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Todos los invitados de Frau Anders, hasta el vanidoso y agraciado bailarín, eran hábiles conversadores. Al principio quedé sorprendido e irritado por la fluidez de su conversación, por su disposición a exponer una opinión sobre cualquier tema. Estas charlas alrededor de una mesa suntuosa, me parecían de un rigor intelectual no superior al de las mordaces tertulias de café de mis compañeros de estudio. Me llevó cierto tiempo apreciar las virtudes características del salón. Tener opiniones era sólo una parte; allí lo importante era desplegar la personalidad. Los invitados de Frau Anders eran particularmente hábiles en esto, razón por la que sin duda se habían reunido. Este énfasis en la personalidad, más que en las opiniones, me tranquilizaba. Yo mismo había advertido ya en mí cierta escasez de opiniones. Sabía que entrar en la etapa de la madurez suponía adquirir un conjunto más o menos constante de opiniones, pero esto me resultaba mucho más difícil a mí que, en apariencia, a los demás. No creo que fuera debido a torpeza intelectual ni tampoco, espero, al orgullo. Simplemente, mi sistema se hallaba demasiado atareado recibiendo y descargando lo que yo averiguaba sobre mí mismo. En el círculo de Frau Anders aprendí a no envidiar a los demás porque mi seguridad era menor que la de ellos. Tenía una gran fe (esto me parece ahora un poco ingenuo) en mi buena digestión y en el eventual triunfo de la paciencia. Que existe un orden en este mundo, me parece todavía, a pesar de mi avanzada edad y aislamiento, más allá de toda duda. Y no dudé que dentro de este orden encontraría un lugar como el que tengo.

Dejé de asistir a las clases en la universidad después de haberme introducido en mi nuevo círculo de amistades, para darme, poco después, oficialmente de baja. También dejé de escribir la carta que cada mes enviaba a mi padre. Un día mi padre visitaba la ciudad por negocios, y aprovechó la oportunidad para verme. Supuse que quería regañarme por mi negligencia en mis deberes epistolares, pero no dudé en decirle inmediatamente que había abandonado mis estudios oficiales. Creí preferible enfrentarme a sus reproches en una entrevista que hacérselo saber por una carta, lo que él hubiese considerado una traición. Para mi gran satisfacción, no se molestó. De acuerdo con su punto de vista, mi hermano mayor había satisfecho todas las esperanzas que podía poner en un hijo; por esta razón se mostró dispuesto a mantenerme, fuese cual fuese el camino que yo, independientemente, deseara elegir. Habló con su banquero para aumentar mi paga mensual y nos despedimos cálidamente. Me reafirmó su constante afecto. Me encontraba en la envidiable posición de estar enteramente a mi disposición, libre para proseguir con mis intereses (el tesoro que había acumulado desde mi infancia) y para satisfacer, mejor de lo que lo había hecho en la universidad, mi pasión por la especulación y la investigación.

Continué dedicando muchas horas diarias a una rápida y voraz lectura, aunque temía que mientras leía apenas pensaba. Tardé años en comprender que esto era razón suficiente para abstenerme de leer. Sin embargo dejé de escribir: salvo un guión cinematográfico, mi diario y numerosas cartas, no he escrito nada desde aquel artículo filosófico de mi juventud sobre un tema de poca importancia; es decir, nada hasta que ahora vuelvo, con dificultad, a tomar la pluma. Después de la lectura, mi principal placer era entonces la conversación, y fue conversando, en el círculo de Frau Anders y con algunos ex-compañeros de universidad, como ocupé los primeros, desorientados meses de mi nueva independencia. No hay razón para que hable ahora con detalle de mis otros intereses. Mis necesidades sexuales no eran excesivamente imperiosas, y periódicas excursiones a un barrio de mala reputación de la ciudad sobraban para satisfacerlas. La política no me interesaba más allá de los comentarios en los periódicos. En esto me parezco a muchos de mi generación y de mi clase, pero tenía razones adicionales para ser apolítico. Estoy extremadamente interesado en las revoluciones, pero creo que las verdaderas revoluciones de mi tiempo no han sido los cambios de gobierno o del personal de las instituciones públicas, sino las revoluciones en los sentimientos y en las opiniones, mucho más difíciles de analizar.

Algunas veces he pensado que las perplejidades que encontraban en mi propia persona eran síntomas de aquella revolución general de los sentimientos -una revolución todavía sin nombre, una dislocación de la conciencia aún sin diagnosticar. Pero esta noción puede ser presuntuosa por mi parte. Con toda certeza, mis dificultades no pasan de ser las mías, ni me molesta reivindicarlas como mías. Afortunadamente, siendo de constitución fuerte y temperamento sereno, no padecía mis inquietudes de un modo pasivo, y he extraído a través de luchas, crisis y años de consecuente meditación un cierto sentido de ello. Sin embargo, deseo prevenir desde ahora al lector de que, si bien me empeño conscientemente en presentar una justa selección de aquellos hechos, no lo hago más que con el ojo y, sobre todo, con el oído del recuerdo. Es más fácil tolerar que cambiar. Pero una vez se ha cambiado, lo que se toleró es difícil de recordar.

– La rareza llega a ser tú mismo -me dijo mi padre aquella plácida tarde de mayo.

Yo era de hecho menos excéntrico entonces que la mayoría de la gente que conocía -en el salón de Frau Anders, en las avenidas, en la universidad- pero no le contradije.

– Déjalo así, padre -le dije.

Una palabra más. Desde mis primeros años de colegial estuve expuesto a los seculares ideales intelectuales de mi país: claridad, rigor, educación de los sentimientos. Me enseñaron que para tratar correctamente una idea es preciso descomponerla en sus más pequeñas partes, y entonces retroceder sobre los propios pasos, procediendo de lo más simple a lo más complejo -sin olvidar comprobar, mediante la enumeración, que no se ha omitido ningún paso-. Aprendí que este razonamiento, en sí mismo, aparte de los problemas particulares a los que puede ser aplicado, tiene una forma propia, un estilo, que debe aprenderse del mismo modo que se aprende a nadar o bailar correctamente.

Si ahora rechazo este estilo de razonamiento, no es porque comparta la desconfianza en la razón, que es el principio intelectual en boga en nuestro siglo. Mis anticuados profesores no estaban equivocados. El método de análisis resuelve todos los problemas. Pero es esto lo que siempre se quiere, ¿resolver un problema? Supongamos que invertimos el método y procedemos de lo más complejo a lo más simple. Es casi seguro que nos quedaremos con menos de lo que teníamos al empezar. Pero, ¿por qué no? En lugar de acumular ideas puede ser mucho mejor ocuparse en disolverlas -no mediante un repentino acto de voluntad, sino despacio y con gran paciencia. Nuestros filósofos nos enseñan que «el todo es la suma de sus partes». Cierto. Pero tal vez cualquier parte es también la suma del todo; tal vez la suma real del todo es la parte más pequeña, sobre la que podemos concentrarnos más de cerca. Asumir que «el todo es la suma de sus partes» es asumir también que las ideas y las cosas son -o puede hacerse que sean- simétricas. He observado que existen al mismo tiempo ideas simétricas y asimétricas. Las ideas que me interesan son asimétricas: uno entra por un lado y sale por otro de forma bastante diferente. Tales ideas son las que despiertan mi apetito.

Pero el apetito por el razonamiento debe regularse, como sabe toda persona sensible, ya que puede ahogarnos la vida. No tenía ambiciones firmes ni hábitos tenaces; tampoco opiniones hechas que hubiese tenido que sacrificar al pensamiento. Mi vida era la mía: no estaba desmembrada en trabajo y ocio, familia y placer, deber y pasión. Al principio, sin embargo, me contuve: manteniéndome libre de complicaciones innecesarias, buscando la compañía de aquellos a quienes entendía y que por consiguiente no podían seducirme, sin atreverme todavía a seguir mis inclinaciones hacia el pensamiento solitario hasta su conclusión.

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