qué diferencia mayor en mí podría jamás aspirar?

Sin embargo, insistí. Durante varias semanas, visité diariamente a Mónica. A veces me dejaba entrar, pero nunca permitía que nuestras discusiones tuvieran su término natural, en el amor. A veces llegaba a perdonarme, pero con la misma indiferencia con la que me condenaba por mi falta de humanidad. Sé que no debería haber dejado que las cosas llegaran a ese extremo, pero estaba bajo la impresión de que el amor era necesario, y si no el amor, por lo menos algo que se le pareciera. Pues, ¿a qué se debía que todo el tiempo que pasaba con Mónica -o con otra mujer -tuviera que mirarla y ella a mí, y ninguno de los dos pudiéramos mirarnos a nosotros mismos? Ya que era así, nuestros ojos no estaban situados del lado de la pantalla en que se proyectaba desde nuestras frentes, para que pudiéramos mirar nuestras propias caras, sino que estaban situados en nuestras cabezas, o sea, condenados a mirar hacia afuera; de este hecho anatómico, deduje que los seres humanos estaban diseñados para amar. La única excepción de este diseño es el soñar. En un sueño nos miramos a nosotros mismos, nos proyectamos sobre nuestra propia pantalla; somos actor, director y espectador, todo al mismo tiempo. Pero de esta privilegiada excepción no informé a Mónica.

Quizás ésta fue la razón por la que nuestra relación fracasó y no llegamos a reconciliarnos. Nunca había soñado con Mónica ni tampoco le hablé jamás de mis sueños. Tampoco podía hablarle de aquel asesinato, que cada vez se parecía más intensamente a los sueños, todo él imagen palpitante sin ninguna consecuencia.

Este breve período de renovada soledad estuvo mezclado con variaciones del «sueño de la clase de piano», en el que a veces, para mi confusión y embarazo, no mataba a la superiora, sino que encontraba un nuevo interés en el juego del ajedrez. Traté de no indagar sobre los motivos por los que había desmantelado el sueño, actuando fuera de él.

Entonces pensé que ya sabía cuál era el sentido de mis sueños.

El problema de su interpretación había sido reemplazado por otro tema, porque estaba preocupado por ellos. Llegué a la conclusión de que mis sueños eran acaso un pretexto para mi atención. Muy bien, entonces. Cuanto más enigmático, mejor. Me interesé por la forma de mi atención y por la atención en sí misma.

¿Por qué no tomar los sueños como son, simplemente? Quizás no necesitara en definitiva «interpretar mis sueños». Tal como era obvio en el sueño, más reciente, en que, para aprovechar las instrucciones de la superiora, era mejor no haber aprendido nunca a tocar el piano; del mismo modo se me ocurrió que, en cuanto a mis sueños, era mejor no aprender a interpretarlos. Quería realizar mis sueños, no sólo observarlos, y esto fue lo que hice.

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