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Se oyeron varios saltos más y el crujido de la madera rompiéndose. No podía creer que la superiora permitiera eso, pero cuando vi aparecer sobre mi cabeza el filo de un hacha, no tuve ninguna duda acerca del ataque de que era objeto mi refugio. Furioso, decidí presentar combate, en lugar de esconderme en el agujero. Revólver en mano, me situé en una esquina y esperé la aparición de la primera silueta.

Los saltos y los crujidos de la madera continuaron, pero el piano no cedía. Este margen de tiempo me hizo pensar que podía construir algunas defensas. De un manotazo arranqué las cuerdas del piano y las puse sobre mi cuerpo, a modo de armadura. Podía erguirme casi sobre la caja. Decidí hacer un disparo avisando que iba a defenderme. El disparo del revólver sonó sordo y bajo como el de un cañón.

– ¡Bravo! -oí exclamar entonces a la superiora-. Cinco tonos más bajos que la nota más baja del teclado. El más bello sonido.

Entonces se hizo el silencio.

En unos momentos, me encontré fuera del piano. Ella estaba enojada.

– ¿Dónde está? -preguntó-. Se está escondiendo, debe ser castigado.

Pretendí ignorar a quién se refería, por temor a que intentara enviarme otra vez dentro del piano, para recuperar a mi compañero. Pero ya había dado órdenes a la sirvienta para que el piano fuera precintado.

– Ahora no se escapará -dijo en tono desabrido.

Sentí pena por mi atemorizado compañero, que con seguridad iba a ahogarse. Pero a pesar de mis protestas, el piano fue precintado y retirado del lugar. Empecé a correr tras él, cuando se me ocurrió una idea. Mataría a aquella despótica mujer. Ella estaba de pie, dándome la espalda mientras hablaba con algunos estudiantes. Sujetando el revólver con ambas manos, por miedo a que se me escapara, apunté con precisión sobre su espalda y apreté el gatillo.

– Bravo -dijo uno de los estudiantes, sonriéndome con aprobación.

Le disparé también. Apretar el gatillo era tan fácil, que disparé sobre todos los presentes. Como sabía que todos estaban de su parte, me felicité a mí mismo por mi perspicacia y me pregunté cómo no se me había ocurrido antes aquella solución.

Lo siguiente que recuerdo es mi estancia en un árbol. No estoy seguro de si estaba escondiéndome o celebrando mis audaces crímenes; o, quizás, esta parte del sueño no guardaba relación con la anterior.

– Baja -decía el hombre del bañador de lana negro.

El estaba en el suelo y me cogió el brazo sin tirar de él.

Protesté, porque estaba muy alto, pero insistió en que yo tenía que saltar. Cuando le dije que iba a hacerme daño, me ordenó una vez más que saliera.

– De acuerdo, de acuerdo -cedí-, pero no me fuerces.

Comprendí que no me quedaba otro remedio que saltar, pero quería hacerlo por mí mismo. No quería en modo alguno ser coaccionado.

– Salta -gritó furioso.

– Deja que yo lo haga a mi manera -supliqué-. Mira, estoy a punto de saltar.

– ¡Salta!

No respondí, pero sabiendo que debía obedecer, estaba preparándome para el salto. Poco después, él tiró del brazo que me tenía asido, y me estrelló contra el suelo. Hubiera saltado por mí mismo. Mis sentimientos se sublevaron al encontrarme en el suelo.

El día siguiente a cada nuevo sueño, se había convertido para mí como en una especie de fiesta que cancelaba todas mis obligaciones regulares, para permitirme una total reflexión sobre mi reciente adquisición.

Qué bien recibido fue aquel descanso que sucedió «al sueño de la clase de piano», cuando me hallaba enfrentado a mis agobiantes problemas personales, a los que se añadía tener que disponer de Frau Anders. Mi vieja amiga me estaría esperando en menos de veinticuatro horas.

Me llevó algún tiempo comprender el sentido de este sueño. Al principio, me preocupó lo que tenía de común con los demás. Otra vez el confinamiento, alguien que intentaba enseñarme algo. Otra vez la presencia del hombre del bañador negro y nuevamente las emociones familiares. La sorpresa, el sentimiento de humillación y el deseo de complacer, son tres emociones que continuamente se manifiestan en mis sueños; mientras que en mi vida privada soy mucho más independiente. Con gran estupor, me descubrí resignándome a las opiniones ajenas. Me refiero al momento en que dije a la superiora «todo es bueno».

Sin embargo, este sueño no era sencillo como los otros. Pensé si la lección de piano podía interpretarse como una glosa de las antiguas herejías expuestas por el profesor Bulgaraux. Decir que todo es bueno es una forma de liberar al espíritu de todo lo que le pesa. Tal vez tomo demasiado seriamente las expresiones en los sueños. La doctrina «todo es bueno» puede poseer un cierto valor terapéutico, pero no mayor que la doctrina «nada es bueno». Todos los actos de descarga son equivalentes, incluso los sueños mismos.

Más tarde, aquella mañana, comprendí que había subestimado la rebelión que aparecía en mi sueño. Cierto que yo había cedido ante la superiora, pero después la maté, los maté a todos. Si alguien cree que «todo es bueno», esto debe entenderse también como bueno.

Debo añadir que aquella superiora tenía cierto parecido, en tamaño y color, con Frau Anders, aunque la figura de mi sueño carecía de las tristes desfiguraciones de mi vieja amiga. Pero, como correspondía a su estado, y como había visto el día anterior en Frau Anders, estaba totalmente cubierta de ropas. Y, ¿acaso Herr Anders no había creído que su esposa se encontraba asimismo en un convento? Llegué a la conclusión de que se trataba de un sueño sobre Frau Anders, y sobre el destino que debía proporcionarle.

Pero deben comprender que durante los sucesos de las veinticuatro horas siguientes, aunque haya actuado según mi sueño, no me encontraba bajo el mismo estado de ánimo. No experimentaba resentimiento ni me sentía oprimido. Fue una decisión ratificada por el pensamiento, aunque impulsada por lo que el sueño me había enseñado. Me lo planteé en estos términos: Frau Anders quería una nueva vida -igual que yo, en mi reciente unión con Mónica, buscaba una nueva vida. Por alguna razón perversa, había venido a mí como a su arbitro. Yo era en los hechos, como Herr Anders había dicho, aunque en aquel momento no lo entendí, su tutor en el mundo y ejecutor de sus deseos terrenales. Bien, que así sea. Yo no eludiría mi responsabilidad, aunque hubiera deseado que simplemente me dejara solo. Actué, tenía que hacerlo por haber actuado antes -habiéndola vendido en esclavitud- y estaba siendo presa de las desconocidas consecuencias de ese acto. La demanda de Frau Anders era la imprevisible consecuencia que ahora debía afrontar. Sabía que iba a tener que ser audaz. ¿Una nueva vida? ¿Qué vida puede llegar a vivir Frau Anders con su maltrecho cuerpo? Parecía haber una única solución: acabar una vida que ya había acabado y que deseaba inútilmente prolongar.

Aquella tarde estuve muy ocupado con preparativos minuciosos. Compré varios litros de queroseno y algunos trapos viejos. A medianoche, exactamente cuarenta y ocho horas después de haber visto a Frau Anders, llegué otra vez a su casa. ¡Suponía que estaría aguardando mi llegada, porque conocía mi puntualidad y sabía que yo la exigía a mi vez. A lo largo del zócalo de la pequeña vivienda, dispuse una gruesa masa de trapos, que más tarde empapé con queroseno y encendí en un punto; las llamas se extendieron y rodearon de fuego la casa. Desde cierta distancia, yo vi correr a los vecinos por la calle y vi cómo llegaban los bomberos. El edificio fue asaltado varias veces por los bomberos, después de haber preguntado a los vecinos y curiosos, y también a mí, si quedaba alguien dentro de la casa. Una extraña mujer que dijo ser la dueña de aquella propiedad informó que una mujer extranjera se había instalado en la casa, pocas semanas antes, y que la nueva inquilina raramente salía, y había recibido, dos días antes, su única visita. Que ella había reparado en aquella visita, sin observar, no obstante, nada. No hubo ni caras angustiadas ni llantos, ni pánico ni emociones por el estilo. Los bomberos no pudieron hallar ningún superviviente antes de que el edificio se derrumbara. Volví a casa con la seguridad de que Frau Anders había muerto entre las llamas.

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