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– Están acabados, ustedes, los blancos -exclamó Tububu-. No tienen capacidad para la violencia inconsciente, ni para el cambio.

Yo no podía dejar de mirar las profundas cicatrices simétricas que surcaban sus negras mejillas, como si esto probara que él sabía algo que yo no sabría jamás. Mónica protestó con amabilidad. -Sé que las reivindicaciones de tu pueblo son justas -dijo-, pero seguramente el país que hizo nacer las ideas de libertad, igualdad y fraternidad no puede seguir siendo un país opresor.

Quizás Tububu estuviera en lo cierto. Sin duda, Mónica era ingenua. En los países negros la justicia puede asegurarse por la violencia común; cuando el opresor es un extranjero, la violencia es, por lo menos, plausible. Pero otras cosas, además de la justicia política, han sido ya abolidas en Europa, y aquí la violencia es una forma de suicidio ineficaz. Observen la historia de mi país en los últimos dos siglos. Primero hubo una revolución que destronó a la Iglesia e inventó un nuevo culto, el culto a la Razón, personificado por una deidad. Desde entonces, ha habido otras revoluciones. Sólo en el último año, se firmaron centenares de peticiones, se confiscaron varios periódicos y se efectuó un llamamiento a la huelga general. Los estudiantes pintaron consignas en las paredes, la policía marchó sobre el parlamento vociferando consignas antisemitas. Dos ministros del gabinete se refugiaron en embajadas extranjeras. Llegaron los paracaidistas del sur. Y ya hemos visto qué poco resultó de esta conmoción. Se editaron nuevos libros de texto para los escuelas, aparecieron caras nuevas en los periódicos. Varios cafés, los lugares de reunión de los elementos subversivos, han sido cerrados. Los controles de identidad por parte de la policía, en plena calle, son mucho más frecuentes. Aparte de eso, todo sigue igual, bastante igual.

En Europa, estas insurrecciones públicas ya no cambian nada. Sin embargo, la opción revolucionaria en sus formas políticas puede todavía cuajar entre los pueblos negros. Nosotros debemos prever un futuro de revoluciones más apropiadas y peligrosas que las políticas. Quizá las revoluciones en el futuro serán revoluciones de personas solas, ejemplificando no el culto a la razón sino el culto a la vida privada, cuya adoración se personifica en un monigote… Es obvio que no podía convertir a Mónica a mis ideas. Los actos privados no le parecían importantes, salvo cuando podía medirlos con standards públicos -hasta el encanto personal necesitaba la confirmación pública de la fama, para afectarla.

Un incidente que narraré demuestra nuestras diferencias. Una tarde íbamos caminando hacia su apartamento: alguien escupió desde una ventana, y un esputo aterrizó en la acera, a un paso de nuestros pies. Nuestras reacciones contrastaron profundamente.

– ¿Cómo puede la gente hacer cosas así? -exclamó Mónica.

– Gracias -dije yo, dirigiéndome hacia arriba.

– ¿Qué significa esto? -dijo ella, indignada-. Ese hombre no tiene ninguna consideración con los demás, y ésa es la fuente de todos los males.

– No digas tonterías -dije-. Sólo ha distribuido una pequeña parte de la mismísima sustancia de su cuerpo, y por consiguiente ha reorganizado, aunque trivialmente, el orden del universo. Ha hecho que algo suceda con la máxima economía y los medios disponibles más reducidos. Ante este acto modelo, debemos estar agradecidos y no mostrarnos tan escrupulosos.

– Sigo pensando que es desagradable.

Mónica nunca escuchaba realmente.

– Este es el problema con las revoluciones que tú y tus colegas estáis fomentando. El derroche de medios, muy profuso, pero completamente pobre el efecto.

Mis opiniones se confirmaron cuando, poco después de este incidente, Mónica quedó embarazada. La animé a tener el niño, y le aseguré que dispondría de mi ayuda para mantenerlo. Tan gran resultado -un nuevo hombre caminando sobre esta tierra- de un acto tan pequeño como nuestras higiénicas uniones parecía algo apropiado. Pero Mónica quería continuar dedicándose a mayores empresas, y con un gesto muy severo rechazó mi propuesta.

Un día Mónica me anunció que había recibido una carta.

– Una carta muy extraña y muy abstracta -dijo fríamente-. Es de una mujer que dice que tú estás en deuda con ella y que también ella te debe algo a ti.

– Déjame ver el matasellos -le pedí, algo nervioso.

– ¿Por qué? Es de aquí, de la ciudad -replicó-. ¿Quién es ella? -Como no le respondiera, se puso a sollozar-. Es otra mujer. Estás jugando con mis sentimientos. Esto no es justo.

No había razón para explicárselo a Mónica, si la mujer era quien yo pensaba. Le pedí que me mostrara la carta, que decía lo siguiente:

«Mi querida joven», empezaba. «Usted está en este momento en íntima relación con un joven amigo y protegé mío, quien está considerablemente en deuda por mi amistad y mi amor. Pero también yo le estoy en deuda, lo cual él comprenderá cuando le hable de esta carta. Debe comprender que yo no le escriba directamente, pues no quiero interferir en el amor que siente hacia usted. El amor es todo lo que las mujeres poseemos. Pero le ruego que interceda ante él, para que podamos vernos durante una hora. Tengo algo que mostrarle.» Después seguía una dirección de la ciudad y una hora para la cita, a la noche siguiente, y la firma, «un fantasma».

Temblé, debo confesarlo, ante la misiva y la visión de aquella familiar, aunque deformada, caligrafía; era una señal inequívoca, como la mirada de inquietud en un rostro empolvado, con rouge y máscara; la misma caligrafía de la carta a Lucrecia. No puedo soportar escenas o reproches, pero me consoló que la carta estuviera escrita en un tono tan suave y, poco a poco, me fui preparando para acudir a la cita.

Al siguiente día, cerca de medianoche, me presenté en la dirección que decía la carta, una desvencijada casa de madera junto a la estación del ferrocarril, en las afueras de la ciudad. Una mujer abrió la puerta vistiendo una holgada túnica árabe gris, que la cubría por completo, excepto los familiares ojos marrones, de expresión alternativamente dócil o imperiosa.

– Entra, mi caballero de la triste figura -dijo.

– No te burles -contesté con resentimiento- Dime cómo estás y qué puedo hacer por ti.

– ¿Te gustaría verme? -preguntó.

– Sabes que siempre me ha gustado -repliqué con deseo de complacerla, sacando el máximo partido de mi habitual candor.

Me dio la espalda, caminando hacia el otro lado de la habitación, hizo algo en su túnica, y descubrió ante mi asombro un deformado brazo lleno de cicatrices.

– ¿Te fijaste en mi caligrafía?

Asentí en silencio.

– Pues todavía hay más -dijo, y entreabrió su bata para dejarme ver brevemente las cicatrices y señales que cubrían su torso-. Y más.

Entonces se sacó la capucha y vi que la mitad de su cara estaba sesgada en una dolorosa mueca burlona.

– ¿Qué puedo decir? -murmuré-. ¿No estabas contenta antes de que te sucediesen estas calamidades?

– Sí, ¡claro! -replicó, componiendo su vestido-. Era feliz. El hombre a quien me abandonaste era un gentil amante. Solía visitarme tres veces por semana, entre las dos y las cuatro de la tarde, antes de ir a la mezquita. Estaba confinada en una pequeña habitación, y no podía hablar con nadie en la casa. Le tenía un miedo terrible. Pero por fin, cuando mi miedo cedió al placer, se cansó de mí y me vendió a un mercader que me llevó al desierto. Fue allí donde fui castigada tan visiblemente por mi falta de cooperación y de habilidad para vivir.

– Dime qué debo hacer -dije-. Ahora te toca a ti mandar y a mí obedecer.

– ¿Por qué? Haz conmigo lo que quieras -sollozó amargamente-. Recuerda sólo que soy tuya, para que tú dispongas de mí. Te advierto que seré algo difícil de manejar. Las mujeres son bastante durables, ya lo sabes.

– ¿Qué será lo justo? -dije como para mí mismo.

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