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– ¿Justo? -exclamó-. ¡Nunca te había oído hablar así!

Le expliqué que quizás fuera la influencia de la joven que en ese momento era mi amiga, y que gentilmente, de un modo coaccionador, me estaba guiando hacia la normalidad.

– No creo que tú puedas hacer algo que sea justo -dijo-. Eso ya lo sé. Pero espero que hagas algo poético, maravilloso, mi Hippolyte. Sorpréndeme, confúndeme, revuelve mis sentidos.

La mirada seductora de sus ojos me alarmó y pensé en el rostro que me ocultaba.

– No puedo pensar tan rápidamente -dije al fin-. Dame cuarenta y ocho horas y te comunicaré mi decisión.

Intentó entretenerme para que me quedara, pero yo no la escuchaba.

– Acuérdate de mí -dijo tristemente, cuando ya me iba.

No volví a casa de Mónica, pues sabía que ella no sería de ninguna utilidad para mi problema. Regresé a mi apartamento y pasé aquella noche en vela; al mediodía siguiente busqué a Jean-Jacques en su café habitual.

– Tengo un problema -le dije.

– ¡Imposible! -respondió sarcásticamente-. No es posible que tú tengas problemas, Hippolyte. Todo lo que haces, crees que estás destinado a hacerlo, porque extraes los motivos de tus sueños.

– Ponte serio -respondí-. Supón que tienes un amigo…

– Un amigo -repitió de nuevo.

– ¡Escúchame! -dije exasperado-. Un amigo que tiene la posibilidad de vivir varias vidas. Consecutivamente quiero decir, no codo a codo, de día o de noche, como tú.

– Un amigo -repitió todavía.

– Y este amigo -proseguí, decidido a ignorar sus miradas- te pide que inaugures una nueva vida para él, porque has acabado con su vieja vida. ¿Lo harías? ¿O considerarías que ha muerto?

– Ten cuidado con Frau Anders -dijo Jean-Jacques-. Tendrás dificultades relacionándote con ella.

– ¿Es todo lo que tienes que decirme? -repliqué disgustado-. Deliberadamente, no mencioné su nombre. No porque deseara esconderte su identidad, sino porque deseaba que tú trataras mi problema seriamente, de un modo general.

– Te he dicho sólo aquello que tú no sabes, que es el único consejo que tiene valor.

– ¿Qué es lo que no sé?

– Que no te librarás de ella -exclamó.

Hubo un momento de silencio. Insistí:

– Alguien grita en mis sueños. Y le he dicho que a gritos nunca comprendo nada.

Naturalmente, aquel día no nos separamos como amigos. Supe que me encontraba verdaderamente solo ante este problema. Solo, a excepción del consejo de mis sueños. En esta ciudad, ¿qué vida podía vivir Frau Anders, con su cuerpo maltrecho y su pasado terminado? Sin embargo, no me sentía capaz de ordenarle que volviera con los árabes a sufrir más.

Afortunadamente, aquella noche un sueño vino en mi ayuda. Pues deben saber que, entonces, había aprendido ya a depositar una gran confianza en mis sueños.

Caminaba a través de una llanura nevada, en compañía de un monje barbudo. Le pedí que me enseñara a sobrellevar el frío sin sentirlo.

– No es ningún arte -replicó-. Eres tú el que debes aprender por ti mismo a sobrellevar el frío sin sentirlo.

Me tocó obscenamente con la mano. Lo rechacé indignado y le dije que eran mis pies los que estaban fríos.

– ¿Es esto lo que sientes? -me preguntó.

Yo comprendí que no tenía la menor intención de ayudarme y le pedí que me condujera ante el superior del monasterio. Mi acompañante llevaba unas botas blancas. Pensé que esto explicaba porque no había sido capaz de enseñarme a no sentir frío en los pies. Pero al mirar mejor, vi que no eran botas, sino un grueso vendaje. Me sorprendí, entonces, de que no cojeara.

Me llevó a la entrada de un edificio construido con bloques de nieve, como las habitaciones de los esquimales. Había una mujer vestida enteramente de blanco, a quien él se dirigió como a la superiora.

Me pareció que me habían llevado a una habitación de mi propiedad, pues me trajeron la comida servida en una bandeja. Recuerdo también que pensé que debía empezar inmediatamente a meditar, pero no podía dejar de mirar, con deseo de marcharme, a través de la alta ventana que se abría en una pared de la habitación.

Ahora me encontraba en una especie de parque, detrás de la casa. Era cálido y muy soleado. La superiora estaba allí, sentada delante de un gran piano, bajo un ciprés. Dirigía una clase de música. Cada uno de nosotros debía acercarse al piano y tocar un rato. Confesé no saber cómo tocarlo y otros hicieron igual. Pero ella insistió en que eso no importaba. Alguien se adelantó, al llegar su turno, con gran repugnancia y embarazo, y arrancó el himno nacional, con el índice de su mano derecha. Un segundo voluntario tocó vergonzosamente un himno hecho de acordes. Pensé que estas representaciones eran singularmente ineptas, pero empezaba a entender que aquí la ineptitud era una muestra de talento. Entonces llegó mi turno. Sabía que no podría tocar una marcha o un himno, ni siquiera una tonadilla, por lo que me limité a situarme ante el piano, golpeando varios grupos de teclas con los puños. Después de haber golpeado el piano, giré, inclinándome para saludar, y volví a mi sitio en la hierba, donde había estado sentado.

– Ahora -dijo la superiora, señalándome de una manera que me desconcertó- has aprendido la primera lección. ¿Cuál es?

– ¿Que todo es bueno? -murmuré.

– Correcto -dijo.

En la siguiente parte del sueño, yo estaba solo en el parque. La nieve había empezado a caer sobre el césped verde. Me pareció peculiar y traté de recordar si estábamos en invierno o en verano. Esperaba encontrar de nuevo allí a la superiora, porque estaba descontento con mi actuación y preocupado por no haber expresado mis sentimientos reales. Sabía que no había faltado conscientemente a la sinceridad. Creía lo que impulsivamente declaré, pero ahora ya no lo creía. La afirmación «todo es bueno», no me parecía correcta. Ensayé: «nada es bueno». Esta parecía algo mejor, pero no satisfactoria aún. Entonces pensé «algunas cosas son buenas», pero ésta era peor aún, de hecho, imposible.

La nieve había adquirido tal altura que mi pie se hundía hasta el tobillo. Los otros se habían refugiado bajo el alero de la casa y yo decidí entrar. Pasé por encima, dando saltos para rehuir la humedad de sus ropas. Aquello parecía una danza. Pude advertir también cierto olor, además del ácido tufillo que desprendía la lana mojada, un olor que parecía una mezcla de antiséptico y desinfectante, similar al que flota en los corredores de los hospitales públicos. En medio del desorden, la superiora reagrupó ahora la clase y llamó al siguiente concertista. Me correspondía un nuevo turno, aunque ya había tocado antes. Para parecerme más a mis compañeros bailarines-estudiantes, incliné mi cuerpo hacia adelante, giré sobre mí mismo e hice movimientos mímicos mientras llegaba al piano. Pero una vez allí no supe qué hacer, de modo que trepé sobre el piano, quité el soporte que mantenía levantada la tapa y me encerré dentro.

– Estamos ahora en condiciones de usar todos los recursos del piano -oí decir entonces a la superiora, mientras yo me movía en la oscuridad, buscando una posición cómoda entre las cuerdas y los martinetes. Oí que daba instrucciones a alguien, ordenándole usar la derecha, la izquierda y el centro del piano simultáneamente. Su voz se fue acallando mientras iba arrastrándome hacia el interior del piano. Entonces vi, agazapado en una esquina, a un pálido joven de pequeños bigotes, que me preguntó qué día era. Cuando le dije que era domingo, se puso a llorar.

– Bueno, puede ser el día que quieras -le dije.

Y tratando de consolarlo, como hubiera hecho con un niño, le mostré un agujero en el suelo de la caja y le animé a explorarlo juntos.

Me dijo que estaba demasiado asustado. Se oyó un horrible estrépito a nuestro alrededor: todos los alumnos se habían encaramado sobre el piano y lo atacaban a puntapiés. Temeroso, intenté echarlo por el agujero, pero él no podía moverse; no hacía sino lloriquear y golpearme por cualquier cosa que yo hiciera.

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